8. LOS FRACASOS Y LAS FALTAS
Mas, a
pesar de todo, dirá alguno, si yo conozco que mis faltas
multiplicadas han sido impedimento a mi progreso en las virtudes, y que ese
retraso en la corrección de mis defectos proviene de mi negligencia, ¿cómo no
inquietarme por ello? Imploremos de Dios el perdón, detestemos la ofensa y aceptemos
humildemente la pena y la humillación que de ahí nos viene; y sin perder el
tiempo, el valor y la paz en estériles lamentaciones, trabajemos con diligencia
en realizar mayores progresos en lo porvenir. Pero permanezcamos tranquilos, pues
la turbación es nuevo mal y no remedio, y el desaliento sería el peor de los
castigos. Por otra parte, nuestras mismas faltas, con tal de que nos levantemos
y volvamos a emprender el camino evitando los escrúpulos y la inquietud, no
detienen la marcha hacia adelante, sino que al contrario, nos enseñan, según
expresión de San Gregorio, «esta perfección poco común que consiste en reconocer que uno
no es perfecto».
Son el
velo bajo el cual oculta Dios a las almas sus virtudes para impedir la sana
complacencia, y a veces tómase de ellas ocasión para renovarse en una humilde
vigilancia y hacer a la oración más suplicante; son, en fin, una lección que
nos instruye, un aguijón que nos hace apresurar el paso y hasta sirven de
provecho a quien sabe utilizarlas.
Artículo 3º.- El fracaso en el trato con las
almas
De
igual modo, al ejercitar el celo para con las almas, hemos de hacer lo que de
nosotros dependa con fervor prudente y sostenido, pero en apacible abandono.
Dios, en efecto, pide el deber, pero no exige el éxito.
Ante
todo es necesario amar a las almas en Dios. A medida que aumenta en nuestros
corazones el fuego del santo amor, debe producir la llama del celo, y de un
celo verdaderamente católico, tan vasto como el mundo.
Algunas
almas nos serán especialmente queridas, sea porque están a nuestro cargo, sea
por otros títulos particulares. A la luz de la eternidad es como convendrá considerarlas
a todas; el Soberano Juez nos pedirá cuenta de ellas, el infierno las acecha y
el cielo no se abrirá quizá a muchas sino por nosotros; por tanto, hemos de
hacer donación total y completa de las almas a Dios y de Dios a las almas. El
Padre ha sacrificado a su unigénito Hijo, objeto único de sus complacencias,
para que el mundo no perezca y tenga vida eterna. Nuestro Señor se inmola sobre
la Cruz, se ofrece a cada instante sobre nuestros altares, alimenta las almas
con su propia sustancia, les da la Iglesia, el Sacerdocio, los Sacramentos y
les prodiga las gracias interiores y exteriores. Por medio de su Espíritu Santo
ilumina y atrae, estrecha y rodea, conquista y sostiene y persigue, y hace volver
y perdona; en una palabra, nos ama a pesar de nuestras miserias y casi sin
medida. ¡Bello ejemplo que ha movido profundamente a los santos y que
confundirá nuestra tibieza! Por grande que sea nuestro celo, ¿podrá compararse con
el de Dios?
A la
manera de Dios es como se precisa amar a las almas, conformándonos con su
conducta y con el orden de su Providencia, habiéndonos Dios hecho libres, jamás
hará violencia a nuestra voluntad, pero da a todos con abundancia, a unos más a
otros menos, en la medida y tiempo y en la forma que a Él le place. También
nosotros daremos a todos, en especial a aquellos que deben sernos más amados;
la oración, el ejemplo y el sacrificio; pondremos cuidado particular en la
oración pública, si nos hallamos honrados con este sublime apostolado, y si por
cualquier otro título nos son confiadas las almas, cuidaremos de ellas con un
celo proporcionado al amor que Dios las tiene, al precio que tienen ante sus
ojos. Cumpliremos nuestro deber y orando con incansable fervor conservaremos la
paz, por el debido respeto a los derechos de Dios y al orden de su Providencia;
puesto que es dueño de sus dones y ha juzgado conveniente otorgar a las almas
libre albedrío.
No
faltarán decepciones. Dios mismo, por más que posea la llave de los corazones, no
penetra por la fuerza, se detiene a la puerta y llama. Mas he aquí el misterio
de la gracia y de la correspondencia: el uno se apresura, el otro rehúsa abrir;
muchos no ponen atención, y con harta frecuencia Dios queda fuera.
Nuestro dulce Salvador, el bienhechor y el amigo por excelencia, ha venido a
sus dominios y los suyos no le han recibido, sino que los mal intencionados
tratan de sorprenderle en sus palabras y discursos; la multitud se retira,
Judas le traiciona, los demás Apóstoles huyen y, cuando cae bajo los golpes de
sus enemigos, su Iglesia no es sino frágil arbolillo combatido por la
tempestad. Los discípulos no han de ser más que su Maestro: a pesar de los
prodigios que obran, los Apóstoles terminan por dejarse matar, dejando un
rebaño, débil aún, en medio de lobos; si algunos santos han conseguido los
éxitos más brillantes, otros, y no de los menores, han fracasado en apariencia
y hasta el fin. Para no citar sino a San Alfonso, diremos que sus primeros discípulos
le abandonan y, en lo sucesivo, ¡cuántos otros que se marchan o han de ser
eliminados! Dos de ellos llegan al extremo de confabularse para desacreditarle
ante el Soberano Pontífice y hacer que le expulsase de la Orden. Todos estos contratiempos
eran necesarios para elevar al fundador a la cumbre de la santidad, y
establecer su fundación sobre la roca firme del Calvario. Mas, como los
designios de Dios no se manifiestan sino con lentitud, no es pequeña prueba
para un sacerdote celoso ver en peligro las almas, o para un Superior dejar en
una mediocridad a aquellas a las que se proponía conducir a la santidad.
Por
dolorosa que sea la falta de éxito, es preciso ver en ella una permisión de
Dios, recibirla con un tranquilo abandono, y hacerla servir para nuestro
progreso espiritual. Es una de las ocasiones más propicias para abismarnos en
la humildad, desprendernos de la vanagloria y de las consolaciones humanas,
depurar nuestras intenciones y buscar sólo a Dios en el trato con las almas.
Con el Profeta Rey bendeciremos a la Providencia por habemos humillado, pues
con harta frecuencia el éxito ciega, infla y embriaga; hace olvidar que las
conversiones vienen de Dios y que son quizá debidas no a nosotros, sino a un
alma desconocida que ruega y se inmola en secreto. La falta de éxito reduce al
justo sentimiento de la realidad, nos recuerda que somos pobres instrumentos,
nos invita a entrar en nosotros mismos; y si fuere necesario, a corregir
nuestros deseos, rectificar nuestros métodos, renovar nuestro celo e insistir
en la oración. Porque si nuestra negligencia y nuestras faltas han contribuido
al mal, es preciso no sólo borrarlas por la penitencia, sino reparar sus consecuencias
en la medida posible, redoblar el celo, la oración, el sacrificio.
No
debe, sin embargo, esta humilde resignación entibiar nuestro ardor. Cuando las
almas no corresponden a nuestros cuidados, «lloremos -dice San Francisco de
Sales-, suspiremos, oremos por ellas con el dulce Jesús, que después de haber
derramado lágrimas abundantes durante toda su vida por los pecadores, murió por
fin con los ojos anublados por el llanto y el cuerpo empapado todo en sangre».
Condenado,
vendido, abandonado, hubiera podido conservar su vida y dejarnos en la
obstinación, pero nos amó hasta el fin, mostrando así que la verdadera caridad
no se desanima, segura como está de que ha de triunfar al fin de la más obstinada
resistencia; lo espera todo, porque espera en Dios que todo lo puede. Si la
misericordia se estrella ante Judas, ha, sin embargo, santificado a la
Magdalena, a San Pedro, a San Agustín, a todos los santos penitentes. La
humildad, que nos revela nuestras miserias y nuestras faltas, nos muestra con
evidencia las dificultades de la virtud y nos inspira profunda compasión hacia
las almas aún débiles. «¿Qué sabemos -añade el dulce Obispo de Ginebra- si el
pecador hará penitencia y conseguirá la salvación? En tanto conservemos la
esperanza (y mientras hay vida, hay esperanza), jamás hemos de rechazarle, sino
más bien orar por él, y le ayudaremos en cuanto su desdicha lo permita.»
Después
de todo, si las almas defraudan nuestras esperanzas, como nosotros nada hayamos
escatimado, para su bien, no hemos de responder de su pérdida, pues hemos cumplido
con el deber, hemos glorificado a Dios y regocijado su misericordioso corazón
en lo que a nosotros se refiere. En estas condiciones, el sentimiento de
nuestra insuficiencia o de nuestras responsabilidades nada tienen que
inquietarnos.
Asimismo
lo asegura Nuestro Padre San Bernardo en su carta al beato Balduino, su
discípulo: Se os pedirá -le dice- «lo que tenéis y no lo que no tenéis. Estad
preparados para responder, pero sólo del talento que os ha sido confiado, y en
cuanto a lo demás estad tranquilo. Dad mucho, si mucho habéis recibido, y poco,
si poco es lo que tenéis... Dad todo, porque se os pedirá todo hasta el último
óbolo; pero por supuesto, lo que tenéis y no lo que no tenéis».
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