jueves, 4 de abril de 2019

Los Sueños De San Juan Bosco Sobre El Infierno.



Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba veo que de repente, ora uno ora otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno.
— ¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía.
—Acércate un poco— me respondió.
Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente. Los lazos colocados en el apenas visibles, semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra.
Yo estaba atónito, y el guía me dijo: — ¿Sabes qué es esto?
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—Un poco de estopa— respondí.
—Te diría que no es nada —añadió—
El respeto humano, simplemente. Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido:
— ¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera?
Y él dijo: —Acércate más; obsérvalo bien y lo verás.
Lo hice y añadí: —Yo no veo nada.
—Mira mejor— me dijo el guía.
Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude comprobar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Y he aquí que después de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí.
Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz y con jaculatorias. Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: — ¿Sabes ya quién es?
— ¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—.
Es el Demonio quien tiende estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el infierno. Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad (impureza), la desobediencia y la soberbia.
A este último iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás.
Y pregunté: — ¿Por qué esta diferencia? —
Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano— me fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc. Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de
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forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr capturarlos. Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a aparecer punzantes espinas. Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De cuando en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar los huesos de las piernas.
Entonces dije anhelante a mí guía: —Querido, las piernas se niegan a sostenerme.
Me encuentro tan falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino que, animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino que había recorrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas.
Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos de espanto, exclamando: —Volvamos atrás, por caridad.
Si seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda emprender después esta subida!
Y el guía me contestó resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte solo?
Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante: — ¿Sin ti cómo podría volver atrás o continuar el viaje?
—Pues bien, sígueme— añadió el guía.
Me levanté y continuamos bajando. El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante nuestro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún.


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