Hasta
que tres hermanos que habían asesinado a sus padres y que fueron condenados a
muerte, consintieron en trocar su destino gurdivanizándose por diez años, con
tal de que se les perdonara toda la pena si al final quedaban vivos.
Diez
años después de esa primera congelación de hombres, allá por 1963, se reunieron
todos los sabios argentinos y un inmenso público para presenciar la maniobra de
los profesores Gourdy e Ivanissevich, que iban a desgurdivanizar a los tres
condenados a muerte en un enorme escenario erigido en la plaza Stalin.
¡Qué
emoción cuando el doctor Ivanissevich, con mano todavía segura a pesar de sus
setenta años, empezó a regar con agua caliente los tres bloques de hielo, donde
como en un estuche de cristal permanecían quietos los tres angelitos, mientras
el doctor Gourdy iba graduando la corriente eléctrica y tres ayudantes con
sendas jeringas espiaban el primer movimiento de vida de aquellos bribones para
aplicarles en el corazón una inyección de clorhidrato de adrenalina; y en
cualquier otra parte otra de hormonas pituitarias, que según los cálculos los
volvería a la vida, frescos como lechugas y bien dispuestos para nuevas
bellaquerías! Pronto los tres personajes empezaron a desperezarse y a bostezar,
y uno de ellos, entre despierto y dormido, pidió un vaso de whisky; diéronselo,
pero fue como si le hubiesen dado un potente veneno. Instantáneamente el tío
dio un estrepitoso estornudo y quedó estirado y rígido sobre la mojada mesa de
operaciones.
Eso
quería decir que el alcohol resultaba funesto para los desgurdivanizados, por lo
menos en los primeros tiempos de su vuelta a la vida.
Los
otros dos, a quienes sólo se les dio agua con limón, para hidratarles los
tejidos un tanto secos, pronto recobraron la negra conciencia de antes y
reanudaron alegremente una nueva existencia.
Desde
ese día fueron muchos los que se hicieron gurdivanizar.
La
invención parecía especialmente destinada a los políticos que habían gastado su
influencia y a quienes se les aconsejaba algunos años de abstención, hasta que pasaran
las circunstancias adversas o cayeran del gobierno sus enemigos.
Cada
vez que se elegía un nuevo presidente de la Nación o un nuevo gobernador en
cualquiera de las provincias, venía una racha de gurdivanizaciones por cuatro y
hasta por seis años, plazos que los políticos derrotados creían suficientes
para rehacer su descalabrada personalidad.
Muchos
acertaban, porque no hay nada que aumente la importancia de un político como el
no mover un dedo durante algunos años. Llegóse a dar el caso de algunos de ellos
desengañados o harto pesimistas que se había hecho gurdivanizar por seis años, es
decir, por todo el período que debía durar en la presidencia su adversario,
pero a quien los fieles partidarios, violando su expresa voluntad, lo sacaron
del pan de hielo a los dos, a los tres, a los cuatro años, rociándolo con agua
hirviendo prematuramente, para que reasumiera la dirección de su partido.
Diose
también el caso de personajes campanudos que se acostaron a dormir creyendo que
el mundo echaría de menos su presencia, y que se despertarían más importantes
de lo que se habían acostado; pero les sucedió que al desgurdivanizarse y volver
a sus casas, hallaron que nadie se acordaba de ellos y que más les habría valido
seguir durmiendo.
Como
los doctores Gourdy e Ivanissevich no reservaron el secreto de sus experiencias,
pronto se hizo un negocio el aplicarlas, y se fundaron compañías en todo el
mundo, con las cuales, mediante una prima anual, se contrataba el mantenimiento
de los bloques de hielo en las condiciones requeridas para que aquella larva
humana siguiera viviendo y a su tiempo fuera despertada.
Mas
sucedió que como los plazos solían ser largos, mientras el personaje dormía la
compañía gurdivanizadora quebraba, los administradores huían y el pobre tipo se
quedaba olvidado para siempre.
No
había que confiar demasiado en que los herederos, después de treinta, cuarenta o
cincuenta años, se acordaran de llamarlo a la vida para gozar de su
conversación y devolverle su fortuna.
Precisamente
solían ser los herederos los que menos interés tenían en que se desgurdivanizaran,
porque la aparición de un abuelo en tales condiciones acarreaba a sus lejanos y
desconocidos biznietos complicaciones de toda clase.
Por
eso más de un biznieto se arregló con la empresa gurdivanizadora para que le cortara
la corriente eléctrica y lo dejara dormido en apariencia, pero en realidad más muerto
que un mamut adentro de un ventisquero.
Tuvieron
que intervenir los gobiernos y fiscalizar severamente a las empresas, para que
el gurdivanizado pudiera dormir seguro de que no le cortarían la corriente y que
a su debido tiempo lo desgurdivanizarían.
Como
la operación y su mantenimiento costaban mucho, no se gurdivanizaban sino los
muy ricos, que podían asegurar el pago anual de una prima elevadísima.
Se
comprende fácilmente que el negocio contase con la decidida oposición de los futuros
herederos del caprichoso señor, que prefería aplazar su muerte, saltando por arriba
de ello y condenándolos a gastar la tela de su vida en la pobreza, mientras él dormía
para despertarse algún día más joven y fuerte que ellos.
Esto causó
pleitos y discordias, y entonces fundiéronse compañías de seguros que se
encargaban de ir pagando a esos herederos las rentas que posiblemente hubieran recibido
si el personaje se hubiera muerto en vez de echarse a dormir; y al final del plazo,
cuando despertaba, se encargaban asimismo de devolverle sus bienes, mermados de
las enormes primas que se abonaban por esta clase de seguros.
Con lo
cual se acallaron las protestas de los herederos, pero no disminuyeron las aprensiones
que ellos tenían al sentirse envejecer, viviendo de unas rentas que habían de
concluirse el día que su abuelo o abuela saliese del estuche muy fresco y
dispuesto a seguir viviendo largos años más.
Precisamente
el abuelo de Rahab, el riquísimo Zacarías Blumen, se había hecho gurdivanizar
por treinta años en 1970. Tenía setenta y se le había metido entre ceja y ceja
alcanzar el año 2000.
Entre
los innumerables negocios de su larga vida había uno que por haberlo discurrido
casi al final, era objeto de su predilección: el de Las Mil Puertas Verdes.
Un día
Buenos Aires vio abrirse una pequeña tienda con puertas verdes. Vendíase en
ella toda clase de artículos. No había cosa útil que no se encontrase allí,
desde un modesto peine de baquelita hasta un reloj Patek Philippe; desde un
alfiler de gancho hasta un suntuoso traje de novia.
A la
entrada del comercio había una muestra en que se leía: Las Mil Puertas Verdes -
Puerta N0 1.
Un mes
después ya funcionaban veinte Puertas Verdes en distintos barrios porteños. Un
año después ya eran cien.
Naturalmente,
en el barrio donde se abría una Puerta Verde respaldada por la más poderosa
organización financiera de América del Sur, sucumbían todos los comercios similares.
A la
vuelta de veinticinco años, en todas las ciudades argentinas se habrían inaugurado
Las Mil Puertas Verdes, y por lo menos diez mil comercios rivales se habrían
fundido.
Pero
Zacarías Blumen, el genial inventor de aquella formidable maquinaria, no alcanzaría
a ver esa maravilla.
Podía,
es verdad, sacrificando un centenar de millones, acelerar la marcha implacable
del monstruoso organismo que avanzaba aplastando a todos sus competidores como
un tanque de guerra aplastaría a un pobre tacurú de los campos; pero Zacarías
Blumen no era hombre de modificar planes financieros que trazaba con la
precisión con que un estratega traza sus operaciones en el campo de batalla.
Los negocios eran para él batallas en que sus millones evolucionaban como los regimientos
de un general.
Como
él previó que moriría a los ochenta y cinco años, esto es, diez años antes de inaugurarse
la milésima Puerta según sus cálculos, resolvió gurdivanizarse.
Cerraría
los ojos y los abriría treinta años después, cuando estuvieran rodando vertiginosamente
las mil ruedas de su trituradora, que le darían cien millones de ganancia cada
año y lo harían rey de todos los comercios de la República.
La
dificultad consistió en hallar alguien capaz de asegurar a sus herederos la
renta colosal que les correspondería si él muriese de veras.
No
habiendo en el país ni en el mundo nadie con los riñones bastante fuertes para eso,
resolvió fundar él mismo una compañía con quinientos millones de capital.
Cinco
magnates amigos suyos realizaron la enorme combinación. Se compró al Gobierno
un inmenso edificio abandonado que había en cierta localidad llamada El Palomar,(
) y se llenó el mundo con su propaganda y empezaron a llegar clientes de todas
las naciones.
Era la
Argentina, merced a su legislación sabia y generosa, el campo ideal para los grandes
negocios, irrealizables en otras comarcas menos libres.
Así,
pues, Zacarías Blumen se metió un día en un cajón de roble que gracias a un procedimiento
decolorante era traslúcido como un cristal de roca; se bebió una copa de
champaña; se durmió sonriendo al ligero cosquilleo de los alambres eléctricos
que le pusieron en ambos tobillos y fue luego acomodado en uno de los mil
nichos dispuestos como celdillas de un panal, en el patio de honor del antiguo
edificio.
Muchos
viejos envidiaban su suerte, pero no podían imitarlo por no ser bastante ricos
para pagar las anualidades a la empresa.
— ¡Las
cosas que alcanzará a ver este bribón en el año 2000! —decían los que le envidiaban—.
Verá al Anticristo y es seguro que se hará su amigo; tal vez será su ministro
de Hacienda, porque Buenos Aires será en el año 2000 la capital del Anticristo...
Rahab
conocía toda aquella historia. El viejo Zacarías Blumen podía dormirse o despertarse
cuando quisiera, porque su madre en 1990 tenía dos veces más millones que los
que hubiera podido juntar nunca su bisabuelo Zacarías, que se había dormido antes
de que se descubriera la desintegración de la materia. Ya hemos explicado en qué
forma este portentoso descubrimiento valorizó los metales preciosos de que se habían
desprendido casi todos sus poseedores.
Misia
Hilda había tenido el instinto de acaparar centenares de toneladas de aquel oro,
que a raíz de la desmonetización decretada por todos los gobiernos llegó a cotizarse
en menos que la estearina o el jabón.
Los
alquimistas le dieron un día la razón cuando descubrieron que un poquito de oro
volatilizado en hornillos especiales, rendía tanto trabajo útil como miles de toneladas
de buen carbón. De donde resultaba que el oro valía infinitamente más que antes.
— ¡Si
fuéramos a El Palomar a ver gurdivanizarse a ese pobre Rocío López! — exclamó
Rahab.
— ¡Vamos
allá! —respondió Foto apretando el botón de marcha, con lo que el avión, como
una golondrina libertada, echó a volar de nuevo.
Llegaron
justamente cuando el desventurado poeta que iba a dormir seis lustros por
amores contrariados, se estaba colocando él mismo las tobilleras de metal
unidas a los alambres eléctricos.
Como
era rico, tenía muchos amigos y no pocos parientes que rodeaban la mesa de
alabastro donde se efectuaban los preparativos.
Rahab
se abrió paso hasta la primera fila; él se alegró de que la preciosa muchacha fuera
la última cosa que vieran sus ojos antes de cerrarse y la saludó con sonrisa
triste y amorosa.
— ¡Buenos
sueños, hijo! —le respondió ella desenfadadamente—. Después me contarás lo que
hayas soñado.
—Me
despertaré con los mismos veinte años que tengo ahora, y tú tendrás cincuenta.
— ¡Quién
sabe, Rocío, si yo en tu ausencia no me resuelvo a imitarte!
— ¡Oh,
qué dulce me sería que durmieras a mi lado! —exclamó Rocío acostándose en el
cristalino féretro.
—Sí,
es cierto —respondió Rahab, pero tú en tu cajón y yo en el mío.
Bebía
el desventurado su última copa de champaña, y la máquina eléctrica empezó a
funcionar desprendiendo un fuerte olor a ozono.
— ¡Adiós,
Rocío! —gritaban los amigos viendo cómo se dormía el poético mancebo.
Y él,
con voz cada vez más lejana, como si hablara desde las nieves eternas, respondía:
— ¡Adiós,
Rahab...!
CAPÍTULO VI
Dos rosas y una Cruz
Fray
Simón de Samaria, el superior de los gregorianos, probablemente el último superior
de aquella antiquísima orden, llegó a su celda que estaba en el rincón más oscuro
de los claustros, a la sombra de unas eternas glicinas de morados racimos.
El
jardín de los gregorianos era inculto pero hermosísimo. Todo crecía allí a la buena
de Dios desde hacía trescientos años.
Caía
de viejo un tronco y nadie se cuidaba de levantarlo, y cien retoños de la misma
o de otras raíces envolvían piadosamente sus despojos, tejiendo un matorral donde
anidaban los pájaros y mariposeaban los alguaciles y las libélulas.
Más
que jardín, era una huerta descuidada y frondosa entre tapiales verdinegros, erizados
todavía de cascos de botellas para defenderla contra los intrusos.
La
celda se abría sobre el claustro del sur, y tenía una ventana que daba hacia
otro jardín interior, más reducido pero igualmente descuidado y fosco.
El
fraile se sentó delante de una mesa pintada de negro. Allí había una máquina eléctrica
de escribir y un breviario.
La
máquina imprimía signos microscópicos sobre levísimas hojas de baquelita, que
sólo se podían descifrar gracias a otra máquina traductora.
Procedimiento
antipático para un escritor, cuya vena no fluye sino cuando se establece la
comunicación del cerebro con el papel, sin mecanismos materiales.
Por
eso fray Simón ciertas cosas las escribía a pluma, como se hacía en el pasado siglo.
Esa vez cogió su estilográfica y abrió un cuadernito donde asentaba su diario.
Mas se
entretuvo leyendo una página que databa ya de algunos meses: “Ayer visité a
Juana Tabor en su hermosa quinta de Martínez, que fue de los jesuitas hasta la
expulsión de la orden en 1960. Ella ha tratado de conservar el sello vetusto de
la arboleda y de las construcciones.
“¿Por
qué me sentía triste en medio de tanta hermosura? ¿Por qué me venía a la memoria
la frase de Tonnellé, escritor francés: ‘El amor que experimento por lo bello es
un amor grave y profundo, porque es un amor que hace padecer? “He hablado con
Juana Tabor de sus dificultades para aceptar los dogmas católicos.
“Esa
mujer tan misteriosa y mundana es un alma profundamente religiosa, a pesar de
la nube de incredulidad con que el protestantismo, la religión de su niñez
según creo, ha envuelto su pensamiento y su corazón.”( )
En
otra página escrita después:
“Ha
venido al locutorio. Hemos hablado largamente y me ha dicho, fijando en mí su
mirada oriental:
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