sábado, 20 de abril de 2019

LA PASION DEL SEÑOR. PADRE LUIS DE LA PALMA



SÁBADO  SANTO
Los sacerdotes principales y los fariseos siguieron en su obstinada dureza para no creer, y permanecieron ciegos. No contentos con haber visto morir en la Cruz al que odiaban sin motivo, seguían poniendo todos los medios para borrar su nombre de la memoria de los hombres. Sin embargo, aun muerto, le temían. Los discípulos seguían escondidos por miedo a los sacerdotes, escribas y fariseos; y los fariseos, escribas y sacerdotes tenían miedo de los discípulos de Jesús. Temían que aquellos pocos discípulos, asustados, fueran a pregonar   por   todas   partes  que  aquel   muerto   había   resucitado,   porque   El  lo  dijo, aumentando así, según ellos sus embustes. Los   amigos  se   habían  olvidado  de  la  promesa   de  Jesús,  parecían  no   creer  en   el cumplimiento de su promesa: “al tercer día resucitaré”. En cambio, los enemigos se acordaban bien, y temían que fuese verdad. Y no podían permitir que eso ocurriera, que, de nuevo, todos creyeran en El y restablecieran su título de Rey. Ellos lo habían dicho: “No queremos que ese reine sobre nosotros”. “Al otro día, al siguiente de la preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron   ante   Pilatos”.  No   les  importó  para   eso  que  fuera   sábado  y el  día   más solemne de la Pascua. Solamente les preocupaba su odio contra Jesús, que no permitía dilación.   Los   más   grandes   celadores   de   la   observancia   del   sábado,   que   se escandalizaban de que se curara a un enfermo en sábado, ahora, para calumniar a un muerto,  no  les   importaba   faltar   a  lo  prescrito   por   la   Ley,  a  eso   no   le   llamaban quebrantar el sábado. Su odio sí que podía quebrantar el sábado, la misericordia de Jesús con los pobres y enfermos, no dice el Evangelio que se presentaron “ante Pilatos”. Esta vez no se preocuparon de quedar impuros, no le hicieron bajar al patio del pretorio, sino que entraron dentro. E hipócritamente   le   llamaron   “señor”,   al   que   odiaban   por   ser   representante   de   la dominación   romana   le   llamaron   señor;   así  pretendían   adularle   para   conseguir   su petición.  “Señor,   recordamos   que   este   impostor   dijo   cuando   aún   vivía:   “Al   tercer   día resucitaré”. Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo roben, y digan luego al pueblo: “Resucitó de entre los muertos”, y la última impostura sea peor que la primera”. Señor, las mentiras de ese hombre fueron tantas, que aun después de muerto nos preocupan.   Necesitamos   poner   guardias   en   el   sepulcro.   Es   verdad   que   debíamos haberlo pedido nada más ponerle allí, pero ¿quién puede acordarse de todo? Ahora, dándole vueltas al asunto, nos hemos acordado de que, mientras vivía, dijo al pueblo que  había   de   morir   crucificado,   pero   que   al  tercer   día   iba   a   resucitar.   Así   tenía engañado al pueblo; les hizo creer que era profeta porque les anunció con tiempo que iba a morir en la Cruz, pero ya sabía El que la merecía por sus delitos; y ahora los tiene embaucados con la esperanza de que va a resucitar al tercer día. Pero pronto se desengañarán cuando vean que no resucita al tercer día.
Por esto, Señor, te pedimos que mandes poner guardia en el sepulcro hasta que pase el tercer día porque no nos extrañaría que sus discípulos, para que parezca verdad su mentira, lo roben y luego digan que ha resucitado. No se atreverán a venir a decírnoslo a nosotros, pero lo irán propagando entre la gente ignorante y lo creerán. Es cierto que nosotros no lo creemos ni nos preocupan las habladurías del pueblo; pero no nos deja de preocupar que se extiendan esas mentiras: debemos velar por la fe y la pureza de nuestro pueblo. Fíjate, señor, que eran tantos los que le seguían mientras vivía que llegamos a temer la ruina... moral de nuestro país. Si esto ocurría mientras estaba vivo, ¿qué ocurrirá si engañan al pueblo y todos creen que ha resucitado? El daño sería mucho peor que el de antes. Conviene, señor, prevenir las cosas con prudencia. Te rogamos que pongas guardia en el sepulcro porque aún estamos a tiempo de evitar este grave inconveniente. Pilatos escuchó a los sacerdotes y fariseos y se dio cuenta de que todavía le odiaban. Se sorprendió de que no les bastara con   ver muerto a su enemigo, pero no quiso enemistarse con gente  tan ladina y  odiosa y les concedió lo que  querían. Pero él también lo hizo de una manera muy sagaz y prudente. Pilatos no les negó los soldados que le pedían para que no pudieran decir, si no lo hacía, que los romanos tenían la culpa de lo que sucediese. Pero tampoco dio la orden a los soldados, así no podían decir que los había puesto de acuerdo con los discípulos de Jesús para que les impidieran robar el cuerpo. A tanto tuvo que llegar  la sutileza de Pilatos para no quedar enredado en la maraña de aquellos envidiosos hipócritas. Les dijo: “Tenéis guardia, id y aseguradlo como sabéis”. Ya tenéis guardia, bastante la habéis   usado   para   vuestros   fines;   hasta   mis   soldados   os   obedecen.   Mandadles, vosotros sabéis hacerlo mejor que yo. Parece   que   Pilatos   quería   burlarse  veladamente   de   su crueldad,   con  su  ironía.   Y demostraba también que estaba   harto de ellos y de todo aquel asunto en que le habían envuelto. “Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia”. Ellos mismos fueron con los soldados, quisieron asegurarse por sí mismos. El sepulcro no tenía más que una entrada, solamente por allí podían robar el cuerpo, y   sobre  la entrada  estaba   ya  puesta   una   gran   piedra.  Sin   duda   rodaron   la  piedra,   que   era redonda como una piedra de molino antiguo. Era fácil de hacer correr porque estaba apoyada sobre un declive y José tapó la entrada fácilmente; pero quizá era más difícil destapar la entrada porque había que correr la piedra en sentido contrario al declive, subiéndola por él. Pero lo hicieron para asegurarse de que el cuerpo muerto seguía allí. Luego  volvieron   a   cerrar   y  “sellaron  la   piedra”.  Quizá   lo  hicieran   con  cuerdas,   y poniendo en las ranuras cera con el sello del sanedrín. Y dejaron los muchos soldados que trajeron bien distribuidos: unos junto a la puerta del sepulcro y otros alrededor, para ver al que se acercara y prohibírselo. No era necesaria tanta cosa por miedo a los discípulos, que ni se les había ocurrido juntarse para robar el cuerpo. Tenían miedo de ser vistos en público. Tuvo el Señor que   buscarlos   y   mandarlos   a   llamar,   cuando   resucitó.   Pero   era   necesario,   esta seguridad que pusieron los mismos judíos para que supiéramos bien a ciencia cierta que había resucitado, para que sus mismos enemigos no tuvieran motivo alguno para no creer. Ellos mismos habían buscado sus propios testigos, los soldados, si no les creyeron luego fue sólo culpa suya; fueron los hombres que ellos mismos eligieron quienes les dijeron aquella mañana que Jesús había resucitado, no los discípulos. ¡Desdichados y miserables judíos! -dice San Atanasio-. El que rompió las cadenas de la muerte, ¿no iba a poder romper los sellos de la sepultura? Daos prisa en guardar el sepulcro,   sellad   la  piedra,   poned   soldados,   de   esta  manera   engrandecéis   más   la maravilla de la resurrección; pusisteis centinelas que fueron testigos y pregoneros de la Resurrección del Señor.

La Virgen María espera la Resurrección de su Hijo.
El día anterior la Virgen se había ido del huerto donde enterraron a su Hijo haciéndose a sí misma mucha fuerza para arrancarse de allí. Probablemente vivía durante aquellos días en casa del amigo de Jesús que le cedió el comedor para que celebraran la cena de pascua. Volvió aquella   tarde  camino   de  la   Ciudad. Pasó   de  nuevo  por  el Calvario y   se le removió el corazón de dolor con el recuerdo. Juan la acompañaba. Oscurecía; por las calles donde pasaban había su Hijo arrastrado su dolor con la Cruz a cuestas; pero Juan, al darse cuenta, la llevó por otro sitio a la casa. Mucha gente la reconocía, al pasar, como la Madre del Crucificado a quien vieron llorar al pie de la Cruz. Todos seguían comentando el suceso, y unos le defendían y otros le condenaban; por eso la llevó Juan por un camino más solitario, para que no oyera cosas que la harían sufrir. ¿Quién es ésa?, dirían. Es la madre de Jesús, y hablarían de ella. ¡Pobre madre!, dirían en voz baja. ¡Tener un hijo así...! Otros al verla se detendrían, y se sentirían obligados a decirle alguna palabra de consuelo. Ella lo agradecía emocionada, “guardando todas estas cosas en su corazón”. Llegaron a la casa, y allí, que nadie la miraba, rompió a llorar. Vio la mesa en que había cenado Jesús con sus discípulos, y ninguno de ellos estaba allí, sólo Juan la acompañaba. Dijo que quería retirarse a su habitación. Y se fue a rezar y a llorar a solas, puesto su corazón en Dios, en la esperanza alegre del nuevo día. Vinieron después las otras mujeres y preguntaron por ella; Juan les dijo que estaba en su cuarto y que no la molestaran. La Virgen, sola, esperaba. Sola en su fe, rezaba a Dios. “Dondequiera que esté el cuerpo, allí se congregarán las águilas”. La Virgen, como un águila real, que solía levantar su vuelo a lo más alto y mirar el sol de hito en hito, estaba ahora abrazada al amor de este cuerpo muerto de Jesús. Le parecía todavía ver a su Hijo, allí mismo, donde la noche antes se despidió de ella. Pasaba   por   su   memoria   todo   aquel   día   de   dolor,   yendo   y   viniendo   con   El   a   los tribunales,   la   presencia   de   su   Hijo   cuando   Pilatos   lo   presentó   al   pueblo   azotado, coronado de espinas, sangrando; vio la mirada de su Hijo en aquel encuentro camino del Calvario, las largas horas viéndole morir al pie de la cruz. Se repetía a sí misma la admiración por su silencio, su obediencia al Padre eterno, su amor a los hombres, y todo lo repetía admitiéndolo y grabándolo en su corazón. Recordaba toda aquella cosa extasiada, le venía a la memoria  cada detalle, y lo valoraba como se valora un tesoro, porque aquél era realmente su Tesoro. No podía hacer otra cosa si aquel era su Amor: oía sus gemidos en la Cruz, le llegaba aún   el   eco   de   sus   divinas   palabras,   y   sus   lágrimas   y   su   sangre   parecía   que   le quemaban el corazón. Sus manos y sus pies heridos cuando le bajaron de la Cruz, ¡cómo deseaba abrazarle de nuevo! ¡Pronto! Cuánto tardaban las horas en pasar. Veía cómo se llevaron sus amigos aquel cuerpo muerto, y pedía con lágrimas al Eterno Padre que lo resucitara. Sabía de su Hijo la seguridad que tenía en su Padre Dios, una vez había dicho: “Padre, Yo sé que Tú siempre me escuchas”, creía sin el  menor resquicio de duda que Jesús iba a resucitar, y su alma perdía el dolor y se alegraba en la esperanza   de ver   pronto a   su Hijo   vivo,  y   de abrazarle.   Se llenaba   de  alegría imaginándose ya al Hijo resucitado. Pero luego pensaba en los discípulos de su Hijo que habían huido, y se preocupaba por ellos,   deseaba   tenerlos   cerca,   deseaba   que   estuvieran   presentes   con   Ella   en   la Resurrección de Jesús.
Pasó la noche, y al día siguiente, sábado, decidió resolver su preocupación de la noche anterior y, con maternal solicitud, habló a sus amigas, seguidoras de Jesús. Algunas, como sabemos, eran madres de los apóstoles de Jesús: Salomé, madre de Santiago; María, madre de Santiago el menor y de José, que era discípulo, y estaba también allí la madre de Simón y de Judas Tadeo, que quizá fuera la misma María. Habló con ellas, que como madres, también sentían con la Virgen la cobardía de sus hijos. Decidieron buscarles y encontrarles. ¿Dónde estarían? Quizá  Juan lo supiera,   quizá la Virgen supiera dónde estaba Pedro, pues había ido a Ella para pedirle perdón. Todos volvieron a su Madre. Podían estar contentos y agradecidos de que fuera su Madre quien  intercedía por ellos, y   se había preocupado   de buscarles. Se   sentían avergonzados y le rogaron que perdonara su cobardía, que hablara bien de ellos a Jesús, para que también les perdonara. Su Madre empezó a hablar de otra cosa y les abrazó como a su Hijo. Ni los apóstoles ni los discípulos terminaban de creer en la Resurrección de Jesús. Pero la Virgen, que les vio tan débiles y asustados, intentó animarles y hacerles creer. No podía ver que los hombres que su Hijo había elegido para la conquista del mundo estuvieran tan acobardados y sin fe. Sabía la Virgen María que su Hijo los amaba, le habían contado que la noche del jueves mandó a los que venían a prenderle que les dejaran ir sin molestarles, y, además, había sido nombrada Madre de ellos. Ya les quería hacía tiempo, algunos incluso eran parientes suyos, ¡cómo no les iba a querer y tanto! Mientras el Señor no resucitara, ella era la encargada de esta familia. Ella tenía que proteger con su fe y su esperanza, con el amor de su Hijo, esta naciente Iglesia, débil, asustada. Nació así la Iglesia: al abrigo de nuestra Madre. Pasaron todos el sábado junto a la Virgen María, “descansaron según la Ley”. Todos querrían   saber   cómo   habían   ocurrido   las   cosas   desde   que   ellos   le   abandonaron huyendo. Y ella se lo contaría, les diría cómo su Hijo había sido afrentado y azotado por ellos, cómo había muerto por su amor, y, para animarles a creer, les diría que toda la gente se marchó del Calvario arrepentida, golpeándose el pecho, cómo el centurión romano le llamó Hijo de Dios en voz alta, les recordó que, mañana, iba a resucitar. Pero ellos no acababan de creer, aunque no dijeran nada para no herirla. La Virgen María se había como olvidado de su pena para acudir a la necesidad de los apóstoles, quería que no fueran débiles, que no tuvieran ya miedo, y les  insistía: ¡Mi hijo lo ha dicho, “al tercer día resucitaré”! Aun con todo, ellos no acababan de creer. Ella era la única luz encendida sobre la tierra,   nuestra   esperanza,   en   quien   había   nacido   la   Sabiduría.   Madre   sin   temor, amable, del buen consejo, prudente. Ella era la Virgen fuerte y fiel. Nuestra alegría. El refugio de los pecadores que no acababan de creer.
La Estrella de la mañana, radiante de alegría, vio cómo aquellas mujeres iban camino del sepulcro, aún muy “de madrugada, cuando todavía estaba oscuro”. 
En la habitación, donde se encontraba la Virgen María, se iluminaba con una luz clarísima y en medio de ella ya no era el ángel quien la saludaba sino su Hijo amado quien la consolaba y hablaba con ella iluminándola con palabras que no nos es permitido decir porque este dialogo solo quedo entre los dos. Además no hay lenguaje que sepa explayar lo que en esa habitación donde nuestra Madre tuvo el dulcísimo encuentro con su Hijo quien apareció con toda la majestad de su gloria infinita. 

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