“¿Por
qué no existe una Iglesia para los que dudan, espíritus que son religiosos pero
que no pueden dar formas positivas a sus creencias y su culto? “Y como yo no
encontrara en ese momento la frase que convenía decirle, después de un rato de
silencio se puso de pie, y sin darme la mano se despidió con estas palabras:
“Si yo
me hago católica no será en virtud de sus argumentos sino de su misericordia.
Usted será para mí la puerta de la Iglesia.
“Yo me
quedé solo, sintiendo como cosa nueva esta verdad en que sin embargo he pensado
muchas veces: si es una obra santa convertir a los herejes y cismáticos, ¿no es
también una obra providencial, grata a Dios y bendecida por él, esta
aproximación que se opera antes de la conversión, por la caridad, entre los
católicos y los que no lo son?”
Fray
Simón observó que la palabra caridad estaba escrita arriba de otra, que aún podía
descifrarse: amor.
Varias
páginas más allá el cuadernito contenía esta anotación:
“Hoy
no he celebrado misa. Me acosté fatigado y me dormí pasada la medianoche.
Oí
vagamente la campana y no hallé alientos para levantarme. El hermano Plácido llamó
a mi puerta; le dije que me perdonase porque estaba enfermo.
“Hace
varios días que no tengo tiempo de rezar el oficio. Voy a pedir dispensa de él,
a pesar de lo que suele decir mi viejo compañero fray Plácido: que el breviario
y la devoción al papa son los dos puntales de la vocación sacerdotal. No lo
creo; yo me siento sacerdote hasta la médula de mis huesos; tanto que mi
vocación no padecería si me viera obligado a renunciar a algunos formulismos de
la Iglesia. Yo soy sacerdote según el orden de Melquisedec, que levantaba su
altar en campo abierto y podía enorgullecerse de su triple corona, de
pontífice, de esposo y de padre.”
El
superior de los gregorianos cerró un momento el cuadernito y se puso a reflexionar
sobre aquellos apuntes, que tenían ya varias semanas.
Hacía
dos por lo menos que había recibido de Roma la dispensa del breviario, cuyo
rezo es obligatorio —bajo pecado mortal— para todos los sacerdotes. Había sentido
un verdadero alivio. Decididamente no tenía paciencia para estarse dos horas salmodiando
oraciones impresas, cuando tantos asuntos graves reclamaban su atención. ¡El
trabajo, decíase a manera de excusa, es también una oración! Abrió su cuaderno
y leyó:
“Hoy
he pasado tres horas con Juana en su quinta. Apenas hablamos de cosas de religión,
pero eso no importa. Una vez sembrada la semilla germina sin que lo advierta el
sembrador. Nuestra amistad es el comienzo de la época feliz que gozará el mundo
cuando desaparezcan los afectos impuros.”
Al día
siguiente otra anotación:
“He
pasado la tarde en Martínez. Juana me ha dicho: ‘Creo en la divinidad de Cristo,
pero no creo en su deidad, que confunde al hombre con Dios. Dios se ha manifestado
en Cristo, pero Éste no es Dios.
“Juana
es un alma esencialmente religiosa, pero su teología es una extraña mezcla de
sentimientos, de intuiciones, de interpretaciones subjetivas de la Biblia. Yo
la escucho con embeleso viéndola acercarse paso a paso al catolicismo. Casi
nunca refuto directamente sus errores. A veces transo con ellos, para mejor
vencerla después. Aplico a mi modo esta regla de San Pablo: Como a niños os he
alimentado con leche y no con manjares, porque no sois todavía capaces de
ellos.
“Hoy
le he dicho: Usted me ha sido enviada milagrosamente para que yo la conduzca a
la verdad a través del Evangelio, y usted me conduzca al cielo en virtud de la
promesa del Apóstol.
“¿Qué
promesa? me ha preguntado. He respondido citándole el texto de la epístola de
Santiago: El que convirtiere a alguien del error de su camino, salvará su alma
de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados.
“El
texto dice: el que convirtiere a un pecador, pero yo no me he atrevido a llamar
pecadora a Juana, pues conozco su corazón limpio como un cáliz de oro...
“¿Y si
yo no me convirtiera, usted no se salvaría?, me ha preguntado con una sonrisa
divina.
“Yo le
contesté, y ella me escuchó con un ligero sarcasmo en la boca sonriente, pero
luego se impresionó.
“Con
su gobierno, le dije, con sus sacramentos, con sus fórmulas de fe y de culto, la
Iglesia Católica es la aurora fría y oscura del verdadero día. ¡Oh, mi hija
espiritual! ¡Oh, mi Juana! Un día nos encontraremos en ese esplendor. ¿No
escucha la voz que decía al profeta: Centinela, ¿dónde está la noche? ¿Y la
respuesta del cielo:
Estamos
en la noche, pero el día se aproxima? “Cuando dejé de hablar, ella tenía los
ojos llenos de lágrimas. Y me dio esta contestación conmovedora:
“Usted
es la puerta de la verdadera Iglesia, la Iglesia del porvenir de la cual la católica
no es más que un germen; sagrado, sí, pero sólo un germen. Yo concibo una Iglesia
con tres círculos donde quepan todos los pobres seres humanos: en el primer círculo
los cristianos sin distinción; en el segundo los judíos y los musulmanes; en el
tercero los panteístas y aun los ateos...’
“En
realidad, ésta no es idea suya, sino mía. Alguna vez se lo he dicho, y ella lo
ha asimilado de tal manera que no recuerda cómo ha comenzado a pensar en eso.
“Estaba
tan hermosa cuando me decía esto, que me parecía tener delante de mí a una
profetisa...
“Me
despedí prometiéndole volver al día siguiente. “ Venga temprano me dijo.”
Fray
Simón siguió hojeando el librito, deseoso de medir el camino psicológico que había
hecho, y encontró una anotación del día en que de llegó de Roma la dispensa del
breviario, en consideración a los motivos que él había invocado y que se estimaron
suficientes: sus abrumadoras tareas apostólicas...
Guardó
en secreto la comunicación durante algunos días por no afligir a fray Plácido,
y conservó el breviario sobre su mesa como si lo rezara siempre.
“Esta
semana me he abstenido de ir a Martínez”, leyó en su diario. “He conversado con
fray Plácido, quien me ha hecho algunas advertencias ociosas acerca de las
traiciones de la sensibilidad. Le alarman las imágenes excesivamente tiernas que
yo empleo en mi lenguaje. He tenido que recordarle otras infinitamente más tiernas
de la Sagrada Escritura.
“Me ha
dicho: Un hombre que diariamente realiza el milagro de la consagración debería
cerrar los ojos a las bellezas exteriores.
“Le he
contestado:
“Si yo
salvo a esa persona habré asegurado mi propia salvación. Y él me ha citado,
meneando la cabeza, este texto del Eclesiastés: Vale más el final de una cosa
que su comienzo.
“Yo he
replicado: Cada vez que hablo con ella experimento la presencia sensible del
Espíritu Santo en nuestras efusiones. ¡Su corazón es tan puro! ¡Los asuntos que
tratamos son tan santos!“ No hay peor trampa para dos corazones incautos que
los secretos inocentes, me replica él.
“Un
secreto es casi siempre una complicidad inadvertida.
“Hago
a mi viejo amigo esta reflexión:
“En la
santa presencia de Dios, subiendo el altar, podría repetir cada una de las palabras
que ha oído de mí esa señora. Me conduelo del teólogo que me hiciera el más
insignificante reproche.
“Fray
Plácido no ha respondido sino al cabo de un rato, como si le costara mantener
con su superior una conversación parecida a una disputa:
“Creo
que todo es una prueba terrible que el Señor le envía...
“¿Por
qué una prueba lo que más bien parece una gracia?, repliqué.
“Vuestra
reverencia es confesor de sacerdotes, y pienso que Dios le envía esto para la
salvación de muchas pobres almas sacerdotales, a las que V. R. podrá hablar con
un acento que no conocería si no hubiera pasado por esta experiencia personal.
Un
confesor debe ser severo consigo mismo, para tener derecho a ser misericordioso
con las culpas ajenas De otro modo, su misericordia parecería interesada.
“Y
recuérdeles siempre lo que tan a menudo suelo decir: los dos puntales de la
vocación sacerdotal...
“Ya sé,
le he interrumpido con alguna impaciencia: el rezo litúrgico y la devoción al
papa.
“¡Cuáles
no serían los recelos del pobre viejo, si supiera cómo estoy en lo que atañe a
esos dos puntales! Del uno me he libertado ya, no por mi propia autoridad sino
por la de la Santa Sede, y en cuanto a la devoción al papa, ¡si viera mis
dudas! Yo soy antes sacerdote católico que sacerdote romano. Pero no hay
derecho a decir esto públicamente sin incurrir en las censuras. La Iglesia
Romana quiere ser como el Arca de Alianza, a la que nadie podía tocar, ni
siquiera para sostenerla porque caería muerto, como oza al extender la mano.
“Creo
que estamos destinados a ver grandes cambios en la Iglesia, en el sentido de la
democracia. Servir a la vez a Dios y al pueblo.” Otras dos páginas en blanco;
dos días en que fray Simón no se había acercado a sí mismo.
La
siguiente decía: “Dos días en que no he celebrado misa. He manifestado hallarme
enfermo.” Luego unos puntos suspensivos cuyo sentido el mismo que los trazó ya
no recordaba, y estas líneas: “Desde el segundo día de la primera semana de tischri
no he visto a Juana Tabor.” Y un poco más abajo: “Pienso en lo que habrán pensado,
y sufrido y amado mis padres y mis abuelos y todos mis ascendientes en línea
recta hasta Adán.
“Estoy
seguro de que mis pensamientos me vienen con la sangre de ellos, y siempre por
virtud de alguna mujer.
“¿Soy
acaso el ultimo de mi raza? ¿Estos pensamientos que sólo se trasmiten con la
sangre han de morir conmigo?”
Y al
día siguiente: “Comienzo del gran ayuno entre los religiosos. Renovación de los
votos de los gregorianos. Yo digo la fórmula con una intención que queda
secreta entre Dios y yo.
“Tal
vez no sea yo el último de mi raza. Tal vez sea, por el contrario, el primogénito
de una alianza divina. Siento que una dispensación nueva comienza en mí.” Con
ansiedad creciente, fray Simón continuó leyendo. Era el drama de su propia conciencia,
en que él era el único actor y Dios el único espectador: “¡Oh, mujer misteriosa
y milagrosa! ¡Qué carta me has escrito acompañándome dos rosas de tu jardín! No
la he leído, y creo que nunca la leeré...
“La
Iglesia Romana no puede formarse y regenerarse por algunos movimientos superficiales;
es necesario que sea removida y turbada hasta lo profundo. Yo soy quien está
llamado a comenzar la obra.”
Al día
siguiente:
“Esta
mañana he dicho mi misa con un espíritu de entrega total a mi Dios y al Pueblo.
“En el
momento de la consagración alcancé a ver las rosas de Juana deshojándose en el
altar y sobre la crucecita en que venían atadas. ¡Qué emoción rara y divina!
“Después
de dar gracia he vuelto a mi celda, he puesto en la radio la hoja que contiene
la carta de Juana. Era pequeñísima, menos de un centímetro, pero ella había ajustado
la máquina de tal manera que contenía mucho más de lo que me imaginé.
“Llevaba
la fecha de la segunda semana de tischri, en que comienza la primavera de
Buenos Aires, y decía así:
“Le
envío dos rosas nacidas al pie de mi celosía, que abro yo misma todas las mañanas.
Las corté húmedas de rocío y las puse sobre mi corazón. Se durmieron allí mientras
yo pensaba en las palabras tan profundas que usted me dijo ayer sobre el amor a
Jesús de Nazaret. Luego se me ocurrió que le gustaría tener mis primeras rosas
sobre su altar, cuando mañana celebre su misa. Allí van. Le suplico que las
deje atadas sobre esa pequeña cruz, como yo las he puesto. Asómbrese: durante
años he conservado esa pequeña cruz como un amuleto. Ahora la pongo en sus
manos.
Observe
que una de las rosas parece triste: es usted. La otra está herida, y debo de
ser yo.
“Os
conjuro, hijas de Jerusalén, que le hagáis saber cómo estoy enferma de amor.”
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