Este
relato fue confirmado por el mismo cura de Ars que contaba, años más tarde, en
la "Providencia" —institución de caridad fundada por él— cómo su
primer guardián, en el presbiterio había tenido miedo: "El pobre Verchére
—decía riendo— estaba todo tembloroso con su fusil.. . ¡No se acordaba más que
lo tenía en la mano!"
Otros testigos
Con la
retirada del carretero, el abate Vianney se dirigió al alcalde quien envió al
presbiterio a dos guardias juntos: su propio hijo Antoine, fuerte muchachón de
veintiséis años, y el jardinero del castillo de Ars, Jean Cotton, de
veinticuatro. Todas las noches durante unos diez días pernoctaron en el
presbiterio. Y éstas fueron sus declaraciones en el proceso de beatificación: "No
oímos ningún ruido — informa Jean Cotton —. No ocurrió lo mismo con el señor
cura que dormía en un departamento contiguo.
Más de
una vez su sueño fue perturbado y nos interpelaba diciendo: ¿Hijos, no oyen
ustedes nada? Le contestábamos que ningún ruido llegaba a nuestros oídos. Con
todo, en cierto momento, oí un ruido semejante al que produce la hoja de un
cuchillo golpeando con rapidez un recipiente con agua... Habíamos dejado nuestros
relojes cerca del espejo del cuarto. «Estoy muy asombrado — nos dijo el señor
cura — porque los relojes de ustedes no se han roto.»"
A
pesar de todo el abate Vianney no se atrevía aún a pronunciarse sobre el origen
y la naturaleza de los ruidos insólitos que oía. Pero por fin se hizo la luz
plena en su espíritu como consecuencia de una nueva experiencia.
Las
calles se hallaban cubiertas de nieve. Era pleno invierno. Súbitamente, en el
transcurso de la noche se oyen gritos en el patio del presbiterio.
"Era
—escribe Catherine Lassagne, que lo sabía por el mismo cura — como un ejército
de austríacos o de cosacos que hablaban confusamente un idioma que él no
comprendía."
Baja,
entonces, abre la puerta, mira la nieve inmaculada en la calle. ¡Ninguna huella
de pasos! Entonces ¡todo este barullo, todos estos rumores de ejércitos que
pasan, no eran más que imaginación! En todo caso, pensó, no hay nada de humano
en todo esto. Pero si no era humano no podía tampoco ser hecho por
"espíritus buenos".
¡Esta
vez, había tenido miedo! Fue el presentimiento de un ataque infernal. Su
convicción estaba hecha:
"Pensé
que era el demonio — decía más tarde a su obispo, monseñor Devie, que lo
interrogaba —, porque tenía miedo: ¡Dios no da miedo!" Desde ese momento
no creyó útil recurrir a protecciones humanas. Despachó a todos los guardianes
y quedó solo frente al Adversario.
El Arpeo
Este
Adversario — es el sentido, lo sabemos ya, de la palabra Diablo o Satán — él lo
llamaba el Arpeo, y hemos dicho por qué cuando ya estuvo seguro de lo que se
trataba adoptó una táctica muy sencilla y muy juiciosa.
"Le
pregunté varias veces — declaró su confesor, el abate Beau —cómo rechazaba
estos ataques. Me contestaba: —Me vuelvo hacia Dios; hago la señal de la Cruz;
dirijo algunas palabras de desprecio al demonio. Por lo demás he advertido que
el ruido es más fuerte y los ataques más frecuentes cuando, al día siguiente,
debe venir a verme un gran pecador."
Esto fue
para el humilde cura, que los pecadores iban a ver desde todos los puntos de la
diócesis y aún mismo desde toda Francia y a veces del extranjero para
confesarse con él, un gran descubrimiento y una maravillosa consolación.
"Tenía
miedo — decíale más tarde a un amigo fiel que declaró luego—, tenía miedo en
los primeros tiempos; no sabía qué era; pero ahora estoy contento. Es una buena
señal: la pesca del día siguiente es siempre excelente."
Y otra
vez: "El diablo me ha perturbado en grande esta noche; mañana tendremos a
mucha gente. . . El Arpeo es muy tonto: me anuncia él mismo la llegada de los
grandes pecadores. . . Está encolerizado: ¡tanto mejor!"
Un ejemplo memorable
Uno de
los ejemplos más notables de estas infestaciones diabólicas es el que se
produjo en ocasión de los ejercicios del jubileo, en diciembre de 1826, en
Saint-Trivier-sur-Moignans.
Esta
pequeña ciudad se halla situada a una docena de kilómetros de Ars. Todos los
sacerdotes de los alrededores se habían dado allí cita para el jubileo que
debía, según se esperaba, atraer a muchas gentes y suscitar numerosas
confesiones.
El
abate Vianney había salido de su casa mucho antes del alba.
Mientras
caminaba rezaba su rosario. Era su arma favorita contra Satán. Cosa
inexplicable en este mes del año, cercano al invierno, alrededor de él se
levantaban fulgores siniestros. El aire parecía en llamas. Veía arder los
arbustos a los lados del camino. Pensó que sería Satán que, previendo los frutos
de salvación que el jubileo iba a producir, intentaba espantarlo. Pero esto no
le impidió proseguir su camino.
Cuando
llegó al presbiterio de Saint-Trivier, empezó sin tardanza la tarea que le era
propia. Por la noche, cuando todo se hallaba en calma en el presbiterio, se
oyeron ruidos inexplicables. Parecían provenir del cuarto del cura de Ars. Sus colegas,
molestos por estos ruidos insólitos, fueron a quejársele. "Es el Arpeo —
repuso él sencillamente—: ¡está enojado por todo el bien que se hace
aquí!" Pero sus colegas no hicieron sino reírse de su seguridad:
"Usted no come, no duerme —le dijeron—, le zumba la cabeza, ¡las ratas le
corren por el cerebro! . . ." Y en los días siguientes las bromas
arreciaron. Pero una noche que los reproches se hicieron más vehementes no dijo
nada. Apenas se había acostado cuando se oyó el ruido como de un carruaje muy cargado
que hacía temblar el presbiterio. Todos se levantaron aterrados.
Mientras
se preguntaban de dónde podía venir semejante barullo, se oyó en el cuarto del
cura de Ars un escándalo tal que el cura del lugar, Benoit, exclamó:
"¡Están asesinando al cura de Ars!" En seguida, todos se dirigieron a
la habitación y abrieron la puerta. ¿Y qué vieron? El abate Vianney estaba
tranquilamente acostado en su cama, pero manos desconocidas lo habían empujado
hasta el centro del cuarto. En ese momento, se despertó para decirles
tranquilamente: "Es el Arpeo el que me ha arrastrado hasta aquí y que ha
hecho todo este estruendo. . . No es nada. . . ciento no haberlos prevenido.
Pero
es buena señal: mañana habrá aquí un pez gordo."
Se
preguntaron de cual "pez" se trataría.
Sus
compañeros lo embromaron un poco temiendo lo que llamaban sus
"alucinaciones". Sin embargo no se había equivocado. Lo vieron bien
cuando un personaje de la región que todos sabían alejado de las prácticas
religiosas, el caballero de Murs, entró en la iglesia y se dirigió directamente
al confesionario del cura de Ars.
Esta
conversión hizo una impresión enorme en toda la provincia.
Desde
ese momento, uno de los críticos más agresivos con respecto al abate Vianney empezó
a considerarlo como "un gran santo".
Otras manifestaciones
Las
infestaciones de Satán siguieron produciéndose durante largos años. Ora el
santo cura Je Ars sufría solo los ataques. Ora el Demonio intentaba perturbar
las almas de quienes lo rodeaban. Las directoras y las huérfanas de la
"Providencia", esa magnífica institución fundada por el cura de Ars,
oyeron, ciertas noches, ruidos extraños. O si no el demonio empleaba sus tretas
con esa comunidad: "Cierto día — declaró más tarde en el proceso de beatificación
Marie Filliat —, después de haber lavado la marmita, la había llenado de agua
para hacer la sopa. Vi en el agua unos pedacitos de carne.
Era
día de abstinencia. Vacié bien la marmita, la lavé y volví a echarle agua.
Cuando la sopa estuvo pronta para servirla vi que se habían mezclado pedacitos
de carne. El señor cura cuando lo enteré me dijo: «Es el diablo quien ha hecho
eso. Sirva igualmente la sopa.»"
Como
puede verse, el cura de Ars no se perturbaba. Su buen sentido permanecía
inalterado y su confianza en Dios lo ponía fuera del alcance de Satán. Cierto
día que le preguntaron si nunca tenía miedo respondió simplemente: "¡Uno
se acostumbra a todo! . . . El Arpeo y yo somos casi camaradas"
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