BENEDICTO XV
Sameri
se llamaba el judío que en el desierto fundió el becerro de oro adorado por los
israelitas. Moisés lo condenó a peregrinar sin descanso hasta el advenimiento
del Mesías, y así vivió el desventurado en Jerusalén bajo el nombre de
Cartolifax, como prefecto del Pretorio cuando el proceso de Jesús.
Vio a
la Madre del divino Rabí, a varios de sus discípulos y al mismo Rabí, quien le
dirigió una ternísima mirada que conmovió al antiguo fundidor de metales, pero
no lo convirtió. Cuando al siguiente día, el viernes de la crucifixión,
hallándose a la puerta de su casa pasó Jesús ensangrentado y cubierto de sudor
con la cruz a cuestas, y le pidió un sorbo de agua, Cartolifax se lo negó por
no comprometerse. Y Jesús le
dijo:
—¡Anda,
anda, hasta que vuelvas a verme pasar!
De ese
modo, según aquella historia, el infeliz Sameri andaría hasta la segunda venida
de Cristo.
Fray
Plácido tocó en el hombro al superior, y sucedió como la otra vez: al apagarse
las notas del órgano desapareció el hombre de barbas amarillas. El fraile pensó
que eso era signo de los últimos tiempos, conforme a las palabras del profeta Joel:
“Los viejos tendrán visiones”. Se limitó a balbucear:
—Reverendo
padre, el papa ha muerto...
Fray
Simón de Samaria se levantó con presteza, y sus ojos alucinados vieron mil cosas
que los ojos piadosos y opacos del viejo no verían.
Se
acordó de que al futuro papa le correspondía el lema “Pastor y navegante”, es decir,
que llegaría a Roma del otro lado del océano. Vio las circunstancias en que iba
a realizarse su elección. Un viento de rebeldía contra la Iglesia azotaba
fieramente al mundo. La barca de Pedro el pescador parecía a punto de hundirse.
Una gran esperanza había en ciertas naciones católicas. En otras se alentaba la
ilusión de que para salvarse era necesario aliar el espíritu del Vaticano con
el de la democracia.
¿Quién
sino el papa lograría hacerlo? ¿Y quién sería el papa? En otros tiempos los papas
no siempre fueron elegidos de entre los cardenales; salieron del clero sin púrpura,
y alguna vez, en la antigüedad, ni siquiera fueron sacerdotes, como San
Fabiano,
en el siglo III o Juan XX, en el siglo XI, promovidos al papado siendo laicos.
¿Quién
era hacia fines del siglo la mayor figura de la Iglesia, quién gozaba de más gloria
y popularidad en el mundo entero que el superior de la orden gregoriana? El superior
quedó pensativo. ¿Iría a Roma, dejando aquel Buenos Aires, que le daba la impresión
de un enorme desierto?
Hacía
dos semanas que le había llegado un film de Juana Tabor con este melancólico
mensaje:
“¡Adiós!
A punto de recibir el bautismo y la comunión de manos suyas, debo alejarme. No
me pregunte adónde voy ni si volveré. Piense que soy menos que una hoja seca en
alas del huracán.”
Después
de tan misteriosa despedida le llego otra laminilla. Metióla en su radio y escuchó
lo siguiente:
“Anoche
soñé con usted. Lo vi en un convento vacío. Usted fue el último en salir, y
cuando salió ya era tarde.”
No
bien recibió esta fonocarta, el fraile, que tenía un hangar sobre los techos
del convento y en él un avión, lo puso en marcha y voló hacia Martínez.
Llegó
a la hora en que el sol poniente envolvía en suntuosa y melancólica púrpura los
viejos troncos, por entre los cuales había paseado tantas veces conversando con
su dueña.
Los
criados le dijeron que la señora se había ausentado como solía, sin avisar a nadie,
en un avión especial que volaba en la estratosfera y que marchando con la velocidad
de 1.200 kilómetros por hora, era capaz de dar la vuelta al mundo en menos de
dos días.
No
supieron informarle nada más y lo dejaron sumergido en su soledad y amargura,
cerca de la ventana donde florecía aquel rosal que una vez dio rosas para su
misa. No pudo resistir a la tentación de conocer el aposento de Juana Tabor, y penetró
con paso de lobo. Tenía la garganta seca y el corazón palpitante.
Vio la
cama de ella, de plata, con pies de ébano labrados como las patas de un chivo,
y con pezuñas de rubíes conforme al ritual de la magia negra.
Y él
pensó que, durmiendo allí, Juana había soñado verle abandonar un convento vacío
¡demasiado tarde! Y como un niño que pierde todo lo que lo amparaba, se arrodilló
junto al lecho sollozando sobre un extremo de la blanca almohada.
A
través de sus labios convulsos, escapábanse frases entrecortadas, mezcla repugnante
de teología y erotismo:
— ¡Oh,
amor religioso y sacerdotal, fundamento de mi vida interior y apostólica!
Cristo
nos ama, y Él ha merecido para mí, en la cruz, el que yo pueda amarla a ella con
tanta pureza, a pesar de hallarme al lado de su lecho virginal.
Lloró
convulsivamente, y luego, dulcificada su congoja, se durmió con la frente en el
suelo, larguísimas horas.
Volvió
al convento a la madrugada del día siguiente y abrió con su llavín la pesada
puerta, y nadie lo sintió. Una vez en su celda, buscó su cuadernito y llenó algunas
páginas con expresiones deshilvanadas, que se referían unas al torrente que rugía
en su sangre; otras, como de costumbre, al gobierno de la Iglesia.
“¡Qué
jornada y que noche! Como Jacob, hasta el alba he luchado con el Ángel y he
prevalecido. Ha sido una de las grandes fechas de mi vida. Los antiguos
patriarcas se habrán estremecido en sus tumbas; las profecías se han cumplido.
Bronce derretido corría por mis venas. ¡Oh, mi Dios! ¡Cuántos siglos han pasado
sobre mí durante esas pocas horas! Vuelvo a mi celda con la conciencia
tranquila, porque estas angustias físicas y morales son fecundas para la
Iglesia de Jesucristo.” Meses atrás, al confesarse con fray Plácido, éste lo
había puesto en guardia precisamente contra esa mortal quietud.
—A V.
R. lo tranquiliza la paz en que queda su conciencia después de estas cosas.
Cree
que esto es señal de que Dios aprueba su conducta. Más bien debería alarmarse de
esa calma parecida a la del mar Muerto. El remordimiento y el bochorno que sentimos
tras de una culpa son una gracia que el Señor concede al pecador humilde y suele
negar al teólogo soberbio, que busca argumentos para justificar sus pecados.
Por
eso rezamos tantas veces aquel versículo del salmo 140: “No permitas que mi corazón
se deslice a palabras maliciosas buscando excusas para mis pecados: ad excusandas
excusationes in peccatis.”
Desde
ese día fray Simón no volvió a confesarse con fray Plácido; en vez de buscar
otro confesor en alguno de los sacerdotes que vivían ocultos como en las catacumbas,
acudió al obispo monseñor Bergman, antiguo fraile excomulgado que se había
hecho sacerdote constitucional jurando fidelidad al gobierno anarcomarxista de Buenos
Aires.
Monseñor
Bergman escuchó la confesión del gregoriano y derramó sobre su conciencia el
bálsamo de estas palabras:
—Dé
gracias al Señor porque lo ha encontrado digno de una alianza mística. Una amistad
semejante no puede existir sino con una mujer providencial y milagrosa. El corazón
de vuestra paternidad es el mayor milagro de este siglo. Siga siendo sacerdote,
y emplee sus fuerzas en modernizar a la Iglesia Romana para que su conciencia
sea comprendida por los que ahora querrían ser sus jueces.
Fray
Simón se levantó del confesionario lleno de brío y confirmado en su pasión.
Esa
noche su cuadernito recibió esta confidencia:
“A
pesar de cualquier cosa que ocurra, quiero permanecer siendo sacerdote de la Iglesia
Católica, donde está mi grandioso destino. Nada puede conmover mi fe y mi amor
por esta Iglesia, más grande que los que la gobiernan, más fuerte que los que
la defienden, y que es dueña del porvenir aunque le arrebaten el presente.”
Y a
renglón seguido, esta declaración llena de turbios anhelos:
“Juana Tabor, sin dejar de ser virgen, ha engendrado un hombre, que
soy yo. Pero yo engendraré un mundo nuevo, la nueva Jerusalén de las almas, en
que serán verdad las palabras del Señor: mi yugo es fácil y mi carga ligera.”
¿Qué
ocupaciones eran las de Juana Tabor, que de repente la arrebataban hacia los más
escondidos rincones del mundo? ¿Negocios? ¿Tal vez amores? El corazón del desventurado
se encogía a este pensamiento. ¿Qué sabía él de Juana Tabor, puesto que
ignoraba hasta el lugar de su nacimiento? ¿Chile, como ella afirmaba riendo, o Tartaria,
como parecían denunciarlo sus ojos verdes, ligeramente oblicuos y en forma de
almendras? Se resolvió pues a irse inmediatamente a Roma, donde ya su nombre
resonaba con insistencia sin que nadie supiera quién lo había lanzado.
Antes
de meter en su maleta su cuaderno de apuntes escribió estas líneas: “La Iglesia
Romana es un edificio demasiado estrecho para hacer entrar en él a la humanidad;
demasiado pequeño para que en él pueda caber un alma libre...
“Nuestro
amor, si lo conservamos puro, es una base de piedra en que descansará la nueva
Jerusalén.
“Una
gran luz práctica ha descendido hoy sobre mí.
“Siento
que a pesar de todos los abusos y de todos los excesos, es en la Iglesia Católica
donde debo permanecer. Solamente allí podré realizar mi obra por la Iglesia universal
y por la Iglesia del porvenir. Y si el Espíritu Santo no desciende al corazón de
los que han de elegir al sucesor de Pío XII, comenzaré yo solo en mí mismo el perfecto
reino de Dios.”
CAPITULO XII
EL REY DE ISRAEL
El Rey
de Israel Por fin Inglaterra, fatigada de su estéril mandato sobre Palestina y
no habiendo logrado implantar la paz entre judíos y árabes, resolvió entregar
aquellas tierras a un príncipe israelita de la estirpe de David para que se
cumplieran las profecías. Y aprovechó la circunstancia de que en Apadnia, a
orillas del mar Negro, en tierras compradas a Satania, habíase fundado una
nueva dinastía y que un pequeño príncipe de nombre bíblico, diciéndose
descendiente de David, se hacía llamar Rey de Israel y se aprestaba a
conquistar la tierra prometida.
¿No
era buena ocasión de abandonarle aquella tierra milenaria y dejarlo que se entendiera
con los musulmanes, los seculares enemigos de la raza hebrea? Ocupaba el trono
de Inglaterra, después de la guerra civil, aquel niño nacido en Tel Aviv de
madre judía y perteneciente, por su padre, a la rama de los duques de Kensington.
El
parlamento inglés creyó hacer buen negocio renunciando al mandato de la Palestina,
y entregó a Ciro Dan la ciudad de Jerusalén.
Pero
Ciro Dan, por misteriosas razones, no sentó allí sus reales sino en Damasco, de
más moderna edificación y no tan allegada al corazón de los cristianos.
Los
judíos lo proclamaron su rey ebrios de orgullo mesiánico, y los árabes no osaron
resistir al extraño conquistador que en una sola noche cruzó el mar Caspio y cubrió
las colinas de Judea con las alas grises de diez mil aviones.
Lo más
desconcertante de la aventura fue que todos sus aviadores eran ciegos.
Aquellos
singulares soldados se orientaban por el oído, según la disciplina de Naboth
Dan, el abuelo de Ciro, que aplicó en su ejército el invento modernísimo de sus
sabios, que habían logrado comunicar los fenómenos externos directamente a los centros
nerviosos del cerebro prescindiendo en absoluto de los órganos exteriores.
Aparatos
eléctricos sutilísimos recogían en el exterior no solamente los sonidos sino
también los colores y hasta las emanaciones que impresionan el tacto, el olfato
y el gusto, y los trasmitían a los nervios. Los ciegos veían, y oían los
sordos, y personas privadas del tacto, del olfato o del gusto, percibían
sensaciones que les llegaban por otros conductos que sus sentidos muertos.
Naboth
Dan había previsto que siempre sería más fácil fanatizar a seres mutilados, para
quienes los esplendores del mundo exterior no llegan sino a través de inertes mecanismos,
que a hombres o mujeres normales.
Los
ciegos de nacimiento serían los más feroces soldados si pudieran dirigir sus golpes
o sus tiros. Eran además capaces de viajar lo mismo de día que de noche y de combatir
con el sol en la cara, que ciega a los videntes.
Los
sabios de Apadnia inventaron aparatos que descubrían y localizaban a larga distancia
un avión, una batería o un buque, y los señalaban con toda precisión golpeando
en cuerdas metálicas que arrojaban diversos sonidos.
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