VI,10.
De este modo vine a dar con unos hombres delirantes de
soberbia, carnales y charlatanes, en cuya boca hay lazos diabólicos y
una mezcla viscosa hecha con las sílabas de tu nombre, del de nuestro Señor Jesucristo
y del de nuestro Paráclito y Consolador, el Espíritu Santo. Estos nombres no se
apartaban de sus bocas, pero sólo en el sonido y ruido de la boca, pues en lo
demás su corazón estaba vacío de toda verdad.
Decían:
«¡Verdad! ¡Verdad!», y me lo decían muchas veces, pero Jamás se hallaba en
ellos; más bien decían muchas cosas falsas, no sólo de ti, que eres
verdaderamente la Verdad, sino también de los elementos de este mundo, creación
tuya, a partir de los que debí sobrepasar incluso lo verdadero que dicen los
filósofos, por amor a ti, ¡oh Padre mío sumamente bueno y hermosura de todas
las hermosuras! ¡Oh verdad, verdad!, cuán íntimamente suspiraba entonces por ti
desde las médulas de mi alma, cuando aquéllos te hacían resonar en torno mío
frecuentemente y de muchos modos, si bien sólo de palabras y en sus muchos y
voluminosos libros. Estos eran las bandejas en las que, estando yo hambriento
de ti, me servían en tu lugar el sol y la luna, obras tuyas hermosas, pero al
fin obras tuyas, no tú mismo, y ni aun siquiera de las principales. Porque más
excelentes son tus obras espirituales que estas aquellas primeras, sino de ti
misma, ¡oh Verdad, en quien no hay mudanza alguna ni obscuridad momentánea! Y
continuaban aquéllos sirviéndome en dichas bandejas espléndidos fantasmas,
respecto de los cuales hubiera sido mejor amar este sol, al menos verdadero a
la vista, que no aquellas falsedades que por los ojos del cuerpo engañaban al
alma.
Mas
como las tomaba por ti, comía de ellas, no ciertamente con avidez, porque no me
sabían a ti –que no eras aquellos vanos fantasmas–ni me nutría con ellas, más
bien me sentía cada vez más extenuado. Y es que el alimento que se toma en
sueños, no obstante ser muy semejante al que se toma despierto, no alimenta a
los que duermen, porque están dormidos. Pero aquéllos no eran semejantes a ti
en ningún aspecto, como ahora me lo ha manifestado la verdad, porque eran
fantasmas corpóreos o falsos cuerpos, en cuya comparación son más ciertos estos
cuerpos verdaderos que vemos con los ojos de la carne –sean celestes o
terrenos–tal como las bestias y aves.
Vemos
estas cosas y son más ciertas que cuando las imaginamos, y a su vez, cuando las
imaginamos, más ciertas que cuando por medio de ellas conjeturamos otras
mayores e infinitas, que en modo alguno existen. Con tales quimeras yo me
apacentaba entonces y por eso no me nutría. Mas tú, amor mío, en quien
desfallezco para ser fuerte, ni eres estos cuerpos que vemos, aunque sea en el
cielo, ni los otros que no vemos allí, porque tú eres el Creador de todos
éstos, sin que los tengas por las más altas creaciones de tu mano.
¡Oh,
cuán lejos estabas de aquellos mis fantasmas imaginarios, fantasmas de cuerpos
que no han existido jamás, en cuya comparación son más reales las imágenes de
los cuerpos existentes; y más aún que aquéllas, éstos, los cuales, sin embargo,
no eres tú! Pero ni siquiera eres el alma que da vida a los cuerpos –y como
vida de los cuerpos, mejor y más cierta que los cuerpos–, sino que tú eres la
vida de las almas, la vida de las vidas, que vives por ti misma y no te
cambias: la vida de mi alma.
11.
(...) Porque los versos y la poesía los puedo yo convertir en vianda sabrosa; y
en cuanto al vuelo de Medea, si bien lo recitaba, no lo afirmaba; y si gustaba
de oírlo, no lo creía. Mas aquellas cosas las creí. ¡Ay, ay de mí, por qué
grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y
devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío –a quien me confieso por
haber tenido misericordia de mí cuando aún no te confesaba–, todo por buscarte
no con la inteligencia –con la que quisiste que yo aventajase a las bestias–,
sino con los sentidos de la carne, porque tú estabas dentro de mí, más interior
que lo más íntimo mío y más alto que lo más sumo mío.
VII,12.
No conocía yo lo otro, lo que verdaderamente es; y me sentía como agudamente
movido a asentir a aquellos recios engañadores cuando me preguntaban de dónde
procedía el mal, y si Dios estaba limitado por una forma corpórea, y si tenía
cabellos y uñas, y si habían de ser tenidos por justos los que tenían varias
mujeres al mismo tiempo, y los que causaban la muerte a otros y sacrificaban
animales. Yo, ignorante de estas cosas, me perturbaba con ellas y, alejándome
de la verdad, me parecía que iba hacia ella, porque no
sabía que el mal no es más que privación del bien hasta llegar a la misma nada.
Y ¿cómo lo había yo de saber, si con la vista de los ojos no alcanzaba a ver
más que cuerpos y con la del alma no iba más allá de los fantasmas? Tampoco
sabía que Dios fuera espíritu y que no tenía miembros a lo largo ni a lo ancho,
ni cantidad material alguna, porque la cantidad o masa es siempre menor en la
parte que en el todo, y, aun dado que fuera infinita, siempre sería menor la
contenida en el espacio de una parte que la extendida por el infinito, por lo
demás, no puede estar en todas partes como el espíritu, como Dios. También ignoraba
totalmente qué es aquello que hay en nosotros según lo cual somos y con verdad
se nos llama en la Escritura imagen de Dios.
13. No
conocía tampoco la verdadera justicia interior, que juzga no por la costumbre,
sino por la ley rectísima de Dios omnipotente, según la cual se han de formar
las costumbres de los países y épocas conforme a los mismos países y tiempos; y
siendo la misma en todas las partes y tiempos, no varía según las latitudes y
las épocas. Según la cual fueron justos Abraham, Isaac, Jacob y David y todos
aquellos que son alabados por boca de Dios; aunque los ignorantes, juzgando las
cosas por el módulo humano y midiendo la conducta de los demás por la suya, los
juzgan inicuos. Como si un ignorante en armaduras, que no sabe lo que es propio
de cada miembro, quisiera cubrir la cabeza con las polainas y los pies con el
casco y luego se quejase de que no le venían bien las piezas. O como si otro se
molestase de que en determinado día, mandando guardar de fiesta desde mediodía
en adelante, no se le permitiera vender la mercancía por la tarde que se le
permitió por la mañana; o porque ve que en una misma casa se permite tocar a un
esclavo cualquiera lo que no se consiente al que asiste a la mesa; o porque no
se permite hacer ante los comensales lo que se hace tras los establos; o,
finalmente, se indignase porque, siendo una la vivienda y una la familia, no se
distribuyesen las cosas a todos por igual.
Tales
son los que se indignan cuando oyen decir que en otros siglos se permitieron a
los justos cosas que no se permiten a los justos de ahora, y que mandó Dios a
aquéllos una cosa y a éstos otra, según la diferencia de los tiempos, sirviendo
unos y otros a la misma norma de santidad. Y éstos no se dan cuenta que en un
mismo hombre, y en un mismo día, y en la misma hora, y en la misma casa
conviene una cosa a un miembro y otra a otro y que lo que poco antes fue
lícito, pasado su momento no lo es; y que lo que en una parte se permite,
justamente se prohíbe y castiga en otra.
¿Diremos
por esto que la justicia variable y cambiante? Lo que pasa es que los tiempos
que aquélla preside y rige no caminan iguales, porque son tiempos. Mas los
hombres, cuya vida sobre la tierra es breve, como no saben compaginar las
causas de los siglos pasados y de las gentes que no han visto ni experimentado
con las que ahora ven y experimentan, y, por otra parte, ven fácilmente lo que
en un mismo cuerpo, y en un mismo día, y en una misma casa conviene a cada
miembro, a cada tiempo, a cada parte y a cada persona, condenan las cosas de
aquellos tiempos, en tanto que aprueban las de éstos.
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