Santa Mónica madre de San Agustín
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LIBRO OCTAVO
1, 1.
¡Dios mío!, que yo te recuerde en acción de gracias y confiese tus misericordias
sobre mí. Que mis huesos se empapen de tu amor y digan: Señor: ¿quién semejante
a ti? Rompiste mis ataduras; te sacrificaré yo un sacrificio de alabanza.
Contaré cómo las rompiste, y todos los que te adoran dirán cuando lo oigan:
Bendito sea el Señor, en el cielo y en la tierra, grande y admirable es el
nombre suyo.
Tus
palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía
cercado por ti. Cierto estaba de tu vida eterna, aunque no la viera más que en
enigma y como en espejo, y así no tenía ya la menor duda sobre la sustancia
incorruptible, por proceder de ella toda sustancia; ni lo que deseaba era estar
más cierto de ti, sino más estable en ti.
En
cuanto a mi vida temporal, todo eran vacilaciones, y debía purificar mi corazón
de la vieja levadura, y hasta me agradaba el camino el Salvador mismo, pero
tenía pereza de caminar por sus estrecheces.
Tú me
inspiraste entonces la idea - que me pareció excelente – de dirigirme a
Simpliciano, que aparecía a mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que
brillaba tu gracia. Había, oído también de él que desde su juventud vivía
devotísimamente y como entonces era ya anciano, parecíame que en edad tan
larga, empleada en el estudio de tu vida estaría muy experimentado y muy
instruido en muchas cosas, y verdaderamente, así era. Por eso quería yo
conferir con él mis inquietudes, para que me indicase qué método de vida sería
el más a propósito en aquel estado de ánimo en que yo me encontraba para
caminar por tu senda.
2.
Porque veía yo llena a tu Iglesia y que uno iba por un camino y otro por otro.
En cuanto a mí, disgustábame lo que hacía en el siglo y me era ya carga
pesadísima, no encendiéndome ya, como solían, los apetitos carnales, con la
esperanza de honores y riquezas, a soportar servidumbre tan pesada; porque
ninguna de estas cosas me deleitaba ya en comparación de tu dulzura y de la
hermosura de tu casa, que ya amaba, mas sentíame todavía fuertemente ligado a
la mujer; y como el Apóstol no me prohibía casarme, bien que me exhortara a
seguir lo mejor al desear vivísimamente que todos los hombres fueran como él, yo,
como más flaco, escogía el partido más fácil, y por esta causa me volvía tardo
en las demás cosas y me consumía con agotadores cuidados por verme obligado a reconocer
en aquellas cosas que yo no quería padecer algo inherente a la vida conyugal, a
la cual entregado me sentía ligado.
Había
oído de boca de la Verdad que hay eunucos que se han mutilado a sí mismos por
el reino de los cielos, bien que añadió que lo haga quien pueda hacerlo. Vanos
son ciertamente todos los hombres en quienes no existe la ciencia de Dios, y
que por las cosas que se ven, no pudieron hallar al que es. Pero ya había
salido de aquella vanidad y la había traspasado, y por el testimonio de la
creación entera te había hallado a ti, Creador nuestro, y a tu Verbo, Dios en
ti y contigo un solo Dios, por quien creaste todas las cosas.
Otro género de impíos hay: el de
los que, conociendo a Dios, no le glorificaron como a tal o le dieron gracias. También había caído yo en él; mas tu diestra me recibió
y me sacó de él y me puso en que pudiera convalecer, porque tú has dicho al
hombre: He aquí que la piedad es la sabiduría y No quieras parecer sabio,
porque los que se dicen ser sabios son vueltos necios.
Ya
había hallado yo, finalmente, la margarita preciosa, que debía comprar con la
venta de todo. Pero vacilaba.
II, 3.
Me encaminé, pues, a Simpliciano, padre de la colación de la gracia bautismal
del entonces obispo Ambrosio, a quien éste amaba verdaderamente como a padre.
Contéle los asendereados pasos de mi error; mas cuando le dije haber leído
algunos libros de los platónicos, que Victorino, retórico en otro tiempo de la
ciudad de Roma - y del cual había oído decir que había muerto cristiano -,
había vertido a la lengua latina, me felicitó por no haber dado con las obras
de otros filósofos, llenas de falacias y engaños, según los elementos de este
mundo, sino con éstos en los cuales se insinúa por mil modos a Dios y su Verbo.
Luego,
para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida los sabios y revelada a los
pequeñuelos, me recordó al mismo Victorino, a quien él había tratado muy
familiarmente estando en Roma, y de quien me refirió lo que no quiero pasar en
silencio. Porque encierra gran alabanza de tu gracia, que debe serte confesada,
el modo como este doctísimo anciano peritísimo en todas las disciplinas
liberales y que había leído y juzgado
tantas
obras de filósofos, maestro de tantos nobles senadores, que en premio de su
preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano
(cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por el sumo); venerador hasta
aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios, a los
cuales se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza romana, mirando
propicios ya «a los dioses monstruos de todo género y a Anubis el ladrador» ,
que en otro tiempo «habían estado en armas contra Neptuno y Venus y contra
Minerva», y a quienes, vencidos, la misma Roma les dirigía súplicas ya, a los
cuales tantos años este mismo anciano Victorino había defendido con voz
aterradora, no se avergonzó de ser siervo de tu Cristo e infante de tu fuente,
sujetando su cuello al yugo de la humildad y sojuzgando su frente al oprobio de
la cruz.
4. ¡Oh
Señor, Señor!, que inclinaste los cielos y descendiste, tocaste los montes y
humearon, ¿de qué modo te insinuaste en aquel corazón? Leía -al decir de
Simpliciano - la Sagrada Escritura e investigaba y escudriñaba curiosísimamente
todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy
en secreto y familiarmente: «¿Sabes que ya soy cristiano?» A lo cual respondía
aquél: «No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea, en
la Iglesia de Cristo». A lo que éste replicaba burlándose: «Pues qué, ¿son
acaso las paredes las que hacen a los cristianos? » Y esto de que «ya era
cristiano» lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas
Simpliciano, oponiéndole siempre aquél «la burla de las paredes».
Y era
que temía ofender a sus amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando
que desde la cima de su babilónica dignidad, como cedros del Líbano aún no
quebrantados por el Señor, habían de caer sobre él sus terribles enemistades.
Pero
después que, leyendo y suplicando ardientemente, se hizo fuerte y temió ser «negado por Cristo
delante de sus ángeles si él temía confesarle delante de los hombres y le
pareció que era hacerse reo de un gran crimen avergonzarse de «los sacramentos
de humildad» de tu Verbo, no avergonzándose de «los sagrados
sacrilegios» de los soberbios demonios, que él, imitador suyo y soberbio, había
recibido, se avergonzó de aquella vanidad y se sonrojó ante la verdad, y de
pronto e improviso dijo a Simpliciano, según éste mismo contaba: «Vamos a la iglesia;
quiero hacerme cristiano.» Este, no cabiendo en sí de alegría, fuese
con él, quien, una vez instruido en los primeros sacramentos de la religión,
«dio su nombre para ser» - no mucho después - regenerado por el bautismo, con admiración
de Roma y alegría de la Iglesia. Veíanle los soberbios y llenábanse de rabia,
rechinaban sus dientes y se consumían; mas tu siervo había puesto en el Señor
Dios su esperanza y no atendía a las vanidades y locuras engañosas.
5. Por
último, cuando llegó la hora de hacer la profesión de fe (que en Roma suele
hacerse por los que van a recibir tu gracia en presencia del pueblo fiel con
ciertas y determinadas palabras retenidas de memoria y desde un lugar
eminente), ofrecieron los sacerdotes a Victorino – decía aquél [Simpliciano]-
que la recitase en secreto, como solía concederse a los que juzgaban que habían
de tropezar por la vergüenza. Más él prefirió confesar su salud en presencia de
la plebe santa. Porque ninguna salud había en la retórica que enseñaba, y, sin
embargo, la había profesado públicamente. ¡Cuánto menos, pues, debía temer ante
tu mansa grey pronunciar tu palabra, él que no había temido a turbas de locos
en sus discursos! Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión,
todos, unos a otros, cada cual según le iba conociendo, murmuraban su nombre
con un murmullo de gratulación - y ¿quién a allí que no le conociera? - y un
grito reprimido salió de la boca de todos los que con él se alegraban:
«Victorino, Victorino.» Presto gritaron por la alegría de verle, mas presto
callaron por el deseo de oírle. Hizo la profesión de la verdadera fe con gran
entereza, y todos querían arrebatarle dentro de sus corazones, y realmente le arrebataban
amándole y gozándose de él, que éstas eran las manos de los que le arrebataban.
III, 6.
¡Dios bueno!, ¿ qué es lo que pasa en el hombre para que se alegre más de la
salud de un alma desahuciada y salvada del mayor peligro que si siempre hubiera
ofrecido esperanzas o no hubiera sido tanto el peligro? También tu, Padre
misericordioso, te gozas más de un penitente que de noventa y nueve justos que
no tienen necesidad de penitencia; y nosotros oímos con grande alegría el
relato de la oveja descarriada, que es devuelta al redil en los alegres hombros
del Buen Pastor ", y el de la dracma, que es repuesta en tus tesoros
después de los parabienes de las vecinas a la mujer que la halló. Y lágrimas
arranca de nuestros ojos el júbilo de la solemnidad de tu casa cuando se lee en
ella de tu hijo menor que era muerto y revivió, había perecido y fue hallado.
Y es
que tú te gozas en nosotros y en tus ángeles, santos por la santa caridad, pues
tú eres siempre el mismo, por conocer
del mismo modo y siempre las cosas que no son siempre ni del mismo modo.
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