Sin embargo, por perfecto que sea nuestro desasimiento de la reputación, nuestro abandono
en Dios en lo a ella referente, no podemos menos de tener un cuidado razonable.
Expresamente
lo recomienda el Sabio; y, por consiguiente, es voluntad de Dios significada.
La buena reputación, dice San Francisco de Sales, «es uno de los fundamentos de
la sociedad humana, sin la cual no sólo somos inútiles al público, sino también
perjudiciales a causa del escándalo que de nosotros recibe; la caridad, pues,
lo exige, y la humildad se complace en que nosotros conservemos y deseemos con
toda diligencia el buen nombre. Además, no deja de ser muy útil para la
conservación de nuestras virtudes, en particular, de las virtudes aún débiles.
La obligación de conservar nuestra reputación y de ser tales que se nos pueda
estimar, estimula a un ánimo generoso con poderosa y dulce violencia. Con todo,
no seamos demasiado apasionados, exigentes y puntillosos para conservarla. El
desprecio de la injuria y de la calumnia es por lo regular un remedio mucho más
saludable que el resentimiento; el desprecio hace que se desvanezcan, y el
resentimiento, al contrario, parece darles consistencia. Es necesario ser
celoso, mas no idólatras de nuestro buen nombre.»
«Renunciemos,
pues, aquella conversación y a aquel trato inútil, aquella amistad frívola,
aquellos modales inconsiderados si ofenden la buena fama, porque el buen nombre
es mucho más estimable que todo vano solaz; pero si murmuran, nos reprenden y
calumnian a causa de los ejercicios de piedad, los progresos en la devoción y
la diligencia en buscar los bienes eternos, dejémoslos hablar, puestos siempre
los ojos en Jesucristo crucificado, que será el protector de nuestra fama. Si
permite que nos la arrebaten, será para devolvernos otra mejor o para hacernos
adelantar en la santa humildad, de la cual una sola onza vale más que mil
libras de honra. Si injustamente somos censurados, opongamos con serenidad la
verdad a la calumnia, y si ésta persevera, perseveremos también nosotros en
humillarnos, pues nunca estará más al abrigo que cuando la ponemos juntamente
con nuestra alma en manos de Dios.
Exceptuemos,
sin embargo, ciertos crímenes tan atroces e infames, que nadie tiene derecho a
sufrir su imputación, cuando de ellos se puede justamente sincerarse.
Exceptuemos,
también ciertas personas de cuya buena reputación depende la edificación de
muchos, porque en estos casos es preciso procurar tranquilamente la reparación
de la ofensa recibida.»
Así
hablaba San Francisco de Sales a su Filotea, y éste era su modo de obrar.
Quería que la dignidad episcopal fuese respetada en su persona, pero era
indiferente en cuanto a su persona concernía tocante a la estima y al
desprecio, y no tanto le preocupaban las alabanzas como los menosprecios.
Defendióse
modestamente de ciertas calumnias que podían comprometer su ministerio, pero,
en general, permanecía insensible a las injurias y juicios desfavorables que
contra él se hicieran; contentándose con reír cuando de ellos se acordaba (lo
que rara vez acontecía). «Los que se quejan de la maledicencia -acostumbraba a
decir- son harto delicados, porque al fin y al cabo es una crucecita de
palabras que lleva el viento; y se necesita tener la piel y los oídos muy
tiernos para no poder sufrir el zumbido y la picadura de una mosca.»
En las
calumnias de mayor importancia, pensaba en el Salvador expirando como un infame
sobre la cruz y entre dos ladrones: «Esta es -decía- la verdadera serpiente de
bronce, cuya vista nos cura de las mordeduras del áspid. Ante este gran
ejemplo, vergüenza habríamos de tener de quejamos, y mayor aún de conservar
resentimientos contra los calumniadores.» Pensaba también en el juicio final
que nos hará completa justicia, e importábale poco entretanto el ser censurado
de los hombres, con tal de agradar a su amado Maestro. Ni siquiera quería se
tomase su defensa: «¿Os he dado el encargo de incomodaros por mí? Dejad que
hablen, pues no es sino una cruz de palabras, una tribulación de viento, y es
posible también que mis detractores vean mis defectos mejor que los que me
aman, siendo de esta manera, más que enemigos, nuestros amigos, puesto que
cooperan a la destrucción del amor propio.» En una palabra, indiferente a las
alabanzas y a los desprecios, se abandonaba en manos de la Providencia,
dispuesto a cumplir su obligación con buena o mala fama, y no deseando otra
reputación, sino la que Dios juzgara conveniente que disfrutara para los
intereses de su servicio.
Aun en
ocasiones en que podían rechazar la calumnia y que hasta parecía imponérselo el
deber, los santos han preferido casi siempre guardar silencio, a ejemplo de
Nuestro Señor durante la Pasión, dejando a la divina justicia el cuidado de
justificarlos si lo juzgaba conveniente. San Gerardo de Mayella, entre otros
muchos, nos ofrece de ello un memorable ejemplo. «Una infame le acusó de un
crimen horrible. Inquieto y turbado, San Alfonso llamó al acusado, le manifestó
la denuncia y le preguntó qué alegaba en contra. Impasible como el mármol,
Gerardo no articuló palabra. Alfonso le privó de la comunión y de toda relación
con los de fuera, y el hermano, sin embargo, no se permitió la menor
murmuración.
Convencidos
de su inocencia, los Padres le instaban a que se justificara: "Hay un Dios
-decía- y a Él le corresponde ocuparse de eso". Y aconsejado de que para
aliviar su martirio pidiese al menos poder comulgar, respondió: "No;
muramos bajo el peso de la divina voluntad". Cincuenta días después,
satisfechos de haber obrado con Gerardo como con su divino Hijo, "el oprobio
de las gentes", declaró su inocencia. La infeliz que le había acusado
retractó su calumnia, declarando haber obrado por inspiración del demonio. El
verse declarado inocente no impresionó más a Gerardo que la acusación, y como
San Alfonso le preguntase por qué había rehusado disculparse, le respondió de
manera sublime diciendo: "Padre mío, ¿no es prescripción de la Regla no
excusarse jamás, sino sufrir en silencio cualquier mortificación?"» Es
verdad que la Regla no le obligaba en aquella circunstancia, y el ejemplo es
más de admirar que de imitar, pero, ¡qué lección para nuestra delicadeza!
Artículo 2º.- Las humillaciones
La
humildad es una virtud capital y su acción altamente beneficiosa. De ella
provienen la fuerza y la seguridad en los peligros, ilusiones y pruebas, pues
sabe desconfiar de sí y orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace
sumisos a los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores; es el
encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace adoptar la actitud más
conveniente ante su majestad y su autoridad, imprime a nuestro continente un
notable parecido con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús,
«manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad personificada? «El humilde
le atrae, el orgulloso le aleja. Al humilde le protege y le libra, le ama y le
consuela, y hacia el humilde se inclina y le colma de gracias, y después del
abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus secretos, le
convida y le atrae dulcemente hacia Si». La palabra del Maestro es categórica:
«El que se humillare será ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce
será humillado».
Si
tenemos, pues, la noble ambición de crecer cada día un tanto en la amistad e
intimidad con Dios, el verdadero secreto de granjeamos sus favores será siempre
rebajarnos por la humildad; secreto en verdad muy poco conocido. Hay quienes no
se preocupan sino de subir, siendo así que ante todo convendría esforzarse por
descender. Cuánto convendría meditar la respuesta tan profunda de Santa Teresa
del Niño Jesús a una de sus novicias: «Encójome cuando pienso en todo lo que he
de adquirir; en lo que habéis de perder, querréis decir, porque estoy viendo
que equivocáis el camino y no llegaréis jamás al término de vuestro viaje.
Queréis subir a una elevada montaña, y Dios os quiere hacer bajar, y os espera
en el fondo del valle de la humildad... El único medio de hacer rápidos
progresos en las vías del amor, es conservarse siempre pequeña.» Muchos son los
caminos que conducen a la humildad.
Confiemos
muy particularmente en los abatimientos, según esta bella expresión de San
Bernardo: «La humillación conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y
el estudio a la ciencia.» ¿Queréis apreciar si vuestra humildad es verdadera?
¿Queréis ver hasta dónde llega, y si avanza o retrocede? Las humillaciones os
lo enseñarán. Bien recibidas, empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia
hacen realizar notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la perfección
en la humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad? -concluye San Bernardo-; no
huyáis del camino de la humillación, porque si no soportáis los abatimientos,
no podéis ser elevados a la humildad.»
Decía
San Francisco de Sales que hay dos maneras de practicar los abatimientos: la
una es pasiva y se refiere al beneplácito divino, y constituye uno de los
objetos del abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios
significada. La mayor parte de las personas no quieren sino ésta, llevando muy
a mal la otra; consienten en humillarse, y no aceptan el ser humilladas; y en
esto se equivocan de medio a medio.
Conviene
sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de dar siempre marcada preferencia a
las prácticas más conformes a nuestra vocación y más contrarias a nuestras
inclinaciones.
San
Francisco de Sales quería que nadie profiriese de sí mismo palabras
despreciativas que no naciesen del fondo del corazón, de otra suerte, «este
modo de hablar es un refinado orgullo. Para conseguir la gloria de ser
considerado como humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al
puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina sin pensarlo a
velas desplegadas por el mar de la vanidad».
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