miércoles, 17 de octubre de 2018

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


El pastor y la oveja
Artículo 5º.- Los empleos

Concluyamos, pues, con San Francisco de Sales, que será mejor no desear nada, sino abandonarnos por completo en las manos de Dios y de su Providencia. «¿A qué fin desear una cosa más que otra? Con tal que agrademos a Dios y amemos su divina voluntad, esto debe bastarnos y de modo especial en religión, en donde la obediencia es la que da valor a todos nuestros ejercicios.» Estemos dispuestos a recibir los cargos que ella nos imponga; «sean honrosos o abyectos yo los recibiré humildemente, sin replicar ni una sola palabra si no fuere preguntado, de lo contrario, diré sencillamente la verdad como lo siento». No es posible dar a Dios testimonio más brillante de amor y de confianza que dejarle disponer de nosotros como El quiera, y decirle: «Mi suerte está en tus manos»; yo vivo tranquilo en este pensamiento y no deseo preocuparme de otra cosa.

Cuando el Superior ha hablado, es Dios quien ha hablado.
Ya no se contenta El con declararnos su beneplácito por los acontecimientos, nos significa también su voluntad por boca de su representante. El Señor tenía ya sobre nosotros derechos absolutos; en la profesión religiosa hemos contraído con El nuevas obligaciones, nos hemos entregado a la Comunidad. El Superior está oficialmente encargado, en nombre de Dios y del Monasterio, de exigir de nosotros lo que hemos prometido; y ¿no es uno de estos sagrados compromisos el de aceptar que el Superior disponga de nosotros según nuestras santas leyes? ¿Que nos deje en nuestro puesto, que nos confíe empleos o nos los quite, siempre cumple con su misión, y nosotros hemos de ser fieles a nuestros compromisos. Ora, consulta, reflexiona y decide en conformidad con su conciencia inspirándose en nuestras Reglas, y de acuerdo con el personal de que puede disponer.
De nadie depende, sino de Dios y de los superiores mayores; y por tanto, no ha de pedirnos permiso, ni siquiera exponernos sus motivos de obrar. Por otra parte, deber suyo es, no menos que interés suyo y nuestro, procurar ante todo el bien de las almas. Además, Dios, que nos asigna un empleo, pondrá su gracia a nuestra disposición, porque no cabe abandono de su parte cuando, dejando a un lado nuestros gustos y repugnancias, vamos con esforzado ánimo a donde El nos quiere.
No tenemos derecho a rechazar un empleo por modesto que sea; pues ninguno hay vil y despreciable sino el orgullo y la falta de virtud. No hay oficio bajo en el servicio del Altísimo; los menores trabajos son de un precio inestimable a sus ojos, cuando se los ennoblece por la fe, el amor y la abnegación. La Santísima Virgen ha superado en mucho a los mismos Serafines, porque ha realzado con las más santas disposiciones las ocupaciones más sencillas. Por otra parte, la Comunidad es un cuerpo que necesita de todo su organismo: necesita una cabeza y precisa también pies y manos; ¿con qué derecho querríamos ser cabeza más bien que pies, y ojos más bien que manos? Desde el momento que nosotros despreciamos un empleo como inferior a nuestros méritos, nos falta la humildad, y ¿no ha querido Dios ponernos precisamente en situación de adquirirla? Y si nosotros le servimos con esforzado ánimo en un oficio a propósito para huir el orgullo del espíritu y la delicadeza de los sentidos, ¿no es darle el testimonio más brillante de nuestro amor y de nuestra abnegación?
No tenemos derecho de rehusar un empleo porque nos parezca superior a nuestros méritos. ¡Extraña humildad la que paralizaría la obediencia y nos haría olvidar nuestros compromisos! Es nuestro Superior quien debe ser juez de nuestras aptitudes y no nosotros; él asume la responsabilidad de elegimos, y nos deja únicamente la de obedecer.
Sin duda, motivo para temer tendríamos si nosotros buscáramos los cargos y se nos confiaran a fuerza de nuestras instancias, mas desde el momento que es Dios quien nos los asigna, El nos prestará también su ayuda. Y, como hemos dicho en el capítulo anterior, es El hábil obrero que sabe ejecutar excelentes obras hasta con pobres instrumentos. Los talentos son preciosos cuando están unidos a la virtud; mas Dios quiere sobre todo que su instrumento sea flexible y dócil, es decir, humilde y obediente, fuera de que Dios no nos exige el acierto, sino que pide se obre lo mejor que se pueda, y con eso se da por satisfecho.
En fin, nosotros no tenemos derecho a rechazar los empleos, alegando con sobrada facilidad el peligro que en ellos pudiera correr nuestra alma, y en ese sentido dice San Ligorio: «No creáis que ante Dios podéis rehusar un cargo a causa de las faltas de que teméis haceros culpables en él. Al entrar en religión se asume la obligación de prestar al Monasterio todos los servicios posibles, mas si el temor de pecar pudiera servirnos de excusa, en él se apoyarían todos, y entonces, ¿con quién contar para el servicio del Monasterio y la administración de la Comunidad? Proponeos ejecutar el beneplácito divino y no os faltará la ayuda de Dios.»
En una palabra, «¿no es mejor dejar a Dios disponer de nosotros según sus miras, atender al empleo que haya tenido a bien imponernos, recibirlo humildemente sin replicar palabra? Pueden, sin embargo, hallarse empleos que superen nuestras fuerzas o demasiado conformes con nuestras naturales inclinaciones, o también peligrosos para nuestra salvación. Entonces nada más conveniente (y a veces nada más necesario) que dar a conocer a nuestros Superiores estas circunstancias que pueden serles desconocidas, lo que ha de hacerse con toda humildad, dulzura y sumisión que la Regla prescribe en semejantes casos. Mas, si a pesar de nuestros respetuosos reparos los Superiores insisten, aceptemos su mandato con amor, juzgando que esto nos es más útil, dispuestos por otra parte a vigilar cuidadosamente sobre nosotros, confiando en la ayuda de la gracia», y fieles en dar cuenta exacta de nuestro proceder.
Terminemos con una observación capital del P. Rodríguez: «Lo que Dios mira y estima en nosotros en esta vida, no es el personaje que representamos en esta vida, no es el personaje que representamos en la Comunidad, uno de superior, otro de predicador, otro de sacristán, otro de portero, sino el buen cobro que cada uno da de su personaje; y así si el coadjutor hace bien su oficio y representa mejor su personaje que el predicador o que el superior el suyo, será más estimado delante de Dios y más premiado y honrado. Por tanto, nadie tenga deseo de otro personaje ni de otro talento, sino procure cada uno representar bien el personaje que le han dado, y emplear bien el talento que ha recibido», de suerte que glorifiquéis a Dios por vuestra santificación. Tendréis, pues, vigilancia en no descuidar, con pretexto de empleo, la regularidad común y la vida interior, sino cumplir vuestro cargo a la luz de la Eternidad, bajo la mirada de Dios, de manteneros en una estricta obediencia y humildad, y de aprovecharos de los deberes y dificultades del empleo para adelantar en la virtud. He aquí lo esencial, lo único necesario, y el beneficio de los beneficios.
Artículo 6º.- Reposo y tranquilidad
Algunos empleos espirituales o temporales, traen consigo el trabajo, la fatiga y los cuidados; no es uno dueño de sí mismo, expuesto como se halla continuamente a ser interrumpido por el primero que se presenta durante el trabajo, la oración, las piadosas lecturas. Otros cargos, por el contrario, sólo exigen una atención relativa y no imponen
apenas ni cuidados ni molestias, sucediendo lo propio, con mayor razón, cuando no se tiene ningún empleo.
El reposo y la tranquilidad facilitan en gran manera la observancia regular y la vida interior, nos colocan en circunstancias favorables para cultivar a nuestras anchas nuestra alma y conservarnos unidos a Dios durante el curso del día. Mas pudiera suceder que nos apegáramos tan desordenadamente, que con dificultad renunciáramos a ello cuando se ponga por medio obligaciones del cargo y bien común. Este amor del reposo y de la tranquilidad, tan legítimo en si, llega en tal caso a ser excesivo; degenera en vulgar egoísmo, y no conoce el desinterés ni el sacrificio, y por lo mismo que apaga la llama de la verdadera caridad, nos hace inútiles para nosotros y para los demás.
El trabajo y los cuidados, las continuas molestias de ciertos cargos, nos proporcionan una inagotable mina de sacrificio y de abnegación; es un perfecto calvario para quien desea morir a si mismo, es una continua inmolación en provecho de todos.
Por el contrario, es muy fácil en este torbellino de los negocios y cuidados descuidar su interior y sobrenaturalizar poco nuestras acciones; y sin embargo, con un poco de trabajo es fácil purificar la intención, elevar con frecuencia el alma a Dios y conservarse suficientemente recogido. Nadie ha estado más ocupado que San Bernardo, Santa Teresa, San Alfonso y tantos otros. Pregúntase cómo han podido hallar, en medio de tantos trabajos y cuidados, oportunidad para componer libros de valor tan inestimable, para consagrarse durante tanto tiempo a la oración y ser perfectísimos contemplativos: sin embargo, lo hicieron.


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