7. LOS DESEOS Y PETICIONES EN EL ABANDONO…
Hay
derecho de hacerlo. Pues Molinos fue condenado por haber
sostenido la proposición siguiente: «No conviene que quien
se ha resignado a la voluntad de Dios le haga ninguna súplica; porque, siendo
ésta un acto de voluntad y elección propias, y pretendiéndose con ellas que la
voluntad divina se amolde a la nuestra, vendría a resultar una verdadera imperfección.
Las palabras evangélicas "pedid y recibiréis no las dijo Jesucristo para
las almas interiores que no quieren poseer voluntad propia. Es más, estas almas
llegan a no poder dirigir a Dios una petición.»
«No
temáis, pues -dice el Padre Baltasar Álvarez-, desear y pedir la salud, si
estáis decididos a emplearla puramente en servicio de Dios: tal deseo, en vez
de ofenderle, le agradará.
En
apoyo de mi aserto puedo citar su propio testimonio: Mi
amor a las almas es tan grande, decía El a Santa Gertrudis, que me fuerza a
secundar los deseos de los justos, siempre que estén inspirados en un celo puro
y humanamente desinteresado. ¿Hay enfermos que desean de veras la salud para
servirme mejor?, que me la pidan con toda confianza.
Más aún: si la desean para merecer mayor galardón, me dejaré
doblegar, pues les amo hasta el extremo de asemejar sus intereses a los míos.»
En
idéntico sentido se expresa San Alfonso: «Cuando
las enfermedades nos aflijan con toda su agudeza, no será falta darlas a
conocer a nuestros amigos, ni aun pedir al Señor que nos libre de ellas. No
hablo sino de los grandes padecimientos.» La misma doctrina enseña a
propósito de las arideces y de las tentaciones, apoyándola en dos ejemplos entre todos memorables; el primero es el del
Apóstol, el cual, abofeteado por Satanás, no creía faltar al perfecto abandono,
rogando por tres veces al Señor que apartase de él el espíritu impuro; mas en
habiéndole Dios respondido «Bástate mi gracia», San Pablo acepta humildemente
la necesidad de combatir, y yendo más lejos, se complace en su debilidad, porque
en la aflicción es cuando se siente fuerte, merced a la virtud de Cristo.
El
segundo ejemplo es aún más augusto, y ofrece una prueba sin réplica. El mismo Jesucristo
en el momento de su Pasión, descubrió a sus apóstoles la extrema aflicción de
su alma, y rogó hasta tres veces a su Padre le librase de ella.
Mas
este divino Salvador nos enseñó al propio tiempo con su ejemplo lo que hemos de
hacer después de semejantes peticiones: resignarnos inmediatamente a la
voluntad de Dios, añadiendo con El: «Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que
Vos queréis.»
Inútil
es añadir nada para dar a entender lo que no es permitido en parecidas
circunstancias. San Francisco de Sales señala, sin embargo, una excepción: «Si el beneplácito divino nos fuera declarado antes de su
realización como lo fue a San Pedro el género de su muerte, a San Pablo las
cadenas y la cárcel, a Jeremías la destrucción de su amada Jerusalén, a David
la muerte de su hijo; en tal caso deberíamos unir al instante nuestra voluntad
a la de Dios.» Esto en la suposición de que el beneplácito divino
aparezca absoluto e irrevocable; de no ser así, conservamos el derecho de
formular deseos y peticiones.
Pero,
por lo general, no estamos obligados a ello, pues los sucesos de que se trata
dependen del beneplácito de Dios, a quien toca decidir, no a nosotros. Y una
vez que se haya hecho cuanto la prudencia exige, ¿por qué no nos será permitido
decir a nuestro Padre celestial: «Vos sabéis cuánto
ansío crecer en virtud y amaros cada vez más? ¿Qué me conviene para
conseguirlo? ¿La salud o la enfermedad, las consolaciones o la aridez, la paz o
la guerra, los empleos o la total carencia de ellos? Yo no lo sé, pero Vos lo
sabéis perfectamente. Ya que permitís que exponga mis deseos, yo prefiero
confiarme a Vos, que sois la misma Sabiduría y
Bondad; haced de mí lo que os plazca. Otorgadme tan sólo la gracia de
someterme con entera voluntad a cuanto decidiereis.» Parécenos que
ningún deseo, ninguna petición puede testimoniar mayor confianza en Dios que
esta actitud, ni mostrar más abnegación, obediencia y generosidad de nuestra
parte.
Tal es
el sentir de San Alfonso. Establece el santo tres grados en la buena intención:
«1º
Puédese proponer la consecución de bienes temporales, por ejemplo, mandando celebrar
una misa o ayunando para que cese tal enfermedad, tal calumnia, tal
contrariedad temporal. Esta intención es buena, supuesta la resignación, pero
es la menos perfecta de las tres, porque su objeto no se levanta de lo terreno.
2º Puédese
proponer la satisfacción a la justicia divina o conseguir bienes espirituales:
como virtudes, méritos, aumento de gloria en el cielo. Esta segunda intención
vale más que la primera.
3º
Puédese no desear sino el beneplácito de Dios, el cumplimiento de la divina
voluntad. He aquí la más perfecta de las tres intenciones y la más meritoria.» «Cuando estamos enfermos, dice en otra parte, lo mejor es
no pedir enfermedad ni salud, sino abandonarnos a la voluntad de Dios, para que
El disponga de nosotros como le plazca.» San Francisco de Sales es aún
más claro y explícito. Nos enseña a inclinarnos siempre hacia donde más se
distinga la voluntad de Dios y a no tener más deseos que éste. «Aunque el Salvador de nuestras almas y el glorioso San
Juan, su Precursor, gozasen de propia voluntad para querer y no querer las
cosas, sin embargo, en lo exterior dejaron a sus madres al cuidado de querer
hacer por ellos lo que era de necesidad.»
Nos
exhorta a «hacernos plegables y manejables al beneplácito divino como si
fuéramos de cera, no entreteniéndonos en querer y en desear las cosas; antes dejando
que Dios las quiera y haga como le agradare».
Propone
después por modelo a la hija de un cirujano que decía a su amiga: «Estoy padeciendo muchísimo y, sin embargo, ningún
remedio se me ocurre, pues no sé cuál sea el más acertado, y pudiera suceder
que deseando una cosa me fuera necesaria otra. ¿No será mejor descargar todo
este cuidado en mi padre que sabe, puede y quiere por mi cuanto requiere la
cura? Esperaré a que él quiera lo que juzgare conveniente y no me aplicaré sino
a mirarle, a darle a conocer mi amor filial e ilimitada confianza. ¿No testimonió esta hija un amor más firme hacia su padre
que si hubiera andado pidiéndole remedios para su dolencia o que se hubiera entretenido
en mirar cómo le abría las venas y corría la sangre?»
¿Quién
no conoce la célebre máxima: «Nada desear, nada pedir, nada rehusar»? San
Francisco de Sales, cuya es la fórmula, declara expresamente que ella no se
refiere a la práctica de las virtudes; y personalmente la aplica con especial
insistencia a los cargos y empleos de la Comunidad, sin dejar de proponerla
también para el tiempo de enfermedad, de consolación, de aflicción, de
contrariedad, en una palabra, para todas las cosas de la tierra y todas las disposiciones
de la Providencia, «sea por lo que mira al exterior,
sea por lo que respecta al interior. Siente un extremado deseo de grabarla en
las almas, por considerarla de excepcional importancia».
Preguntaron
al Santo Doctor si no podía uno desear los «empleos humildes» movidos por la
generosidad. «No, respondió el Santo; por causa de humildad.» «Hijas mías, este
deseo no implica nada de malo, sin embargo, es muy sospechoso y pudiera ser un
pensamiento puramente humano. En efecto, ¿qué sabéis vosotras si habiendo anhelado
estos empleos bajos, tendréis el valor de aceptar las humillaciones, las
abyecciones y las amarguras con que habéis de topar en ellos y si lo tendréis
siempre? Hay que considerar, por tanto, el deseo de cualquier género de cargos,
bajos u honrosos, como una verdadera tentación; y lo mejor será no desear nunca
nada, sino vivir siempre dispuesto a hacer cuanto de nosotros exigiere la
obediencia.»
En
resumen, para cuanto se refiere al beneplácito de Dios, en tanto su voluntad no
parezca absoluta e irrevocable, podemos formular deseos y peticiones, por más
que a ello no estemos obligados, y aún es más perfecto entregarse en todo esto
a la Providencia. Existen, sin embargo, casos en que sería obligatorio
solicitar el fin de una prueba, por ejemplo, si para ello se recibe la orden
del superior. Si viera uno que desmaya por falta de fuerzas y de ánimos,
bastaríale orar en esta forma: Dios mío, dignaos de
aliviar la carga o aumentar mis fuerzas; alejad la tentación o concededme la
gracia de vencerla.
En
cuanto al tenor de estas oraciones, se pedirán de un modo absoluto los bienes
espirituales absolutamente necesarios; los que no constituyen sino un medio de
tantos hanse de pedir a condición de que tal sea el divino beneplácito,
haciendo con mayor razón la misma salvedad con respecto a los bienes
temporales. Lo que es preciso desear sobre todo es santificar la prosperidad y
la adversidad, «buscando el reino de Dios y su justicia: lo restante nos será dado
por añadidura». A los que invierten este orden y buscan principalmente el fin
de las pruebas, el Padre de la Colombière dirige el siguiente párrafo
eminentemente sobrenatural: «Mucho me temo que
estéis orando y haciendo orar en vano. Lo mejor hubiera sido mandar decir esas
misas y hacer voto de estos ayunos en orden a alcanzar de Dios una radical enmienda,
la paciencia, el desprecio del mundo, el desasimiento de las criaturas.
Cumplido esto, hubierais podido hacer peticiones para la recuperación de
vuestra salud y prosperidad de vuestros negocios; Dios las hubiera oído con gusto
o más bien las hubiera prevenido, bastándole conocer vuestros deseos para
satisfacerlos».
Esta
doctrina es conforme a la práctica de las almas santas, pues si a veces piden
el fin de una prueba, más frecuentemente es verlas inclinadas hacia el deseo del
padecimiento al cual se ofrecen cuando sólo escuchan la voz de su generosidad;
mas cuando la humildad les habla con mayor elocuencia que el espíritu de
sacrificio, entonces ya no piden nada y se remiten a los cuidados de la
Providencia.
Finalmente,
lo que domina y prevalece en estas almas es el amor de Dios junto con la
obediencia y el abandono a todas sus determinaciones.
Así
vemos que Santa Teresa del Niño Jesús, después de haber estado llamando largo
tiempo al dolor y a la muerte como mensajeros de gozo, llega un día en que, a
pesar de apreciarlos, ya no los desea; porque sólo necesita amor, y únicamente
se aficiona a «la vida de la infancia espiritual,
al camino de la confianza y del total
abandono. Mi Esposo, dice, me concede a cada instante lo que puedo soportar,
nada más; y si al poco rato aumenta mi padecer, también acrecienta mis fuerzas.
Sin embargo, jamás pediría yo sufrimientos mayores; que soy harto pequeñita. No
deseo más vivir que morir; de manera que si el Señor me diese a escoger, nada
escogería; sólo quiero lo que El quiere; sólo me gusta lo que El hace».
Otra
alma generosa «tampoco pedía a Dios la librara de sus penas; pedíale, sí, la
gracia de no ofenderle, de crecer en su amor, de llegar a ser más pura. Dios
mío, ¿queréis que yo sufra? Sea enhorabuena, yo quiero sufrir. ¿Queréis que
sufra mucho?, quiero sufrir mucho. ¿Queréis que sufra sin consuelo?, pues
quiero sufrir sin consuelo. Todas las cruces de vuestra elección lo serán de la
mía. Empero, si yo os he de ofender, os lo suplico, sacadme de este estado; si
yo os he de glorificar, dejadme sufrir todo el tiempo que os plaza».
Gemma
Galgani tenía una sed asombrosa de inmolación. Y a pesar de todo, aunque en
medio de un diluvio de males y persecuciones, se portó con tanto heroísmo,
implora una pequeña tregua, quejándose amorosamente en medio de sus penas
interiores: «Decidme, Madre mía, adónde se ha ido Jesús;
Dios mío, no tengo sino a Vos y Vos os escondéis.»
Pero
llega a decir con un perfecto abandono: «Si os agrada martirizarme con la
privación de vuestra amable presencia, me es igual siempre que os tenga
contento.»
8. LOS ESFUERZOS EN EL ABANDONO
Fuera
craso error práctico considerar el abandono como una virtud puramente pasiva y
creer que el alma no ha de hacer otra cosa que echarse a dormir en los brazos
divinos que la llevan. Sería olvidar este principio de León XIII, «no existe ni
puede existir virtud puramente pasiva». Además de que implicaría un falso
concepto del divino beneplácito.
Como
toma una madre a su pequeñito y después de colocarlo
donde quiere, éste se ve puesto allí sin haber hecho de su parte más que
dejarse manejar; así pudiera seguramente haberse Dios con nosotros; podría
levantarnos al grado de virtud que le agradase, enmendar súbitamente un vicio
obstinado y rebelde, preservarnos para siempre de ciertas tentaciones, etc.; y
a las veces lo hace; pues al fin esas elevaciones súbitas y esas
transformaciones repentinas no son cosas que excedan su poder. Sin embargo,
continuarán siendo la excepción, por cuanto desordenarían sus sabios planes si
fueran demasiado frecuentes. Bien está que a un niño haya que traerle en
brazos, porque no puede andar; empero Dios nos ha dotado del libre albedrío y
no quiere santificarnos sin nosotros. Por lo que de tal suerte templará su acción
que nuestros progresos sean justamente obra de su gracia y de nuestra libre
cooperación. Según esto, en los sucesos que declaran el divino beneplácito, la
intervención de Dios se limitará de ordinario a tomarnos de su mano soberana y
a colocarnos en la situación que El mismo nos haya deparado, sin consultar para
nada nuestras pretensiones y gustos y aun contrariándolos no pocas veces; nos
pondrá en la salud o en la enfermedad, en consuelos o en penas interiores, en
la paz o en el combate, en la calma o en la agitación, etc. Veces habrá en que
para dicha o desdicha nuestra nosotros mismos nos hemos ido preparando estos estados,
y muchísimas otras ninguna parte tendremos en ello; mas como quiera que fuere,
lo cierto es que Dios es quien dispone de nosotros y que por lo mismo, una vez
puestos en tales situaciones, habrá que cumplir con nuestro deber contando con
la gracia de Dios; deber, por cierto, bien complejo.
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