jueves, 5 de octubre de 2017

JUANA TABOR 666. HUGO WAS


Hasta que tres hermanos que habían asesinado a sus padres y que fueron condenados a muerte, consintieron en trocar su destino gurdivanizándose por diez años, con tal de que se les perdonara toda la pena si al final quedaban vivos.
Diez años después de esa primera congelación de hombres, allá por 1963, se reunieron todos los sabios argentinos y un inmenso público para presenciar la maniobra de los profesores Gourdy e Ivanissevich, que iban a desgurdivanizar a los tres condenados a muerte en un enorme escenario erigido en la plaza Stalin.
¡Qué emoción cuando el doctor Ivanissevich, con mano todavía segura a pesar de sus setenta años, empezó a regar con agua caliente los tres bloques de hielo, donde como en un estuche de cristal permanecían quietos los tres angelitos, mientras el doctor Gourdy iba graduando la corriente eléctrica y tres ayudantes con sendas jeringas espiaban el primer movimiento de vida de aquellos bribones para aplicarles en el corazón una inyección de clorhidrato de adrenalina; y en cualquier otra parte otra de hormonas pituitarias, que según los cálculos los volvería a la vida, frescos como lechugas y bien dispuestos para nuevas bellaquerías! Pronto los tres personajes empezaron a desperezarse y a bostezar, y uno de ellos, entre despierto y dormido, pidió un vaso de whisky; diéronselo, pero fue como si le hubiesen dado un potente veneno. Instantáneamente el tío dio un estrepitoso estornudo y quedó estirado y rígido sobre la mojada mesa de operaciones.
Eso quería decir que el alcohol resultaba funesto para los desgurdivanizados, por lo menos en los primeros tiempos de su vuelta a la vida.
Los otros dos, a quienes sólo se les dio agua con limón, para hidratarles los tejidos un tanto secos, pronto recobraron la negra conciencia de antes y reanudaron alegremente una nueva existencia.
Desde ese día fueron muchos los que se hicieron gurdivanizar.
La invención parecía especialmente destinada a los políticos que habían gastado su influencia y a quienes se les aconsejaba algunos años de abstención, hasta que pasaran las circunstancias adversas o cayeran del gobierno sus enemigos.
Cada vez que se elegía un nuevo presidente de la Nación o un nuevo gobernador en cualquiera de las provincias, venía una racha de gurdivanizaciones por cuatro y hasta por seis años, plazos que los políticos derrotados creían suficientes para rehacer su descalabrada personalidad.
Muchos acertaban, porque no hay nada que aumente la importancia de un político como el no mover un dedo durante algunos años. Llegóse a dar el caso de algunos de ellos desengañados o harto pesimistas que se había hecho gurdivanizar por seis años, es decir, por todo el período que debía durar en la presidencia su adversario, pero a quien los fieles partidarios, violando su expresa voluntad, lo sacaron del pan de hielo a los dos, a los tres, a los cuatro años, rociándolo con agua hirviendo prematuramente, para que reasumiera la dirección de su partido.
Diose también el caso de personajes campanudos que se acostaron a dormir creyendo que el mundo echaría de menos su presencia, y que se despertarían más importantes de lo que se habían acostado; pero les sucedió que al desgurdivanizarse y volver a sus casas, hallaron que nadie se acordaba de ellos y que más les habría valido seguir durmiendo.
Como los doctores Gourdy e Ivanissevich no reservaron el secreto de sus experiencias, pronto se hizo un negocio el aplicarlas, y se fundaron compañías en todo el mundo, con las cuales, mediante una prima anual, se contrataba el mantenimiento de los bloques de hielo en las condiciones requeridas para que aquella larva humana siguiera viviendo y a su tiempo fuera despertada.
Mas sucedió que como los plazos solían ser largos, mientras el personaje dormía la compañía gurdivanizadora quebraba, los administradores huían y el pobre tipo se quedaba olvidado para siempre.
No había que confiar demasiado en que los herederos, después de treinta, cuarenta o cincuenta años, se acordaran de llamarlo a la vida para gozar de su conversación y devolverle su fortuna.
Precisamente solían ser los herederos los que menos interés tenían en que se desgurdivanizaran, porque la aparición de un abuelo en tales condiciones acarreaba a sus lejanos y desconocidos biznietos complicaciones de toda clase.
Por eso más de un biznieto se arregló con la empresa gurdivanizadora para que le cortara la corriente eléctrica y lo dejara dormido en apariencia, pero en realidad más muerto que un mamut adentro de un ventisquero.
Tuvieron que intervenir los gobiernos y fiscalizar severamente a las empresas, para que el gurdivanizado pudiera dormir seguro de que no le cortarían la corriente y que a su debido tiempo lo desgurdivanizarían.
Como la operación y su mantenimiento costaban mucho, no se gurdivanizaban sino los muy ricos, que podían asegurar el pago anual de una prima elevadísima.
Se comprende fácilmente que el negocio contase con la decidida oposición de los futuros herederos del caprichoso señor, que prefería aplazar su muerte, saltando por arriba de ello y condenándolos a gastar la tela de su vida en la pobreza, mientras él dormía para despertarse algún día más joven y fuerte que ellos.
Esto causó pleitos y discordias, y entonces fundiéronse compañías de seguros que se encargaban de ir pagando a esos herederos las rentas que posiblemente hubieran recibido si el personaje se hubiera muerto en vez de echarse a dormir; y al final del plazo, cuando despertaba, se encargaban asimismo de devolverle sus bienes, mermados de las enormes primas que se abonaban por esta clase de seguros.
Con lo cual se acallaron las protestas de los herederos, pero no disminuyeron las aprensiones que ellos tenían al sentirse envejecer, viviendo de unas rentas que habían de concluirse el día que su abuelo o abuela saliese del estuche muy fresco y dispuesto a seguir viviendo largos años más.
Precisamente el abuelo de Rahab, el riquísimo Zacarías Blumen, se había hecho gurdivanizar por treinta años en 1970. Tenía setenta y se le había metido entre ceja y ceja alcanzar el año 2000.
Entre los innumerables negocios de su larga vida había uno que por haberlo discurrido casi al final, era objeto de su predilección: el de Las Mil Puertas Verdes.
Un día Buenos Aires vio abrirse una pequeña tienda con puertas verdes. Vendíase en ella toda clase de artículos. No había cosa útil que no se encontrase allí, desde un modesto peine de baquelita hasta un reloj Patek Philippe; desde un alfiler de gancho hasta un suntuoso traje de novia.
A la entrada del comercio había una muestra en que se leía: Las Mil Puertas Verdes - Puerta N0 1.
Un mes después ya funcionaban veinte Puertas Verdes en distintos barrios porteños. Un año después ya eran cien.
Naturalmente, en el barrio donde se abría una Puerta Verde respaldada por la más poderosa organización financiera de América del Sur, sucumbían todos los comercios similares.
A la vuelta de veinticinco años, en todas las ciudades argentinas se habrían inaugurado Las Mil Puertas Verdes, y por lo menos diez mil comercios rivales se habrían fundido.
Pero Zacarías Blumen, el genial inventor de aquella formidable maquinaria, no alcanzaría a ver esa maravilla.
Podía, es verdad, sacrificando un centenar de millones, acelerar la marcha implacable del monstruoso organismo que avanzaba aplastando a todos sus competidores como un tanque de guerra aplastaría a un pobre tacurú de los campos; pero Zacarías Blumen no era hombre de modificar planes financieros que trazaba con la precisión con que un estratega traza sus operaciones en el campo de batalla. Los negocios eran para él batallas en que sus millones evolucionaban como los regimientos de un general.
Como él previó que moriría a los ochenta y cinco años, esto es, diez años antes de inaugurarse la milésima Puerta según sus cálculos, resolvió gurdivanizarse.
Cerraría los ojos y los abriría treinta años después, cuando estuvieran rodando vertiginosamente las mil ruedas de su trituradora, que le darían cien millones de ganancia cada año y lo harían rey de todos los comercios de la República.
La dificultad consistió en hallar alguien capaz de asegurar a sus herederos la renta colosal que les correspondería si él muriese de veras.
No habiendo en el país ni en el mundo nadie con los riñones bastante fuertes para eso, resolvió fundar él mismo una compañía con quinientos millones de capital.
Cinco magnates amigos suyos realizaron la enorme combinación. Se compró al Gobierno un inmenso edificio abandonado que había en cierta localidad llamada El Palomar,( ) y se llenó el mundo con su propaganda y empezaron a llegar clientes de todas las naciones.
Era la Argentina, merced a su legislación sabia y generosa, el campo ideal para los grandes negocios, irrealizables en otras comarcas menos libres.
Así, pues, Zacarías Blumen se metió un día en un cajón de roble que gracias a un procedimiento decolorante era traslúcido como un cristal de roca; se bebió una copa de champaña; se durmió sonriendo al ligero cosquilleo de los alambres eléctricos que le pusieron en ambos tobillos y fue luego acomodado en uno de los mil nichos dispuestos como celdillas de un panal, en el patio de honor del antiguo edificio.
Muchos viejos envidiaban su suerte, pero no podían imitarlo por no ser bastante ricos para pagar las anualidades a la empresa.
— ¡Las cosas que alcanzará a ver este bribón en el año 2000! —decían los que le envidiaban—. Verá al Anticristo y es seguro que se hará su amigo; tal vez será su ministro de Hacienda, porque Buenos Aires será en el año 2000 la capital del Anticristo...
Rahab conocía toda aquella historia. El viejo Zacarías Blumen podía dormirse o despertarse cuando quisiera, porque su madre en 1990 tenía dos veces más millones que los que hubiera podido juntar nunca su bisabuelo Zacarías, que se había dormido antes de que se descubriera la desintegración de la materia. Ya hemos explicado en qué forma este portentoso descubrimiento valorizó los metales preciosos de que se habían desprendido casi todos sus poseedores.
Misia Hilda había tenido el instinto de acaparar centenares de toneladas de aquel oro, que a raíz de la desmonetización decretada por todos los gobiernos llegó a cotizarse en menos que la estearina o el jabón.
Los alquimistas le dieron un día la razón cuando descubrieron que un poquito de oro volatilizado en hornillos especiales, rendía tanto trabajo útil como miles de toneladas de buen carbón. De donde resultaba que el oro valía infinitamente más que antes.
— ¡Si fuéramos a El Palomar a ver gurdivanizarse a ese pobre Rocío López! — exclamó Rahab.
— ¡Vamos allá! —respondió Foto apretando el botón de marcha, con lo que el avión, como una golondrina libertada, echó a volar de nuevo.
Llegaron justamente cuando el desventurado poeta que iba a dormir seis lustros por amores contrariados, se estaba colocando él mismo las tobilleras de metal unidas a los alambres eléctricos.
Como era rico, tenía muchos amigos y no pocos parientes que rodeaban la mesa de alabastro donde se efectuaban los preparativos.
Rahab se abrió paso hasta la primera fila; él se alegró de que la preciosa muchacha fuera la última cosa que vieran sus ojos antes de cerrarse y la saludó con sonrisa triste y amorosa.
— ¡Buenos sueños, hijo! —le respondió ella desenfadadamente—. Después me contarás lo que hayas soñado.
—Me despertaré con los mismos veinte años que tengo ahora, y tú tendrás cincuenta.
— ¡Quién sabe, Rocío, si yo en tu ausencia no me resuelvo a imitarte!
— ¡Oh, qué dulce me sería que durmieras a mi lado! —exclamó Rocío acostándose en el cristalino féretro.
—Sí, es cierto —respondió Rahab, pero tú en tu cajón y yo en el mío.
Bebía el desventurado su última copa de champaña, y la máquina eléctrica empezó a funcionar desprendiendo un fuerte olor a ozono.
— ¡Adiós, Rocío! —gritaban los amigos viendo cómo se dormía el poético mancebo.
Y él, con voz cada vez más lejana, como si hablara desde las nieves eternas, respondía:
— ¡Adiós, Rahab...!
CAPÍTULO VI
Dos rosas y una Cruz
Fray Simón de Samaria, el superior de los gregorianos, probablemente el último superior de aquella antiquísima orden, llegó a su celda que estaba en el rincón más oscuro de los claustros, a la sombra de unas eternas glicinas de morados racimos.
El jardín de los gregorianos era inculto pero hermosísimo. Todo crecía allí a la buena de Dios desde hacía trescientos años.
Caía de viejo un tronco y nadie se cuidaba de levantarlo, y cien retoños de la misma o de otras raíces envolvían piadosamente sus despojos, tejiendo un matorral donde anidaban los pájaros y mariposeaban los alguaciles y las libélulas.
Más que jardín, era una huerta descuidada y frondosa entre tapiales verdinegros, erizados todavía de cascos de botellas para defenderla contra los intrusos.
La celda se abría sobre el claustro del sur, y tenía una ventana que daba hacia otro jardín interior, más reducido pero igualmente descuidado y fosco.
El fraile se sentó delante de una mesa pintada de negro. Allí había una máquina eléctrica de escribir y un breviario.
La máquina imprimía signos microscópicos sobre levísimas hojas de baquelita, que sólo se podían descifrar gracias a otra máquina traductora.
Procedimiento antipático para un escritor, cuya vena no fluye sino cuando se establece la comunicación del cerebro con el papel, sin mecanismos materiales.
Por eso fray Simón ciertas cosas las escribía a pluma, como se hacía en el pasado siglo. Esa vez cogió su estilográfica y abrió un cuadernito donde asentaba su diario.
Mas se entretuvo leyendo una página que databa ya de algunos meses: “Ayer visité a Juana Tabor en su hermosa quinta de Martínez, que fue de los jesuitas hasta la expulsión de la orden en 1960. Ella ha tratado de conservar el sello vetusto de la arboleda y de las construcciones.
“¿Por qué me sentía triste en medio de tanta hermosura? ¿Por qué me venía a la memoria la frase de Tonnellé, escritor francés: ‘El amor que experimento por lo bello es un amor grave y profundo, porque es un amor que hace padecer? “He hablado con Juana Tabor de sus dificultades para aceptar los dogmas católicos.
“Esa mujer tan misteriosa y mundana es un alma profundamente religiosa, a pesar de la nube de incredulidad con que el protestantismo, la religión de su niñez según creo, ha envuelto su pensamiento y su corazón.”( )
En otra página escrita después:
“Ha venido al locutorio. Hemos hablado largamente y me ha dicho, fijando en mí su mirada oriental:





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