SOBRE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
1.
María en los planes de Dios.
El
inefable Dios, cuya conducta es misericordia y verdad, cuya voluntad es
omnipotencia y cuya sabiduría alcanza de límite a límite con fortaleza y
dispone suavemente todas las cosas, habiendo, previsto desde toda la eternidad
la ruina lamentabilísima de todo el género humano, que había de provenir de la
transgresión de Adán, y habiendo decretado, con plan misterioso escondido desde
la eternidad, llevar al cabo la primitiva obra de su misericordia, con plan
todavía más secreto, por medio de la encarnación del Verbo, para que no
pereciese el hombre impulsado a la culpa por la astucia de la diabólica maldad
y para que lo que iba a caer en el primer Adán fuese restaurado más felizmente
en el segundo, eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una
Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de ella, naciese, en la dichosa
plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las
criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia. Por lo
cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales
carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los
ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de
pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y
santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede
imaginar fuera de Dios.
Y, por
cierto era convenientísimo que brillase siempre adornada de los resplandores de
la perfectísima santidad y que reportase un total triunfo de la antigua
serpiente, enteramente inmune aun de la misma mancha de la culpa original, tan
venerable Madre, a quien Dios Padre dispuso dar a su único Hijo, a quien ama
como a sí mismo, engendrado como ha sido igual a sí de su corazón, de tal
manera que naturalmente fuese uno y el mismo Hijo común de Dios Padre y de la
Virgen, y a la que el mismo Hijo en persona determinó hacer sustancialmente su
Madre y de la que el Espíritu Santo quiso e hizo que fuese concebido y naciese
Aquel de quien él mismo procede.
2.
Sentir de la Iglesia respecto a la concepción inmaculada.
Ahora
bien, la Iglesia católica, que, de continuo enseñada por el Espíritu Santo, es
columna y fundamento firme de la verdad, jamás desistió de explicar, poner de
manifiesto y dar calor, de variadas e ininterrumpidas maneras y con hechos cada
vez más espléndidos, a la original inocencia de la augusta Virgen, junto con su
admirable santidad, y muy en consonancia con la altísima dignidad de Madre de
Dios, por tenerla como doctrina recibida de lo alto y contenida en el depósito
de la revelación. Pues esta doctrina, en vigor desde las más antiguas edades,
íntimamente inoculada en los espíritus de los fieles, y maravillosamente
propagada por el mundo católico por los cuidados afanosos de los sagrados
prelados, espléndidamente la puso de relieve la Iglesia misma cuando no titubeó
en proponer al público culto y veneración de los fieles la Concepción de la
misma Virgen. Ahora bien, con este glorioso hecho, por cierto presentó al culto
la Concepción de la misma Virgen como algo singular, maravilloso y muy distinto
de los principios de los demás hombres y perfectamente santo, por no celebrar
la Iglesia, sino festividades de los santos. Y por eso acostumbró a emplear en
los oficios eclesiásticos y en la sagrada liturgia aún las mismísimas palabras
que emplean las divinas Escrituras tratando de la Sabiduría increada y
describiendo sus eternos orígenes, y aplicarla a los principios de la Virgen,
los cuales habían sido predeterminados con un mismo decreto, juntamente con la
encarnación de la divina Sabiduría.
Y aun
cuando todas estas cosas, admitidas casi universalmente por los fieles,
manifiesten con qué celo haya mantenido también la misma romana Iglesia, madre
y maestra de todas las iglesias, la doctrina de la Concepción Inmaculada de la
Virgen, sin embargo de eso, los gloriosos hechos de esta Iglesia son muy dignos
de ser uno a uno enumerados, siendo como es tan grande su dignidad y autoridad,
cuanta absolutamente se debe a la que es centro de la verdad y unidad católica,
en la cual sola ha sido custodiada inviolablemente la religión y de la cual
todas las demás iglesias han de recibir la tradición de la fe. Así que la misma
romana Iglesia no tuvo más en el corazón que profesar, propugnar, propagar y
defender la Concepción Inmaculada de la Virgen, su culto y su doctrina, de las
maneras más significativas.
3.
Favor prestado por los papas al culto de la Inmaculada.
Muy
clara y abiertamente por cierto testimonian y declaran esto tantos insignes
hechos de los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, a quienes en la
persona del Príncipe de los Apóstoles encomendó el mismo Cristo Nuestro Señor
el supremo cuidado y potestad de apacentar los corderos y las ovejas, de
robustecer a los hermanos en la fe y de regir y gobernar la universal Iglesia.
Ahora bien, nuestros predecesores se gloriaron muy mucho de establecer con su
apostólica autoridad, en la romana Iglesia la fiesta de la Concepción, y darle
más auge y esplendor con propio oficio y misa propia, en los que clarísimamente
se afirmaba la prerrogativa de la inmunidad de la mancha hereditaria, y de
promover y ampliar con toda suerte de industrias el culto ya establecido, ora
con la concesión de indulgencias, ora con el permiso otorgado a las ciudades,
provincias y reinos de que tomasen por patrona a la Madre de Dios bajo el
título de la Inmaculada Concepción, ora con la aprobación de sodalicios,
congregaciones, institutos religiosos fundados en honra de la Inmaculada
Concepción, ora alabando la piedad de los fundadores de monasterios,
hospitales, altares, templos bajo el título de la Inmaculada Concepción, o de los
que se obligaron con voto a defender valientemente la Concepción Inmaculada de
la Madre de Dios. Grandísima alegría sintieron además en decretar que la,
festividad de la Concepción debía considerarse por toda la Iglesia exactamente
como la de la Natividad, y que debía celebrarse por la universal Iglesia con
octava, y que debía ser guardada santamente por todos como las de precepto, y
que había de haber capilla papal en nuestra patriarcal basílica Liberiana
anualmente el día dedicado a la Concepción de la Virgen. Y deseando fomentar
cada día más en las mentes de los fieles el conocimiento de la doctrina de la
Concepción Inmaculada de María Madre de Dios y estimularles al culto y
veneración de la misma Virgen concebida sin mancha original, gozáronse en conceder,
con la mayor satisfacción posible, permiso para que públicamente se proclamase
en las letanías lauretanas, y en él mismo prefacio de la misa, la Inmaculada
Concepción de la Virgen, y se estableciese de esa manera con la ley misma de
orar la norma de la fe. Nos, además, siguiendo fielmente las huellas de tan
grandes predecesores, no sólo tuvimos por buenas y aceptamos todas las cosas
piadosísima y sapientísimamente por los mismos establecidas, sino también,
recordando lo determinado por Sixto IV, dimos nuestra autorización al oficio
propio de la Inmaculada Concepción y de muy buen grado concedimos su uso a la
universal Iglesia.
4.
Débese a los papas la determinación exacta del culto de la Inmaculada
Mas,
como quiera que las cosas relacionadas con el culto está intima y totalmente
ligadas con su objeto, y no pueden permanecer firmes en su buen estado si éste
queda envuelto en la vaguedad y ambigüedad, por eso nuestros predecesores
romanos Pontífices, qué se dedicaron con todo esmero al esplendor del culto de
la Concepción, pusieron también todo su empeño en esclarecer e inculcar su
objeto y doctrina. Pues con plena claridad enseñaron que se trataba de festejar
la concepción de la Virgen, y proscribieron, como falsa y muy lejana a la mente
de la Iglesia, la opinión de los que opinaban y afirmaban que veneraba la
Iglesia, no la concepción, sino la santificación. Ni creyeron que debían tratar
con suavidad a los que, con el fin de echar por tierra la doctrina de la
Inmaculada Concepción de la Virgen, distinguiendo entre el primero o y segundo
instante y momento de la concepción, afirmaban que ciertamente se celebraba la
concepción, mas no en el primer instante y momento. Pues nuestros mismos
predecesores juzgaron que era su deber defender y propugnar con todo celo, como
verdadero Objeto del culto, la festividad de la Concepción de la santísima
Virgen, y concepción en el primer instante. De ahí las palabras verdaderamente
decisivas con que Alejandro VII, nuestro predecesor, declaró la clara mente de
la Iglesia, diciendo: Antigua por cierto es la piedad de los fieles cristianos
para con la santísima Madre Virgen María, que sienten que su alma, en el primer
instante de su creación e infusión en el cuerpo, fue preservada inmune de la
mancha del pecado original, por singular gracia y privilegio de Dios, en
atención a los méritos de su hijo Jesucristo, redentor del género humano, y
que, en este sentido, veneran y celebran con solemne ceremonia la fiesta de su
Concepción. (Const. "Sollicitudo omnium Ecclesiarum", 8 de diciembre
de 1661).
Y,
ante todas cosas, fue costumbre también entre los mismos predecesores nuestros
defender, con todo cuidado, celo y esfuerzo, y mantener incólume la doctrina de
la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios. Pues no solamente no toleraron en
modo alguno que se atreviese alguien a mancillar y censurar la doctrina misma,
antes, pasando más adelante, clarísima y repetidamente declararon que la
doctrina con la que profesamos la Inmaculada Concepción de la Virgen era y con
razón se tenía por muy en armonía con el culto eclesiástico y por antigua y
casi universal, y era tal que la romana Iglesia se había encargado de su
fomento y defensa y que era dignísima que se le diese cabida en la sagrada
liturgia misma y en las oraciones públicas
5. Los
papas prohibieron la doctrina contraria.
Y, no
contentos con esto, para que la doctrina misma de la Concepción Inmaculada de
la Virgen permaneciese intacta, prohibieron severamente que se pudiese defender
pública o privadamente la opinión contraria a esta doctrina y quisieron acabar
con aquella a fuerza de múltiples golpes mortales. Esto no obstante, y a pesar
de repetidas y clarísimas declaraciones, pasaron a las sanciones, para que
estas no fueran vanas. Todas estas cosas comprendió el citado predecesor
nuestro Alejandro VII con estas palabras:"Nos, considerando que la Santa
Romana Iglesia celebra solemnemente la festividad de la Inmaculada siempre
Virgen María, y que dispuso en otro tiempo un oficio especial y propio acerca
de esto, conforme a la piadosa, devota, y laudable práctica que entonces emanó
de Sixto IV, Nuestro Predecesor: y queriendo, a ejemplo de los Romanos
Pontífices, Nuestros Predecesores, favorecer a esta laudable piedad y devoción
y fiesta, y al culto en consonancia con ella, y jamás cambiado en la Iglesia
Romana después de la institución del mismo, y (queriendo), además, salvaguardar
esta piedad y devoción de venerar y celebrar la Santísima Virgen preservada del
pecado original, claro está, por la gracia proveniente del Espíritu Santo; y
deseando conservar en la grey de Cristo la unidad del espíritu en los vínculos
de la paz (Efes. 4, 3), apaciguados los choques y contiendas y, removidos los
escándalos: en atención a la instancia a Nos presentada y a las preces de los
mencionados Obispos con los cabildos de sus iglesias y del rey Felipe y de sus
reinos; renovamos las Constituciones y decretos promulgados por los Romanos
Pontífices, Nuestro Predecesores, y principalmente por Sixto IV, Pablo V y
Gregorio XV en favor de la sentencia que afirma que el alma de Santa María
Virgen en su creación, en la infusión del cuerpo fue obsequiada con la gracia
del Espíritu Santo y preservada del pecado original y en favor también de la
fiesta y culto de la Concepción de la misma Virgen Madre de Dios, prestado,
según se dice, conforme a esa piadosa sentencia, y mandamos que se observe bajo
las censuras y penas contenidas en las mismas Constituciones.
Y
además, a todos y cada uno de los que continuaren interpretando las mencionadas
Constituciones o decretos, de suerte que anulen el favor dado por éstas a dicha
sentencia y fiesta o culto tributado conforme a ella, u osaren promover una
disputa sobre esta misma sentencia, fiesta o culto, o hablar, predicar, tratar,
disputar contra estas cosas de cualquier manera, directa o indirectamente o con
cualquier pretexto, aún examinar su definibilidad, o de glosar o interpretar la
Sagrada Escritura o los Santos Padres o Doctores, finalmente con cualquier
pretexto u ocasión por escrito o de palabra, determinando y afirmando cosa
alguna contra ellas, ora aduciendo argumentos contra ellas y dejándolos sin
solución, ora discutiendo de cualquier otra manera inimaginable; fuera de las
penas y censuras contenidas en las Constituciones de Sixto IV, a las cuales
queremos someterles, y por las presentes les sometemos, queremos también
privarlos del permiso de predicar, dar lecciones públicas, o de enseñar, y de
interpretar, y de voz activa y pasiva en cualesquiera elecciones por el hecho
de comportarse de ese modo y sin otra declaración alguna en las penas de
inhabilidad perpetua para predicar y dar lecciones públicas, enseñar e
interpretar; y que no pueden ser absueltos o dispensados de estas cosas sino
por Nos mismo o por Nuestros Sucesores los Romanos Pontífices; y queremos
asimismo que sean sometidos, y por las presentes sometemos a los mismos a otras
penas infligibles, renovando las Constituciones o decretos de Paulo V y de
Gregorio XV, arriba mencionados.
Prohibimos,
bajo las penas y censuras contenidas en el Índice de los libros prohibidos, los
libros en los cuales se pone en duda la mencionada sentencia, fiesta o culto
conforme a ella, o se escribe o lee algo contra esas cosas de la manera que
sea, como arriba queda dicho, o se contienen frase, sermones, tratados y disputas
contra las mismas, editados después del decreto de Paulo V arriba citado, o que
se editaren de la manera que sea en lo porvenir por expresamente prohibidos,
ipso facto y sin más declaración."
6.
Sentir unánime de los doctos obispos y religiosos.
Mas
todos saben con qué celo tan grande fue expuesta, afirmada y defendida esta
doctrina de la Inmaculada Concepción de la Virgen Madre de Dios por las
esclarecidísimas familias religiosas y por las más concurridas academias
teológicas y por los aventajadísimos doctores en la ciencia de las cosas
divinas. Todos, asimismo, saben con qué solicitud tan grande hayan abierta y
públicamente profesado los obispos, aun en las mismas asambleas eclesiásticas,
que la santísima Madre de Dios, la Virgen María, en previsión de los
merecimientos de Cristo Señor Redentor, nunca estuvo sometida al pecado, sino
que fue totalmente preservada de la mancha original, y, de consiguiente,
redimida de más sublime manera.
7. El
concilio de Trento y la tradición,
Ahora
bien, a estas cosas se añade un hecho verdaderamente de peso y sumamente
extraordinario, conviene a saber: que también el concilio Tridentino mismo, al
promulgar el decreto dogmático del pecado original, por el cual estableció y
definió, conforme a los testimonios de las sagradas Escrituras y de los Santos
Padres y de los recomendabilísimos concilios, que los hombres nacen manchados
por la culpa original, sin embargo, solemnemente declaró que no era su
intención incluir a la santa e Inmaculada Virgen Madre de Dios en el decreto
mismo y en una definición tan amplia. Pues con esta declaración suficientemente
insinuaron los Padres tridentinos, dadas las circunstancias de las cosas y de
los tiempos, que la misma santísima Virgen había sido librada de la mancha
original, y hasta clarísimamente dieron a entender que no podía aducirse
fundadamente argumento alguno de las divinas letras, de la tradición, de la
autoridad de los Padres que se opusiera en manera alguna a tan grande
prerrogativa de la Virgen.
Y, en
realidad de verdad, ilustres monumentos de la venerada antigüedad de la Iglesia
oriental y occidental vigorosísimamente testifican que esta doctrina de la
Concepción Inmaculada de la santísima, Virgen, tan espléndidamente explicada,
declarada, confirmada cada vez más por el gravísimo sentir, magisterio,
estudio, ciencia y sabiduría de la Iglesia, y tan maravillosamente propagada
entre todos los pueblos y naciones del orbe católico, existió siempre en la
misma Iglesia como recibida de los antepasados y distinguida con el sello de
doctrina revelada.
Pues
la Iglesia de Cristo, diligente custodia y defensora de los dogmas a ella
confiados, jamás cambia en ellos nada, ni disminuye, ni añade, antes, tratando
fiel y sabiamente con todos sus recursos las verdades que la antigüedad ha
esbozado y la fe de los Padres ha sembrado, de tal manera trabaja por limarlas
y pulirlas, que los antiguos dogmas de la celestial doctrina reciban claridad,
luz, precisión, sin que pierdan, sin embargo, su plenitud, su integridad, su
índole propia, y se desarrollen tan sólo según su naturaleza; es decir el mismo
dogma, en el mismo sentido y parecer.
8.
Sentir de los Santos Padres y de los escritores eclesiásticos.
Y por
cierto, los Padres y escritores de la Iglesia, adoctrinados por las divinas enseñanzas,
no tuvieron tanto en el corazón, en los libros compuestos para explicar las
Escrituras, defender los dogmas, y enseñar a los fieles, como el predicar y
ensalzar de muchas y maravillosas maneras, y a porfía, la altísima santidad de
la Virgen, su dignidad, y su inmunidad de toda mancha de pecado, y su gloriosa
victoria del terrible enemigo del humano linaje.
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