SAN PEDRO ALCANTARA
En nuestra desdichada época en que la inmoralidad se desborda cual
ola de inmundicia, y en que la impiedad sube como una noche sombría, hemos
visto multiplicarse las víctimas y aun las fundadoras de comunidades de
víctimas. Si hemos de dar
crédito a las revelaciones privadas, Nuestro Señor tiene necesidad de víctimas
y de víctimas esforzadas, busca almas que expíen con sus sufrimientos y
tribulaciones por los pecadores y los ingratos... «El
está padeciendo y no encuentra bastantes almas que quieran seguirle
generosamente por la vía del padecimiento.» Estas revelaciones son indudablemente
respetables y llenas de verosimilitud. Pero lo que constituye una garantía más
fuerte y fuera de toda duda es la palabra del Vicario de Jesucristo. Pío IX
sugería a un Superior General de Orden la idea de invitar a las almas generosas
a ofrecerse a Dios como víctimas de expiación.
León
XIII, en Encíclica dirigida a Francia en 1874, exhorta «sobre
todo a los fieles que viven en los Monasterios a esforzarse por apaciguar la
ira de Dios, por medio de la oración humilde, de la penitencia voluntaria y de
la ofrenda de sí mismos». San Pío X alabó muy mucho «la Asociación
Sacerdotal», pues vio con satisfacción que «muchos de
sus miembros se ofrecen a Dios secretamente para ser inmolados como víctimas de
expiación, especialmente por las almas consagradas, en estos desdichados
tiempos en que la penitencia es tan necesaria»; y enriqueció con
numerosas indulgencias «este importante oficio de la piedad cristiana».
Es, en
efecto, un modo eficacísimo de ejercitar el santo amor de Dios y del prójimo.
Mas,
según la expresión de San Pío X, es esto «obra muy
grande y empresa bien ardua» No queremos con ello desanimar las
voluntades generosas, cuando el Soberano Pontífice las invita; tan sólo es
nuestro intento prevenir la indiscreción. Las almas que hacen profesión en una
Comunidad de Víctimas no han de temer al menos la imprudencia o la sorpresa: la
Regla ha debido precisar los límites de su ofrenda, y ellas mismas han ensayado
sus fuerzas durante el noviciado. Mas cuando tal ofrenda se hace con o sin
voto, fuera de la profesión religiosa, y la entrega se hace sin reservas, jamás
se sabe de antemano hasta qué punto Dios usará los derechos que se le
confieren. Con seguridad que si estos avances se hacen sólo por responder a una
vocación debidamente reconocida, Dios, que es el que llama, dispone en
consecuencia de las gracias. Así, una religiosa, ocho días antes de su muerte,
después de prolongadas y terribles pruebas, podía decir «que no le apenaba el haberse ofrecido como víctima». Santa Teresa
del Niño Jesús, el día mismo de su muerte, decía también: «No me arrepiento de haberme entregado al amor.»
¿Sucederá lo mismo cuando uno se decide a la ligera y sin haber orado,
reflexionado y consultado y probado? ¿Nos deberá el Señor gracias especiales
como precio de nuestra temeridad? Cuanto más nos hayamos apresurado a
entregarnos, tanto menos tardaremos quizá en fatigar con nuestras quejas y
nuestros desalientos a nuestro director y a cuantos nos rodean. El verdadero lugar de una víctima está en el Calvario de
Jesús y no en las dulzuras del amor... Las almas consoladoras, las almas
reparadoras son víctimas con la gran Víctima del Calvario. «Es conveniente que se sepa, porque al ver la facilidad un
tanto presuntuosa con que muchos se entregan a los derechos divinos y se le
ofrecen como víctimas, se adivina que no sospechan la seriedad con que suele
tomar estas cosas Aquel a quien se entregan. Hay determinado número de derechos
que Dios ejerce sobre nosotros antes de la autorización que nuestra libertad le
da acerca de ellos. ¡Feliz mil veces el que todo lo entrega! Pero que cuente
con grandes trabajos y con particulares inmolaciones.» La prueba de este
hecho brilla en cada página de la vida de las almas victimas.
Esto
supuesto, he aquí las diferencias más salientes entre dicho ofrecimiento y el
abandono:
SAN JUAN DE LA CRUZ
1ª El
simple abandono no se adelanta. Para todo cuanto depende de la Providencia y no
de nosotros, mantiénese en una santa indiferencia y espera el beneplácito
divino, a modo de un niño que se deja llevar con docilidad y con amor. Por el
contrario, quien se ofrece, se adelanta. Por el mismo
hecho de su oblación, pide implícitamente el padecer, incita a Dios a
enviárselo, a veces hasta lo solicita expresamente.
2ª El
abandono no entraña ni orgullo, ni temeridad, ni ilusión; rebosa prudencia y humildad, pues deja a Dios el cuidado de
regirlo todo y nos reserva tan sólo el de obedecer.
Es el
simple cumplimiento de la voluntad divina. ¿Puede, sin un llamamiento divino,
ser la ofrenda tan humilde, tan exenta de ilusiones y presunción? ¿Deja a Dios
la iniciativa para disponer de nosotros?
3ª El
alma que se abandona a la acción divina puede contar con la gracia: la que se
adelanta, a excepción siempre del divino llamamiento, ¿puede estar tan segura
de tener a Dios consigo? Las almas avanzadas se dirigen como por instinto hacia
el abandono, y a todos se puede aconsejar practicarle en espíritu de víctimas.
Lo mismo sucede con la obediencia de cada día y la mortificación voluntaria.
Esta intención en nada recarga nuestras obligaciones, sino que hace circular
por ellas una nueva savia de amor puro que aumenta su mérito y su fecundidad.
Por el contrario, la prudencia y la humildad quieren que no se pidan
sufrimientos, a menos de un llamamiento divino, debidamente reconocido. Aun en
este caso, no ha de hacerse sin antes haber probado las fuerzas, soportando con
paciencia las pruebas ordinarias y dándose a la mortificación voluntaria. Si
nosotros tomamos la iniciativa de pedir tal o cual género de sufrimientos,
somos nosotros los que disponemos y hemos de seguir en este acto, como en todos
los demás, las reglas de la prudencia; ahora bien, la prudencia pide se
exceptúen las pruebas que nos pudieran resultar más peligrosas, y la caridad, a
su vez, las que serian demasiado molestas a cuantos nos rodean. No parece que
haya necesidad de usar de las mismas precauciones cuando se deja a Dios el
cuidado de escoger, porque entonces es Dios quien dispone, no nosotros, siempre
puede uno adaptarse a lo que dispone la paternal Sabiduría.
Por
otra parte, salvo el divino llamamiento, ¿para qué
pedir el sufrimiento? Un alma que aspira a las más altas virtudes,
¿tiene necesidad de buscar algo más que la obediencia y abandono perfectos? Los
votos, la Regla, las disposiciones de la Providencia es el camino más seguro
que lleva a la perfección sin error ni engaño. En él hallarán siempre
maravillosos recursos para adquirir la pureza del alma y las perfectas
virtudes, y la íntima unión con Dios. Esta transformación progresiva mediante
las observancias es ya una ruda labor capaz de colmar una larga vida. Mas si esto no basta a nuestra generosidad, la Regla nos
invita, contando con la debida autorización, a hacer más de lo que ella manda,
abriendo así al espíritu de sacrificio, horizonte ilimitado casi y tan vasto
como nuestros deseos. En cuanto al santo abandono, toda alma interior
halla mil ocasiones de ponerlo en práctica; un religioso lo necesitará con
frecuencia en la Comunidad, mucho más aún los Superiores en el desempeño de su
cargo. Es necesario comenzar por dar buena acogida a
las cruces que Dios nos ha elegido y si El ve que no bastan a nuestro ardor de
sufrir, sabrá por si mismo aumentar el número y la pesadez.
Por tanto, las almas que desean vivir en espíritu de victimas no
tienen necesidad, generalmente hablando, de solicitar el sufrimiento, pues no
dejarán de encontrarlo en la vida interior, las obligaciones diarias, la
mortificación voluntaria y las disposiciones de la Providencia. Este camino modesto no tiene el brillo del voto de
víctima, pero el espíritu de sacrificio halla en él abundante alimento,
mientras que la prudencia y la humildad se encuentran quizá allí con mayor
seguridad. Bien entendido que cuando el Espíritu Santo llama por sí mismo a
ofrecerse como víctima, con tal que ésta obre con el permiso y bajo la
inspección de los representantes de Dios y que ante todo se muestre celosa por
sus deberes diarios, no se le puede objetar ni la temeridad ni la ilusión, pues
obedece al llamamiento divino. Debe prepararse a
difíciles pruebas, en las que tendrá el correspondiente mérito y Dios estará
con ella.
El
Santo Abandono tiene por fundamento la caridad. No se trata aquí ya de la
conformidad con la voluntad divina, como lo es la simple resignación, sino de la entrega amorosa, confiada y filial, de la pérdida
completa de nuestra voluntad en la de Dios, pues propio es del amor unir así
estrechamente las voluntades. Este grado de conformidad es también un
ejercicio muy elevado del puro amor, y no puede hallarse de ordinario sino en
las almas avanzadas que viven principalmente de ese puro amor. Mas como exige
un perfecto desasimiento, y la caridad necesita hacer aquí un llamamiento del
todo particular a la fe y a la confianza en la Providencia, hablaremos en
primer lugar del desasimiento, de la fe y de la confianza, terminando por el
amor que es principio formal del Santo Abandono.
SANTA TERESA DE JESUS
2. Fundamentos del Santo Abandono
1. EL DESASIMIENTO
La condición previa de una perfecta conformidad es el perfecto
desasimiento. Porque si nuestra
voluntad tiene intensas aficiones, si se encuentra pegada y como clavada, no se
dejará cautivar cuando sea preciso hacerlo para unirla a la de Dios. Por poco
apegada que esté, pondrá resistencia, habrá violencias y desgarramientos
inevitables y estaremos muy distanciados de una conformidad pronta y fácil, y
más distanciados aún del perfecto abandono, y esto por dos razones:
1ª El Santo Abandono es una total unión, una especie de
conformidad de nuestra voluntad con la de Dios, hasta el punto de estar
nosotros dispuestos de antemano a todo lo que Dios quiera y a recibir con amor
todo cuando haga.
Antes
del acontecimiento es una espera tranquila y confiada; después del
acontecimiento es la sumisión amorosa y filial.
Por
aquí se verá qué profundo desasimiento supone.
2ª, este desasimiento ha de ser tan universal como profundo,
porque Dios, ¿nos querrá ricos o pobres, enfermos o con buena salud, en las
consolaciones o en las pruebas de la piedad, estimados o despreciados, amados u
odiados? Siendo Él el Soberano Dueño, tiene absoluto
derecho para disponer de nosotros a su gusto. Por su beneplácito podrá
probarnos en los bienes exteriores, en los del cuerpo, del espíritu, de la
opinión, como El quiera, sin consultamos, casi siempre de un modo imprevisto.
Es necesario, pues, que nuestra voluntad, si ha de conservarse en disposición
de recibir todos los quereres divinos, esté constantemente desasida de todos
estos géneros de bienes, desasida de las riquezas, de los parientes y amigos,
desasida de la salud, del reposo, del bienestar, de sus propios quereres, de la
ciencia, de las consolaciones, desasida de la estima y del cariño de los demás.
En todas estas cosas y otras semejantes necesita estar siempre y por completo
desprendida, no buscando sino a Dios y su santísima voluntad.
De
esta suerte, el beneplácito divino, que podrá manifestarse hasta de un modo
imprevisto y bajo cualquier forma, será recibido sin dificultad y de todo
corazón. El que desea llegar al Santo Abandono ha de
tener, pues, en grande aprecio la mortificación cristiana, cualquiera que sea
su nombre: abnegación, renuncia, espíritu de sacrificio, amor de la cruz. En
esto deberá ejercitarse lo más que pueda con perseverancia infatigable, a fin
de llegar por este medio al perfecto desasimiento y conservarse en él para
siempre.
Porque
dice con mucha razón el P. Roothaan: «En vano sería sin la mortificación tratar
de conseguir la indiferencia, puesto que por la sola mortificación o por la
mortificación sobre todo, puede uno llegar a ser y mostrarse indiferente.» Más
con no menos razón añade el P. Le Gaudier: «No es
pequeña la dificultad de añadir a la observancia de los preceptos el desprecio
voluntario de las riquezas y de los bienes exteriores; aún es más difícil
juntar a esto el desprecio de la reputación y toda gloria; mucho más difícil
todavía, no hacer caso alguno de la vida, del cuerpo y de la propia voluntad.
Empero, lo más dificultoso es subordinar a la sola voluntad y gloria de Dios
los dones sobrenaturales, los consuelos, los gustos espirituales, las virtudes,
la gracia, en fin, y la gloria.» Así, pues, el camino que conduce al
Santo Abandono es largo y muy penoso. He aquí por qué sean tan escasas las
almas que llegan a estas alturas y tan numerosas, al contrario, las que se
quedan en los grados intermedios de la conformidad, o aun en la simple resignación.
Querrían el abandono perfecto, pero sin pagar lo que éste vale. Dios no pide
sino que llenemos con sus dones los vasos vacíos, mas por desgracia no se hace
bastante el vacío, debido a lo que cuesta, viniendo aquí como de perlas la
feliz expresión de Taulero, que tanto gustaba San Francisco de Sales: «Cuando se le preguntaba dónde había encontrado a Dios, decía
allí donde me dejé a mí mismo; y allí donde me encontré a ml mismo, perdí a
Dios.»
Más,
entre todas las formas de renunciamiento, séanos permitido señalar dos de las
más difíciles, a la vez que de las más indispensables: la obediencia y la
humildad. ¿No son el aprecio de nosotros mismos y el apego a nuestra voluntad
el postrer refugio de la naturaleza en sus últimas crisis, el supremo obstáculo
a los progresos y a la paz del alma? Cuando todo lo demás se ha sacrificado,
incluso los bienes exteriores y hasta los del cuerpo, se continúa con harta
frecuencia preso con este doble lazo del orgullo y de la voluntad propia.
Necesario es, pues, si nuestra libertad ha de ser completa, hacer un
llamamiento a la obediencia y a la humildad, dos virtudes hermanas que no
quieren estar separadas. ¡Feliz mil veces el que se aplica con celo
perseverante a desasirse de su propia voluntad, a obedecer siempre y en todo, a
abrazar la paciencia acallando a la naturaleza en las cosas duras, en las
contrariedades y humillaciones! Mucho más feliz aún el que se halla satisfecho
en cualquier abatimiento y apuro, considerándose en todo cuanto se le ordena
como un obrero malo e indigno, y llega hasta llamarse y sinceramente creerse en
lo intimo de su corazón el último y más vil de todos.
Las
almas bien cimentadas en la obediencia y en la humildad, evitarán por este
medio muchos tropiezos que provienen de la
falta de virtud. A pesar de todo, el sufrimiento llegará con frecuencia a
alcanzarlas y ciertamente no serán insensibles a él, pero estarán dispuestas a
dispensarle una buena acogida y su misma humildad las inclinará al perfecto
abandono. En el sentimiento siempre vivo de sus pecados como almas humildes y
puras, rinden homenaje a la Justicia infinita que reclama lo que se le debe; y
aceptan agradecidas el castigo de sus faltas. A cada prueba que se les presenta
dicen: Yo debo sufrir para expiar. Gracias, Dios mío, no es aún todo lo que he
merecido, y si no temieran su debilidad, añadirán con gusto: «Dadme aún, dadme
siempre para que yo
satisfaga
vuestra Justicia.» O bien, considerando las malas inclinaciones que les quedan,
y viendo que cosa de tan poca monta basta para turbarías, sienten una urgente
necesidad de sufrir y de ser humilladas; acogen como dichosa suerte la ocasión
de morir a sí mismas. A veces, olvidando su propia pena y no pensando sino en
la que han causado a Dios, le dicen, como Gemma Galgani: « Pobre Jesús, os he
ofendido demasiado...sosegaos, sosegaos y volved a mí.» O con otra alma
generosa: « Lo que es más penoso que todos los tormentos interiores, lo que es
una verdadera tortura, es la ofensa inferida al objeto amado, el dolor que yo
le he causado.»
A
pesar de su inocencia y de sus virtudes, estas almas, llenas de luz, se
consideran muy indignas de comparecer ante la infinita Santidad, y en su
ardiente deseo de agradaría aceptan con gusto las purificaciones más dolorosas.
De aquí se deduce cuánto facilita la humildad la sumisión, y dispone al Santo
Abandono; al contrario, un alma imperfecta en la obediencia y en la humildad,
se rodea por esta causa de dificultades sin cuento, y apenas se halla preparada
para darles buena acogida. Venga la prueba de Dios o de los hombres, a menos de
sentir que la tiene bien merecida y que la necesita el alma, adopta la posición
de quien no es comprendido, toma modales de víctima, la rehúye o se enoja,
llegando a abusar de los favores divinos como si fuesen pruebas. A este
propósito, se podría decir que la humildad es tan necesaria al alma colmada de
gracias como el agua lo es a la flor. Para que se desarrolle y se conserve
fresca y hermosa... es necesario que esta alma esté embebida en la humildad y
que se bañe continuamente en esta agua bienhechora. Si tan sólo tuviera los
ardores del sol, pronto se secaría, se marchitaría y caería al fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario