3. OBEDIENCIA A LA VOLUNTAD DE DIOS SIGNIFICADA
La
obediencia a la voluntad de Dios significada es, por consiguiente,
el medio normal para llegar a la perfección. Y no es que queramos desestimar,
ni mucho menos, la sumisión a la voluntad de beneplácito, antes proclamamos su
alta importancia y su influencia decisiva. Pues Dios con esa su voluntad nos
depara y escoge los acontecimientos en vista de nuestras particulares
necesidades, prestando de esta manera a la acción benéfica de nuestras reglas
un apoyo siempre utilísimo y a veces un complemento necesario; apoyo y complemento
tanto más precioso cuanto nos es más personal, al contrario de las
prescripciones de nuestras reglas, que por fuerza han de ser generales. Sin
embargo, no es menos cierto que la obediencia a la voluntad significada sigue
siendo, en medio de los sucesos accidentales y variables, el medio fijo y regular,
la tarea de todos los días y de cada instante. Por ella es preciso comenzar,
por ella continuar y por ella concluir.
Hemos
juzgado conveniente recordar esta verdad capital al principio de nuestro
estudio, a fin de que los justos elogios que han de tributarse al Santo
Abandono no exciten a nadie a seguirle con celo exclusivo, como si él fuera la
vía única y completa. Forma, a no dudarlo, una parte importante del camino,
pero jamás podrá constituir la totalidad. De otra suerte, ¿para qué guardamos
la obediencia? Al descuidaría nos perjudicaríamos enormemente, sobre todo si se
atiende a que durante todo el día, desde que el religioso se levanta 20 hasta
que se acuesta, casi no hay momento en que le deje de la mano y en que no lo
dirija con alguna prescripción de regla; además, que la voluntad de Dios sea
significada de antemano o declarada en el curso de los acontecimientos, siempre
tiene la obediencia los mismos derechos e impone los mismos deberes y no nos es
dado escoger entre ella y el abandono; ambos deben ir de acuerdo y en unión
estrechísima.
Ofrécese
la oportunidad de señalar aquí ciertas expresiones peligrosas. Decir, por
ejemplo, que Dios «nos lleva en brazos» o que nos hace adelantar «a largos
pasos» en el abandono, y al revés que nosotros damos «nuestros cortos pasos» en
la obediencia, ¿no es acaso rebajar el precio de ésta y encarecer con exceso el
valor del primero? Si sólo se considera su objeto, la obediencia, es cierto,
nos invita por lo regular a dar pasos cortitos; mas, pudiéndose contar éstos
por cientos y por miles al día, su misma multiplicidad y continuidad nos hacen
ya adelantar muchísimo.
La
constante fidelidad en las cosas pequeñas está muy lejos de ser una virtud
mediocre; antes bien, es un poderoso medio de morir a sí mismo y de entregarse
todo a Dios; es, llamémosle con su verdadero nombre, el heroísmo oculto. Por
lo
demás, ¿qué impide que nuestros pasos sean siempre largos y aun más largos?
Para ello no es necesario que el objeto de la obediencia sea difícil o elevado,
basta que las intenciones sean puras y las disposiciones santas. La Santísima
Virgen ejecutaba acciones en apariencia vulgarísimas, mas ponía en ellas toda su
alma, comunicándoles así un valor incomparable. ¿No podríamos, en la debida
proporción, hacer nosotros otro tanto? El abandono a su vez se ejercitará más
frecuentemente en cosas menudas que en pruebas fuertes. Además, no es cierto que
Dios por su voluntad de beneplácito nos «lleve en brazos» y nos haga avanzar
sin trabajo alguno de nuestra parte.
Ordinariamente
al menos, pide activa cooperación y personal esfuerzo del alma, cuyo espiritual
aprovechamiento guarda relación con esa su buena voluntad. Y al revés,
ocasiones habrá en que por desgracia contrariemos la acción de Dios, enorgulleciéndonos
en 1a prosperidad, rebelándonos en la adversidad; en cuyo caso también
caminaremos a largos 21 pasos, pero hacia atrás.
Dos
cosas dejamos, pues, asentadas: primera, que debemos respetar ambas voluntades
divinas, esto es, obedecer generosamente a la voluntad significada y abandonarnos
con confianza a la de beneplácito; y segunda, que así en la obediencia como en
el abandono Dios no quiere en general santificarnos sin nosotros; siendo, por
tanto, necesario que nuestra acción concurra con la divina, y ello en tal forma
que la buena voluntad venga a ser la indicadora de nuestro mayor o menor
progreso.
4.
CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE BENEPLÁCITO
Al
reservar el nombre de obediencia para indicar el cumplimiento de la voluntad
significada, y el de la conformidad para
indicar la sumisión al beneplácito divino, hemos creído seguir el uso más
generalizado; con todo, preciso es reconocer que reina una gran divergencia
sobre este punto.
San
Alfonso en particular expresa frecuentemente las dos cosas bajo el nombre de
conformidad. Será, pues, necesario atender al contexto para ver en qué sentido
toman los autores estos términos.
Como
todas las demás virtudes, la conformidad con la Providencia, o la sumisión al
beneplácito de Dios, abarca muchos grados de perfección, ora se mire la acción
más o menos generosa de la voluntad, ora se considere el motivo más o menos
elevado de esta adhesión.
1º
Tomando por base de esta clasificación la generosidad con que adaptamos nuestro
querer al de Dios, el P. Rodríguez reduce estos grados a tres: «El primero es
cuando las cosas de pena que suceden, el hombre no las desea ni las ama, antes
las huye, pero quiere sufrirías antes que hacer cosa alguna de pecado por
huirías.
Este
es el grado más ínfimo y de precepto; de manera que aunque un hombre sienta
pena, dolor y tristeza con los males que le suceden, y aunque gima cuando está
enfermo y dé gritos con la vehemencia de los dolores, y aunque llore por la muerte
de los parientes, puede con todo eso tener esta conformidad con la voluntad de
Dios.
»El
segundo grado es cuando el hombre, aunque no desea los males que le suceden, ni
los elige, pero después de venidos los acepta de buena gana por ser aquélla la
voluntad y el beneplácito de Dios: de manera que añade este grado al primero,
tener alguna buena voluntad y algún amor a la pena por Dios, y el quererla
sufrir no solamente mientras está de precepto obligado a sufrirla, sino también
mientras el sufrirla fuera más agradable a Dios. El primer grado lleva las
cosas con paciencia; este segundo añade el llevarlas con prontitud y facilidad.
»El
tercero es cuando el siervo de Dios, por el grande amor que tiene al Señor, no
solamente sufre y acepta de buena gana las penas y trabajos que le envía, sino
los desea y se alegra mucho con ellos, por ser aquélla la voluntad de Dios».
Así es
como los Apóstoles se regocijaban de haber sido juzgados dignos de padecer
ultrajes por el nombre de Jesús, y San Pablo rebosaba de gozo en medio de sus
tribulaciones.
¿Nos
será permitido observar que el amor de donde procede el segundo grado puede muy
bien ser el amor de esperanza, y que la diferencia entre este segundo grado y
el tercero tal vez estuviera declarada mejor de otro modo? Esta clasificación
es comúnmente admitida, de suerte que aun variando los detalles, según los
autores, el fondo es el mismo. La encontramos ya en nuestro Padre San Bernardo,
y hasta nos parece que nadie ha estado tan acertado como él, ni en precisar los
grados ni en señalar los motivos. Recuerda las tres vías clásicas de los
principiantes, de los proficientes y de los perfectos, asignándoles por móviles
respectivos, el temor, la esperanza y el amor; y luego añade: «El principiante,
impulsado por el temor, sufre la cruz de Cristo con paciencia; el proficiente,
impulsado por la esperanza, la lleva con gusto; el que está consumado en la
caridad la abraza ya con amor».
2º
Atendiendo al motivo de nuestra conformidad con el beneplácito de Dios,
distinguiremos la que proviene de puro amor, y la que procede de cualquier otra
causa sobrenatural.
En
opinión de San Bernardo, a los principiantes que no poseen por lo general sino
la simple resignación, esta conformidad les viene del temor; los proficientes,
en cambio, llevan la cruz con gusto, y su conformidad es más elevada que la
anterior y tiene por causante la esperanza; los perfectos abrazan la cruz con
ardor, y esta perfecta conformidad es el fruto del amor divino.
Entiéndese
fácilmente que el temor basta para producir la simple resignación; mas para que
la sumisión crezca en generosidad, para que suba hasta el gozo menester es suponer
un desasimiento más completo, una fe más viva, una confianza en Dios más firme.
Con todo no es necesariamente hija del puro amor, ya que a tales alturas puede
muy bien elevarnos el deseo de los bienes eternos. Un alma ansiosa del cielo
tendrá por gran dicha las pequeñas pruebas y aun las grandes tribulaciones,
según se hallare de penetrada por las seductoras promesas del Apóstol. «No son
de comparar los sufrimientos de la vida presente con la futura gloria que se ha
de manifestar en nosotros. Nuestras tribulaciones tan breves y ligeras nos
producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria».
Hay,
en fin, la conformidad por puro amor, que es en sí la más perfecta, porque nada
hay tan elevado, delicado, generoso y perseverante como el amor sobrenatural.
Ahora bien, puesto que la caridad es para todos un mandamiento, no hay al
parecer, un solo fiel que no pueda emitir, al menos de cuando en cuando, actos
de conformidad por amor, actos que él producirá mejor y con más gusto, conforme
fuere creciendo en caridad. Y aun día vendrá cuando, viviendo principalmente por
puro amor, también por puro amor se conforme con las disposiciones de la
Providencia, por lo menos de una manera habitual. Más también, así como el alma
adelantada puede elevarse de continuo en el amor santo, así igualmente podrá crecer
sin cesar en la conformidad que nace del amor.
Esto
supuesto, ¿qué lugar ocupa el Santo Abandono entre los mencionados grados de
espiritual conformidad? Indudablemente, el más encumbrado, y eso ya se mire a
la generosidad de la sumisión, ya al móvil de la misma.
Si se
atiende a la generosidad, el Santo Abandono sólo parece hallarse satisfecho en
el grado superior; no así el primer grado, es decir, en resignación, que no
sube tan alto, y que basta para la simple vida cristiana, pero no para la vida perfecta,
eso fuera de que no implica el total desasimiento y la total entrega de la
voluntad que es inherente al abandono; y lo mismo se diga de lo que hemos
llamado segundo grado, que con ser más generoso que el anterior aún carece del
completo desapego, sin el cual no podría el alma mostrarse indiferente a todo y
poner enteramente su voluntad en manos de la Providencia.
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