«Ved
al pobre Niño en la cueva, que recibe la pobreza, la desnudez,
la compañía de los animales, todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo
cuanto permite su Padre que le venga. No está escrito que haya extendido sus
manos en busca del seno de su Madre, mas no rehúsa los pequeños alivios que
Ella le da. Recibe los servicios de San José, las adoraciones de los reyes y de
los pastores, y todo con la misma igualdad de ánimo. Así nada debemos nosotros
desear ni nada rehusar, sino sufrir y recibir con
igualdad de ánimo todo lo que la Providencia permita que nos suceda.»
«Si se
hubiera preguntado al dulce Niño Jesús llevado en brazos de su Madre, a dónde
iba, ¿no hubiera tenido razón en responder: Yo no voy, es mi Madre la que va
por mí?, y a quien le hubiera preguntado: Pero al menos, ¿no vais Vos con vuestra
Madre?, hubiera podido con razón decirle: No; yo no voy en manera alguna, o si
voy allí donde mi Madre me lleva, no es por mis propios pasos, es por los pasos
de mi Madre que voy. A la manera que mi Madre va por mí, así Ella quiere por mí
y yo la dejo igualmente el cuidado de ir como el de querer. Su voluntad basta para Ella y para mí, sin que yo tenga
querer alguno en lo tocante a ir o venir; no me importa si camina aprisa o
despacio, si va por ésta o la otra parte; no me opongo a su deseo de ir acá o
allá y me contento con estar siempre en sus brazos y mantenerme bien unido a su
amante cuello. »
En su
huida a Egipto, Nuestro Señor, que es la Sabiduría eterna, y que gozaba del
perfecto uso de la razón, no advierte a San José o a su dulcísima Madre nada de
cuanto había de acontecerles. Nada quiso emprender sino por el encargo del ángel
Gabriel que había sido destinado por el Padre para anunciar el misterio de la
Encarnación, para ser desde entonces como el ecónomo general de la Sagrada
Familia, para cuidar de ella en los diversos acontecimientos. Este Niño Todopoderoso,
pero manso y humilde de corazón, se dejaba llevar a donde querían y por quien
quería llevarle, se abandonaba dócilmente en manos del ángel por más que éste no
tenía ni ciencia, ni sabiduría que pudieran compararse con su divina Majestad.
«Algunos
contemplativos han supuesto que Nuestro Señor en Egipto, en el taller de San
José y durante los treinta años de su adorable vida oculta, se ocupaba algunas
veces en hacer cruces», y las ofrecía a sus amigos -método que no ha variado-.
Devorado del celo por la gloria de su Padre, de la Iglesia y por las almas,
«tuvo mil amorosos desfallecimientos; veía la hora de ser bautizado con su
propia sangre y languidecía suspirando en tanto que esto llegaba, a fin de vernos
libres, por su muerte, de la muerte eterna». Y sin embargo, cuando entra en el
Huerto de los Olivos, se entrega a los terribles asaltos del temor y de las
repugnancias, «sufriéndolos voluntariamente por amor nuestro, pudiéndose librar
de ellos. El dolor le causa angustias de muerte, y el
amor un ardiente deseo de ella, una cruel agonía entre el deseo y el horror a
la muerte, hasta la abundante efusión de su sangre que corre como de una fuente
y riega la tierra». Con todo, no cesa de repetir en amoroso abandono: «Padre mío, hágase vuestra voluntad y no la mía». En
consecuencia, «déjase prender, maniatar y conducir a gusto de los que quieren crucificarle,
con un abandono admirable de su cuerpo y de su vida, poniéndolos en sus manos.
De igual modo van a entregarse su alma y voluntad por una perfectísima
indiferencia en manos de su Padre Eterno».
Mas
antes, un supremo dolor y el más terrible de todos le espera «sobre la cruz»,
cuando después de haber dejado todo por el amor y la obediencia de su Padre,
fue como dejado y abandonado de El; y empujada su barca a la desolación por el torrente
de las pasiones, apenas sentía la brújula de su vida, que, sin embargo, no sólo
miraba a su Padre, sino que le estaba inseparablemente unida; cosa que la parte
inferior ni sabía ni de ella se apercibía, ensayo que la divina Providencia jamás
ha hecho ni hará en ninguna otra alma, pues no lo podría soportar. Para
mostrarnos lo que podemos y debemos hacer cuando nuestras penas llegan a su
colmo, quejóse filialmente a su Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Mas apresúrase a añadir con todas sus fuerzas y con la más amorosa sumisión:
«Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu», dando así a su Padre y a nosotros
el supremo testimonio de su amor, «muriendo en el amor, por el amor, para el
amor y de amor». Al mismo tiempo, nos enseña -«cuando nuestros males están en
su apogeo, y mientras las convulsiones de las penas espirituales nos quiten cualquiera
otro género de alivios y de medios de resistir a poner nuestro espíritu en
manos de Aquel que es nuestro verdadero Padre, y, bajando la cabeza de nuestra aquiescencia
a su beneplácito, a entregarle toda nuestra voluntad».
Este
continuo abandono de niño pequeño se ha dignado Nuestro Señor extenderlo a toda
suerte de peñas y pruebas, pues «fue afligido en su vida civil, condenado como
un criminal de lesa majestad divina y humana y atormentado con extraordinaria
ignominia; en su vida natural, muriendo entre los más crueles y sensibles
tormentos que se pueden imaginar; en su vida espiritual, sufriendo tristezas,
temores, espantos, angustias, abandonos y aflicciones interiores, que jamás
encontrarán semejante»; y todo con entera y sumisa voluntad. «Pues aunque la
parte superior de su alma estuviera soberanamente gozosa de la gloria eterna, el
amor impedía a esta gloria difundir sus delicias y sentimientos, tanto en la imaginación,
como en la parte inferior, dejando así el corazón a merced de la tristeza y
angustia.»
De
esta suerte nos da ejemplo para que aceptemos con corazón magnánimo y sin rechazarlas
jamás esas mil pruebas del orden natural o espiritual, de que nos resta hacer
una rápida exposición.
3.
Ejercicio del Santo Abandono
1. OBJETO DEL ABANDONO EN GENERAL
No
estará de más recordar la distinción entre la voluntad de Dios significada y su
voluntad de beneplácito, ya que en esto está el nudo de la cuestión.
Por la
primera, Dios nos significa claramente y manifiesta de antemano y de una vez
para siempre, «las verdades que hemos de creer, los bienes que hemos de
esperar, las penas que hemos de temer, lo que hemos de amar, los mandamientos
que se han de observar y los consejos que se han de seguir». Las señales
invariables de su voluntad son los preceptos de Dios y de la Iglesia, los
consejos evangélicos, los votos y las Reglas, las inspiraciones de la gracia. A
estas cuatro señales puede añadirse la doctrina de las virtudes, los ejemplos
de Nuestro Señor y de los Santos.
Ahora
bien, el beneplácito de Dios no es conocido de antemano, y por regla general
está fuera del dominio de nuestros cálculos, y con frecuencia hasta
desconcierta nuestros planes. Solamente nos será manifestado por los acontecimientos,
ya que los elementos que constituyen su objeto no dependen de nosotros sino de
Dios, que se ha reservado su decisión. Por ejemplo, dentro de cierto tiempo, ¿estaremos
sanos o enfermos, en la prosperidad o en la adversidad, en la paz o en el
combate, en la sequedad o en la consolación? Es más, ¿quién podrá asegurarnos
que viviremos? Sólo conoceremos lo que Dios quiere de nosotros, a medida que se
vayan desarrollando los acontecimientos.
Nada
más a propósito para la voluntad del divino beneplácito que el santo abandono,
puesto que todo él se funda en una espera dulce y confiada, en tanto que la
voluntad de Dios se nos manifiesta, y en una amorosa aquiescencia, desde el
momento que aquélla se da a conocer. Supone además, como preliminar condición,
la indiferencia por virtud, pues nada tan necesario como esta universal
indiferencia, si se quiere estar apercibido para cualquier acontecimiento. Por otra
parte, mientras no se declare el divino beneplácito, no cabe sino esperar
confiada y filialmente, pues quien ha de disponer de nosotros es Nuestro Padre
celestial, la Sabiduría y la Bondad por esencia. Y desde el momento que los acontecimientos
no están en nuestro poder, una espera pacífica y sumisa nada tiene de quietista
y hasta se Impone, salvo lo que en otra parte hemos dicho acerca de la
prudencia, de la oración y de los esfuerzos en el abandono.
Diversa
ha de ser nuestra actitud ante la voluntad de Dios significada. Nos ha
manifestado con toda claridad «que tales y tales cosas sean creídas, esperadas
y temidas, amadas y practicadas». Lo sabemos, y por lo mismo no tenemos ya el derecho
de permanecer indiferentes para quererlas o no quererlas. Como de antemano nos
ha manifestado su voluntad de una vez para siempre, no hay para qué esperar nos
la explique de nuevo en cada caso particular. Las cosas de que se trata
dependen de nuestro albedrío, y a nosotros corresponde obrar con la gracia por nuestra
propia determinación. Ante la voluntad de Dios significada, no nos queda sino
someter nuestro querer al suyo, por lo menos en todo lo que es obligatorio,
«creyendo en conformidad con su doctrina, esperando sus promesas, temiendo sus
amenazas, amando y viviendo según sus mandatos».
Se
darán casos en que los acontecimientos no se sustraigan por completo a nuestra
acción, pudiéndose prever y proveer de alguna manera, y en este caso convendrá
añadir al abandono la prudencia y los esfuerzos personales, porque en el fondo,
tales acontecimientos serán una mezcla de la voluntad de Dios significada y de
su beneplácito.
Por
consiguiente, no tiene lugar el abandono en lo concerniente a la salvación o a
la condenación, a los medios que nos ha prescrito o aconsejado tomar para
asegurar lo uno y lo otro; como son la guarda de los mandamientos de Dios y de
la Iglesia, la huida del pecado, la práctica de las virtudes, la fidelidad a
nuestros votos y Reglas, la obediencia a los superiores, la docilidad a las
inspiraciones de la gracia. Dios nos ha manifestado su voluntad sobre todas las
cosas, y para asegurar su fiel ejecución, ha hecho promesas y lanzado amenazas,
ha enviado a su Hijo, establecido la Iglesia, el sacerdocio, los Sacramentos,
multiplicado los socorros exteriores, prodigado la gracia interior.
Evidentemente la indiferencia no tiene ya razón de ser; la obediencia se
requiere en las cosas obligatorias, y en cuanto a las de consejo, es preciso al
menos estimarlas y no apartar de ellas a las almas generosas.
«Si la indiferencia cristiana -dice Bossuet- se excluye con relación
a las cosas que son objeto de la voluntad significada, es preciso, como lo hace
San Francisco de Sales, restringirla a ciertos acontecimientos que están
regulados por la voluntad de beneplácito, cuyas órdenes soberanas determinan
las cosas que suceden diariamente en el curso de la vida.»
«Ha de
practicarse en las cosas que se relacionan con la vida natural: como la salud,
la enfermedad, belleza, fealdad, debilidad y la fuerza; en las cosas de la vida
civil, acerca de
los
honores, dignidades, riquezas, en las situaciones de la vida espiritual, como
sequedades, consolaciones, gustos, arideces; en las acciones, en los
sufrimientos y por fin en todo género de acontecimientos». En lo que atañe al
beneplácito divino, esta indiferencia se extiende «al
pasado, al presente, al porvenir; al cuerpo y a todos sus estados, al alma y a
todas sus miserias y cualidades, a los bienes y a los males, a las vicisitudes
del mundo material y a las revoluciones del mundo moral, a la vida y a la
muerte, al tiempo y a la eternidad». Mas Dios modifica su acción en
conformidad con los sujetos: «Si se trata de los mundanos, les priva de los
honores, de los bienes temporales y de las delicias de la vida. Si se trata de
los sabios, permite que sea rebajada su erudición, su espíritu, su ciencia, su
literatura. En cuanto a los santos, les aflige en lo tocante a su vida
espiritual y al ejercicio de las virtudes».
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