martes, 8 de enero de 2019

SAN BERNARDO: DE LAUDE NOVAE MILITIAE AD MILITES TEMPLI.




XI. El sepulcro.
21. Pero ¿cómo sabemos que Cristo pudo borrar los pecados? Nosotros lo sabemos ciertamente, porque es Dios y porque puede todo lo que quiere. Pero ¿de dónde conocemos que es Dios? Sus milagros son de una prueba convincente. Pues sin hablar de los oráculos de los profetas y del testimonio que nos fue dado por la voz del Padre, que se hizo oír con magnificencia desde el cielo por medio de gloria brillante, hace cosas que son imposibles a otro. Si Dios está a nuestro favor, ¿quién podrá estar en contra? Si Dios nos justifica, ¿quién nos podrá condenar? Si al mismo Dios es, no a otro, a quien confesamos nuestras culpas cada día: Contra ti sólo pequé, ¿quién mejor, o más bien, qué otro nos podrá condonar el pecado cometido contra Él? ¿No lo podrá hacer Él, que todo lo puede? Incluso yo, si quiero, puedo perdonar el mal cometido contra mí; ¿y Dios no podrá perdonar lo que se ha hecho contra Él? Si es todopoderoso para perdonar los pecados y el único que lo puede hacer, puesto que han sido cometidos sólo contra él, en verdad es bienaventurado aquel a quien no imputa su pecado. Así, ¿veis claramente como Cristo pudo perdonar los pecados por el poder de su divinidad? 22. ¿Quién puede dudar que quiere perdonarlos? ¿Pensáis que aquel Señor que se revistió de nuestra carne y que quiso padecer nuestra muerte podrá negarnos su justicia? Se encarnó voluntariamente, padeció voluntariamente, fue crucificado porque lo quiso... ¿nos privará de su misericordia? No; nos manifestó que lo quiere por su humanidad lo que, nos consta, puede por su divinidad. Pero ¿de dónde sacamos nosotros la seguridad de que destruyó a la muerte? De que la sufrió sin tenerla merecido. ¿Y con qué razón se nos pediría por segunda vez una deuda que Él mismo pagó ya por nosotros? Aquel mismo Señor que borró la deuda del pecado, dándonos su justicia, satisfizo plenamente la deuda de la muerte y nos dio la vida. Así, la vida retornó por la propia muerte y la justicia fue restablecida por la destrucción del pecado, puesto que, por la muerte de Cristo, la muerte fue puesta en fuga siéndonos dada su justicia. Pero ¿cómo pudo morir lo que era Dios? La respuesta es muy fácil: porque también era hombre. ¿Y cómo la muerte de este hombre pudo valer para la de otro? Muy bien pudo, porque también era justo. En verdad, porque era hombre pudo morir, y porque era justo no murió inútilmente. Es cierto que un hombre manchado de pecado no puede liquidar por otro la deuda de la muerte, puesto que cada uno muere por sí mismo.
Pero aquél que no está obligado a morir por culpa personal, ¿tiene que morir en vano por otro? En verdad, cuanto más indigno sea que muera aquél que no mereció la muerte, tanto más justo es que viva aquél por quien se muere.

23. Pero “¿qué justicia hay”, dice, “en que el inocente muera por el culpable?” Ésta no es justicia, sino misericordia. Si fuese justicia no moriría gratuitamente, sino por pagar una deuda. Y si muriese para pagar una deuda personal, el en verdad moriría, pero aquél por quien iba a morir no viviría. Pero si no hay estricta justicia en esto, tampoco nada va contra la justicia; de lo contrario, sería imposible a la vez justo y misericordioso. Pero, “aunque el justo pueda, sin injusticia, pagar por el pecador, ¿cómo uno solo puede pagar por muchos? Porque parece propio de la justicia que la muerte de uno no pueda devolver la vida más que a otro”. Escucha la respuesta del Apóstol: Así como por el pecado de uno sólo se condenaron todos los hombres, así por la justicia de uno sólo los hombres reciben la justificación de la vida. Pues del mismo modo en que todos se hicieron pecadores por la desobediencia de un único hombre, así todos serán justos por la obediencia de uno sólo. Pero si se puede restituir la justicia a muchos, ¿acaso no podrá devolverles la vida? La muerte entró por un hombre en el mundo, dice el Apóstol, otro hombre trajo la resurrección; y así como todos murieron en Adán, así todos serán vivificados por Cristo. Si pecando sólo uno todos se hicieron culpables; ¿la obediencia de otro no podrá aprovechar más que a uno sólo? ¿Es posible que la justicia de Dios sea menos poderosa para socorrer que para condenar? ¿O que Adán tuviese más poder para el mal que Jesucristo para el bien? El pecado de Adán me será imputado; ¿y la justicia de Cristo no me aprovechará nada? Me perdió la desobediencia del primero; ¿no me servirá de nada la obediencia del segundo? 24. “Pero hay muchas razones, dices, para que todos contrajésemos la culpa de Adán, puesto que todos pecamos en él, por cuanto que estábamos todos en él cuando pecó, y fuimos generados en su carne por la concupiscencia de la carne”. Pero ¿quién duda que el nacimiento, según el espíritu, que nosotros tuvimos de Dios no sea mucho más íntimo que aquél que tuvimos de Adán, según la carne, e incluso estuvimos en Cristo, según este espíritu, mucho antes de que estuviésemos en Adán según la carne? ¡Pero con tal de que confiemos formar parte del número dichoso de aquellos de quien el Apóstol afirma: Antes de la creación del mundo nos eligió con Él, es decir, con el Padre en el Hijo. El evangelista San Juan testimonia también nuestro nacimiento en Dios cuando dice: No de linaje humano, ni por impulso de la carne, ni por deseo de varón, sino que nacen de Dios. Y dice igualmente en una epístola: El nacido de Dios no peca, porque la generación celeste lo conserva. “Pero la concupiscencia carnal, dices, testimonia nuestro origen carnal, y el pecado que sentimos en la carne pone de manifiesto que, según la carne, descendemos de la carne de un pecador. Convengo en esta verdad; pero esta generación espiritual se hace sentir en el corazón, y no en la carne, a aquellos solamente que pueden decir con San Pablo: Nosotros tenemos el sentido y el espíritu de Cristo. En el cual conocen también que han realizado un progreso tan grande, que no temen decir con toda la confianza posible: Su espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y aún: Nosotros no recibimos el espíritu del mundo, sino el espíritu que viene de Dios, para así conocer los dones que nos ha hecho. Por el espíritu que es de Dios se difunde en nuestros corazones el amor, de la misma manera que por la carne, que viene de Adán, penetra en nosotros la concupiscencia. Es así como esta, que desciende del progenitor de nuestros cuerpos, no se aleja jamás de la carne durante la vida mortal, así el amor que procede del Padre de los espíritus permanece para siempre en la voluntad de los hijos, al menos de los perfectos.
25. Por tanto, si nacemos de Dios y fuimos elegidos en Cristo, no sería justo que nuestro origen humano y terreno fuese más eficaz para dañar que la divina y celestial para hacer bien, que la procreación carnal supere al designio de Dios y que la concupiscencia carnal, heredada en el tiempo, anule el eterno designio de Dios? Pero si la muerte entró por un hombre, ¿por qué razón un solo hombre, y qué Hombre, no podrían darnos una vida superior? Si todos morimos en Adán, ¿por qué no vamos a revivir todos en Cristo con mayor vitalidad? No es lo mismo el delito que la gracia; porque hemos sido condenados en el juicio de Dios por un único pecado, mientras que somos justificados por la gracia después de muchos pecados. Es verdad, pues, que Cristo pudo perdonar los pecados porque es Dios, y pudo morir porque es hombre; muriendo, pudo satisfacer la deuda que teníamos de morir, porque es justo. De este modo, Él sólo fue capaz de devolver a todos los hombres la justicia y la vida, puesto que de un único hombre se propagará a todos el pecado y la muerte.


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