XI. El sepulcro.
21.
Pero ¿cómo sabemos que Cristo pudo borrar los pecados? Nosotros lo sabemos
ciertamente, porque es Dios y porque puede todo lo que quiere. Pero ¿de dónde
conocemos que es Dios? Sus milagros son de una prueba convincente. Pues sin hablar
de los oráculos de los profetas y del testimonio que nos fue dado por la voz
del Padre, que se hizo oír con magnificencia desde el cielo por medio de gloria
brillante, hace cosas que son imposibles a otro. Si Dios
está a nuestro favor, ¿quién podrá estar en contra? Si Dios nos justifica,
¿quién nos podrá condenar?
Si al mismo Dios es, no a otro, a quien confesamos nuestras culpas
cada día: Contra ti sólo pequé, ¿quién mejor, o más bien, qué otro nos
podrá condonar el pecado cometido contra Él? ¿No lo podrá hacer Él, que todo lo
puede? Incluso yo, si quiero, puedo perdonar el mal cometido contra mí; ¿y Dios
no podrá perdonar lo que se ha hecho contra Él? Si es todopoderoso para
perdonar los pecados y el único que lo puede hacer, puesto que han sido
cometidos sólo contra él, en verdad es bienaventurado aquel a quien no imputa
su pecado. Así, ¿veis claramente como Cristo pudo perdonar los pecados por el
poder de su divinidad? 22. ¿Quién puede dudar que quiere perdonarlos? ¿Pensáis
que aquel Señor que se revistió de nuestra carne y que quiso padecer nuestra
muerte podrá negarnos su justicia? Se encarnó voluntariamente, padeció
voluntariamente, fue crucificado porque lo quiso... ¿nos privará de su
misericordia? No; nos manifestó que lo quiere por su humanidad lo que, nos
consta, puede por su divinidad. Pero ¿de dónde sacamos nosotros la seguridad de
que destruyó a la muerte? De que la sufrió sin tenerla merecido. ¿Y con qué
razón se nos pediría por segunda vez una deuda que Él mismo pagó ya por
nosotros? Aquel mismo Señor que borró la deuda del pecado, dándonos su justicia,
satisfizo plenamente la deuda de la muerte y nos dio la vida. Así, la vida retornó
por la propia muerte y la justicia fue restablecida por la destrucción del
pecado, puesto que, por la muerte de Cristo, la muerte fue puesta en fuga
siéndonos dada su justicia. Pero ¿cómo pudo morir lo que era Dios? La respuesta
es muy fácil: porque también era hombre. ¿Y cómo la muerte de este hombre pudo
valer para la de otro? Muy bien pudo, porque también era justo. En verdad,
porque era hombre pudo morir, y porque era justo no murió inútilmente. Es
cierto que un hombre manchado de pecado no puede liquidar por otro la deuda de
la muerte, puesto que cada uno muere por sí mismo.
Pero
aquél que no está obligado a morir por culpa personal, ¿tiene que morir en vano
por otro? En verdad, cuanto más indigno sea que muera aquél que no mereció la
muerte, tanto más justo es que viva aquél por quien se muere.
23.
Pero “¿qué
justicia hay”, dice, “en que el inocente muera por el culpable?” Ésta
no es justicia, sino misericordia. Si fuese justicia no moriría gratuitamente,
sino por pagar una deuda. Y si muriese para pagar una deuda personal, el en
verdad moriría, pero aquél por quien iba a morir no viviría. Pero si no hay
estricta justicia en esto, tampoco nada va contra la justicia; de lo contrario,
sería imposible a la vez justo y misericordioso. Pero, “aunque el justo pueda,
sin injusticia, pagar por el pecador, ¿cómo uno solo puede pagar por muchos?
Porque parece propio de la justicia que la muerte de uno no pueda devolver la
vida más que a otro”. Escucha la respuesta del Apóstol: Así como por el pecado de uno sólo se condenaron todos los
hombres, así por la justicia de uno sólo los hombres reciben la justificación
de la vida. Pues del mismo modo en que todos se hicieron pecadores por la
desobediencia de un único hombre, así todos serán justos por la obediencia de
uno sólo. Pero si se puede restituir la justicia a muchos, ¿acaso no
podrá devolverles la vida? La muerte
entró por un hombre en el mundo, dice el Apóstol, otro hombre trajo la
resurrección; y así como todos murieron en Adán, así todos serán vivificados
por Cristo. Si pecando sólo uno todos se hicieron culpables;
¿la obediencia de otro no podrá aprovechar más que a uno sólo? ¿Es posible que
la justicia de Dios sea menos poderosa para socorrer que para condenar? ¿O que
Adán tuviese más poder para el mal que Jesucristo para el bien? El pecado de
Adán me será imputado; ¿y la justicia de Cristo no me aprovechará nada? Me
perdió la desobediencia del primero; ¿no me servirá de nada la obediencia del
segundo? 24. “Pero hay muchas razones, dices, para que todos contrajésemos la
culpa de Adán, puesto que todos pecamos en él, por cuanto que estábamos todos
en él cuando pecó, y fuimos generados en su carne por la concupiscencia de la
carne”. Pero ¿quién duda que el nacimiento, según el espíritu, que nosotros
tuvimos de Dios no sea mucho más íntimo que aquél que tuvimos de Adán, según la
carne, e incluso estuvimos en Cristo, según este espíritu, mucho antes de que
estuviésemos en Adán según la carne? ¡Pero con tal de que confiemos formar
parte del número dichoso de aquellos de quien el Apóstol afirma: Antes de la creación del mundo nos eligió
con Él, es decir, con el Padre en el Hijo. El evangelista San
Juan testimonia también nuestro nacimiento en Dios cuando dice: No de linaje humano, ni por impulso de la carne, ni por deseo
de varón, sino que nacen de Dios. Y dice igualmente en una epístola: El nacido de
Dios no peca, porque la generación celeste lo conserva. “Pero la concupiscencia
carnal, dices, testimonia nuestro origen carnal, y el pecado que sentimos en la
carne pone de manifiesto que, según la carne, descendemos de la carne de un
pecador. Convengo en esta verdad; pero esta generación espiritual se hace
sentir en el corazón, y no en la carne, a aquellos solamente que pueden decir
con San Pablo: Nosotros tenemos el sentido y el
espíritu de Cristo. En el cual conocen también que han realizado un progreso
tan grande, que no temen decir con toda la confianza posible: Su espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos
hijos de Dios. Y aún: Nosotros no
recibimos el espíritu del mundo, sino el espíritu que viene de Dios, para así
conocer los dones que nos ha hecho. Por el espíritu que es de Dios
se difunde en nuestros corazones el amor, de la misma manera que por la carne,
que viene de Adán, penetra en nosotros la concupiscencia. Es así como esta, que
desciende del progenitor de nuestros cuerpos, no se aleja jamás de la carne
durante la vida mortal, así el amor que procede del Padre de los espíritus
permanece para siempre en la voluntad de los hijos, al menos de los perfectos.
25.
Por tanto, si nacemos de Dios y fuimos elegidos en Cristo, no sería justo que nuestro
origen humano y terreno fuese más eficaz para dañar que la divina y celestial para
hacer bien, que la procreación carnal supere al designio de Dios y que la concupiscencia
carnal, heredada en el tiempo, anule el eterno designio de Dios? Pero si la
muerte entró por un hombre, ¿por qué razón un solo hombre, y qué Hombre, no podrían
darnos una vida superior? Si todos morimos en Adán, ¿por qué no vamos a revivir
todos en Cristo con mayor vitalidad? No es lo mismo
el delito que la gracia; porque hemos sido condenados en el juicio de Dios por
un único pecado, mientras que somos justificados por la gracia después de
muchos pecados. Es verdad, pues, que Cristo
pudo perdonar los pecados porque es Dios, y pudo morir porque es hombre; muriendo,
pudo satisfacer la deuda que teníamos de morir, porque es justo. De este modo,
Él sólo fue capaz de devolver a todos los hombres la justicia y la vida, puesto
que de un único hombre se propagará a todos el pecado y la muerte.
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