viernes, 30 de junio de 2017

LA VIDA INTERIOR Y LA CONVERSACIÓN ÍNTIMA CON DIOS



Nostra conversatio in coelis est.
Nuestra conversación está en el
cielo.
(Filip., «i, 20).
La vida interior, decíamos, supone el estado de gracia, que es el germen de la vida de la eternidad. Sin embargo el estado de gracia que existe en todos los niños después del bautismo, y en cualquier penitente que ha recibido la absolución de sus pecados, no basta para constituir lo que habitualmente llamamos la vida interior del cristiano. Es indispensable, además, la lucha contra todo lo que pudiera hacernos caer en el pecado, y una vigorosa tendencia del alma hacia Dios.
Desde este punto de vista, y para mejor comprender lo que debe ser la vida interior, conviene compararla con la conversación íntima que cada uno de nosotros sostiene consigo mismo. Bajo la influencia de la gracia, si somos fieles a ella, esta íntima conversación tiende a elevarse, a transformarse y a convertirse en conversación con Dios. Es ésta una observación elemental; como todas las verdades más vitales y profundas son verdades elementales en las cuales se ha pensado durante mucho tiempo, se las ha vivido y han acabado por hacérsenos objeto de contemplación casi continua.
Consideremos sucesivamente estas dos formas de conversación íntima, humana la una y la otra cada vez más divina y sobrenatural.

L A CONVERSACIÓN DE CADA UNO CONSIGO MISMO

Desde el momento que el hombre cesa de ocuparse exteriormente, de conversar con sus semejantes; desde el instante que se encuentra solo, aun entre el bullicio de las calles de de la gran ciudad, luego comienza a entretenerse con sus pensamientos. Si es un joven, piensa con frecuencia en su porvenir; si es un anciano, piensa en el pasado, y sus experiencias, felices o desgraciadas, de la vida hacen que juzgue de muy distinta manera a sus semejantes y a las cosas.
Si ese hombre es fundamentalmente egoísta, esa su conversación íntima deriva a la sensualidad o al orgullo; piensa en el objeto de sus concupiscencias y de su envidia; y como de esa suerte no halla en sí sino tristeza y muerte, luego busca huir de sí mismo, exteriorizarse y divertirse para olvidar el vacío y la nada de su vida.
De esta conversación del egoísta consigo mismo nace un conocimiento de sí muy bajo y un amor no menos bajo de sí propio.
Se ocupa ese tal de la parte sensitiva de su alma, de lo que es común al hombre y al animal; tiene goces sensibles, tristezas sensibles, según que haga bueno o mal tiempo, según que  gane o pierda en los juegos de azar; se ve envuelto en deseos y aversiones de la misma naturaleza y cuando se le contraría, se exalta, en cólera e impaciencia, inspiradas únicamente por el amor desordenado de sí mismo.
Pero conoce muy poco la porción espiritual de su alma, aquella que es común al ángel y al hombre. Aun cuando crea en la espiritualidad del alma y de las facultades superiores, inteligencia y voluntad, está muy lejos de vivir, en este orden espiritual. No tiene, por decirlo así, conocimiento experimental de esta parte superior de sí mismo y tampoco la estima en lo debido. Si por ventura la conociera, encontraría en ella la imagen de Dios, y comenzaría a amarse, no de una manera egoísta, en razón de sí mismo, sino por Dios.
Casi constantemente, sus pensamientos recaen sobre lo que en sí tiene de inferior; y aunque a veces dé pruebas de inteligente y hábil sagacidad y astucia, su inteligencia, en lugar de elevarse, se rebaja siempre a lo que es inferior a ella. Fue creada para contemplar a Dios, verdad suprema, y se deja envolver en el error, obstinándose a veces en defenderlo con gran ahínco. Cuando la vida no está a la altura del pensamiento, el pensamiento desciende hasta el nivel de la vida, ha dicho alguien. Y así todo decae, y las más altas convicciones se apagan hasta extinguirse.
La conversación íntima del egoísta consigo mismo de así a la muerte y no es vida interior. Su amor propio lo lleva a pretender hacerse centro de todo, a reducir todo a sí, las personas y las cosas; y como esto es imposible, pronto cae en el desencanto y el disgusto; se hace insoportable a sí y a los demás, y termina aborreciéndose, por haber querido amarse sin medida. A veces acaba aborreciendo la vida por haber anhelado por lo que la vida tiene de inferior.
Si, aun no estando en estado de gracia, comienza el hombre a buscar el bien, su conversación consigo mismo es ya totalmente diferente. Piensa, por ejemplo, qué cosas son necesarias para vivir honestamente y hacer vivir así a los suyos. Siente por esto graves preocupaciones, comprende su debilidad y la necesidad de poner su confianza, no en sí mismo, sino en Dios.
Este hombre, todavía en pecado mortal, puede conservar la fe cristiana y la esperanza, que subsisten en nosotros aun después de perder la caridad, mientras nuestro pecado no haya sido de incredulidad, presunción o desesperación. En semejante caso, la conversación íntima que este hombre sostiene consigo mismo es a veces esclarecida por la luz sobrenatural de la fe; medita algunas veces en la vida eterna y aspira a ella, aunque con débil deseo. Y es a veces empujado por una inspiración especial a entrar en una iglesia para orar.
Si este hombre, en fin, tiene al menos atrición de sus pecados y recibe la absolución, vuelve al estado de gracia y a la caridad, al amor de Dios y del prójimo. Muy pronto, en la soledad de sus pensamientos, su conversación consigo mismo cambia; comienza a amarse santamente, no por sí  (Cf. SANTO TOMÁS, II, II, q. 25, a. 7: Utrum peccatores seipsos diligant. "Mali non recte cognoscentes seipsos, non vere diligunt seipsos; sed diligunt id quod seipsos reputant. Boni autem vere cognoscentes seipsos, vere seipsos diligunt... quantum ad interiorem hominem.
.. et delectabiliter ad cor proprium redeunt... E contrario mali non volunt conservati in integritate interioris hominis, neque
appetunt ei spiritualia bona; neque ad hoc operantur; neque de la et e. bile est eis secum convivere, redeundo ad cor, quia inveniunt ibi mala et praesentia et practerita et futura, neque etiam sibi ipsis concordant propter conscientiam remordentem." mismo sino por Dios, y lo mismo a los suyos, y a comprender que debe perdonar a sus enemigos y aun amarles y desearles la vida eterna como la desea para sí. Pero sin embargo, acaece muchas veces que esa conversación íntima del hombre en estado de gracia persiste en su egoísmo, en el amor propio, en la sensualidad y en el orgullo. Estas faltas no son mortales en él, sino veniales; pero si son reiteradas la inclinan a caer en el pecado mortal, es decir a volver a la muerte espiritual. En tal caso, comienza el hombre nuevamente a huir de sí mismo, porque encuentra en sí, no la vida, sino la muerte; y en lugar de hacer seria reflexión sobre esta desgracia, sucede a veces que se adentra más y más en la muerte, entregándose a los placeres, a la sensualidad y al orgullo.
Eso no obstante, en los momentos de soledad, la conversación íntima vuelve a reanudarse, como en prueba de que no puede ser interrumpida. Querría acabar con ella, pero no le es dado conseguirlo. Es que en el fondo de su alma persiste un afán incoercible, al cual es preciso dar satisfacción.
Pero ese afán y ese deseo sólo Dios puede llenarlos, y le será preciso entrar de lleno en el camino que conduce a él.
Tiene el alma necesidad de conversar con alguien que no sea ella. ¿Por qué? Porque ella no es su propio fin último.
Porque su fin no es otro que Dios vivo y sólo en él puede encontrar su descanso. Como dice San Agustín, (Inquiequietum est cor nostrum, Domine, donec requiescat in te" (1). (Nuestro corazón está inquieto, señor, hasta que no descanse en ti)
La vida interior es justamente una elevación y una transformación de la conversación íntima de cada cual consigo mismo, desde el momento que hay en ella tendencia a convertirse en conversación con Dios.
Ésta es la prueba de la existencia de Dios por el deseo natural de la felicidad; felicidad verdadera y perdurable, que sólo puede encontrarse en el Soberano Bien, siquiera imperfectamente conocido y amado sobre todas las cosas, más que nosotros mismos. En otro lugar desarrollamos esta prueba. Cf. La Providencia y la confianza en Dios, pp. 50-64.
San Pablo dice (I Cor., n, 11)-."¿Quién de entre los hombres conoce lo que pasa en su interior, sino el espíritu del mismo hombre que está dentro de cada uno? De igual manera, nadie conoce lo que sucede en Dios, sino el mismo Espíritu de Dios."
Pero el Espíritu de Dios manifiesta progresivamente a las almas de buena voluntad lo que Dios desea de ellas, y las gracias que quiere otorgarles. Ojalá fuéramos dignos de recibir con docilidad todo lo que Dios nos quiere dar. Dice el Señor a los que le buscan:"Tú no andarías tras de mí si no me hubieras ya encontrado." Esta gradual manifestación de Dios al alma que le busca, no carece de lucha; ya que esa alma tiene que desprenderse de las ligaduras que son la consecuencia del pecado, haciendo desaparecer poco a poco lo que San Pablo llama "el hombre viejo", para cambiarlo por el "hombre interior".
Este santo escribe a los romanos (vu, 21): "Esta ley encuentro en mí: cuando quiero practicar el bien, el mal está a mi lado. Hallo placer en la ley de Dios según el hombre interior; pero veo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi espíritu."
Lo que San Pablo llama "el hombre interior", es lo que hay de más elevado en nosotros; la razón esclarecida por la fe y la voluntad, que deben dominar la sensibilidad, común al hombre y al animal.
Añade San Pablo: "No perdamos el ánimo; pues a medida que el hombre exterior se extingue en nosotros, el hombre interior se va renovando de día en día." Su juventud espiritual se renueva continuamente, como la del águila, con las gracias que cada día recibe. Tanto que el sacerdote, al subir al altar, puede decir, cada mañana, aunque tenga noventa años: "Subiré al altar de Dios, al Dios que regocija mi juventud.
Jntroibo ad altare Dei, ad Deum qui l¿etificat juventutem
mearn (S. XLII, 4).
San Pablo insiste (Col., ni, 9): "No os engañéis los unos a los otros, ya que os despojasteis del hombre viejo con sus obras y os revestisteis del hombre nuevo que, renovándose sin cesar, a imagen de aquel que lo creó, alcanza el conocimiento perfecto. En esta renovación, ya no hay griego, ni judío... ni bárbaro, ni esclavo, ni hombre libre; sino que Cristo está todo en todos." El hombre interior se sin cesar, a imagen de Dios que no envejece. La vida de Dios está sobre lo pasado, lo presente y lo porvenir; sólo está medida por el único instante de la inmoble eternidad.
De igual manera Jesucristo resucitado no muere ya y  permanece en una eterna juventud; y nos vivifica con sus gracias siempre renovadas, para asemejarnos a Él.
A los Efesios (in, 14) escribe igualmente San Pablo: "Doblo la rodilla delante del Padre (Dios), a fin de que os conceda, según los tesoros de su gloria, el que seáis fuertemente fortificados por su espíritu en vuestro hombre interior; y que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, de suerte que, enraizados y fortificados en la caridad, seáis hechos capaces de comprender con todos los santos la largura, la anchura, la profundidad y la altura, y aun de conocer la caridad de Cristo, que sobrepasa a todo conocimiento,  de modo que quedéis llenos de la plenitud de Dios."
Ésta es la vida interior en toda su profundidad; la que constantemente aspira a la contemplación de los misterios de Dios y de ellos se nutre en una unión cada día más íntima con Él. Ahora bien, esto está escrito no solamente para las almas privilegiadas, sino para todos los cristianos de Éfeso, como asimismo para los de Corinto.
Y San Pablo añade: "Renovaos en vuestro espíritu y en vuestros pensamientos y aprended a vestiros del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas. . .
Id adelante en la caridad, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se ofreció a Dios por nosotros, en sacrificio y oblación de suave olor." (Efes., IV, 23; v, 2.)
Esclarecidos por estas palabras inspiradas, que recuerdan lo que Jesús, en las Bienaventuranzas, nos prometió y lo que nos donó al morir por nosotros, podemos definir la vida interior:
Es una vida sobrenatural que, por un verdadero espíritu de abnegación y de oración, hace que aspiremos a la unión con Dios y nos conduce a ella.
Esa vida comprende una fase en la que domina la purificación; otra, de iluminación progresiva, en vista a la unión con Dios, como lo enseña toda la tradición, que ha distinguido así la vía purgativa o purificativa de los incipientes, la vía iluminativa de los adelantados y la vía unitiva de los perfectos.
La vida interior pasa así a ser, cada vez más, una conversación con Dios, en la que poco a poco, el hombre se desprende del egoísmo, del amor propio, de la sensualidad, del orgullo; y en la que, por la frecuente oración, pide al Señor las gracias siempre renovadas de que se ve necesitado (x).
De esta suerte, comienza el hombre a conocer experimentalmente no ya sólo la parte inferior de sí mismo, sino la porción más elevada. Sobre todo comienza a conocer a Dios de una manera vital; a tener experiencia de las cosas de Dios.
Poco a poco el pensamiento de nuestro propio yo, hacia el cual hacemos convergir todas las cosas, cede el lugar al pensamiento habitual de Dios. Y del mismo modo el amor egoísta de nosotros mismos y de lo que hay en nosotros de menos noble, se transforma progresivamente en amor de Dios y de las almas en Dios. La conversación interior cambia, tanto que San Pablo pudo decir: "Nostra autem conversatio in coelis est. Nuestra conversación es ya en el cielo, nuestra verdadera patria." (Filip., m, 20) Santo Tomás insistió sobre esta cuestión (2).
El autor de la Imitación, ya desde el capítulo primero, enseña con gran precisión en qué consiste la vida interior, con estas palabras:
"La doctrina de Jesucristo es superior a la de todos los santos; y el que poseyera su espíritu hallaría en ella maná escondido. Pero sucede que muchos, aunque a menudo oigan el Evangelio, se enfervorizan poco, porque no tienen el espíritu de Cristo. El que deseare, pues, entender con perfección y complacencia las palabras de Cristo, procure conformar con él toda su vida."
(2 ) Particularmente en dos importantes capítulos de Contra Gentes, 1. IV, c. xxi, xxii, sobre los efectos y las señales de la morada en nosotros de la SS. Trinidad. Dice al principio del c. XXII: "Hoc videtur esse amicitiae maxime proprium simul conversari ad amicum. Conversatio autem hominis ad Deum est per contemplationem ipsius, sicut et apostolus dicebat (Philip. III, 20): Nostra conversatio in caelis est. Quia igitur Spirítus Sanctus nos amatores Dei facit, consequens «quod per Spiritum Sanctum Dei contemplatores constituamur; unde Apostolus dicit, II Cor., iii, 18, Nos autem omnes revelata facie
Sjortam Dei speculantes, in eamdem imaginem transformamur a claritatem tanquam a Domini Spiritu."
Quienes meditaren esos dos capítulos, podrán darse cuenta de si, Santo Tomás, la contemplación infusa de los misterios de la fe, está o no en la vía normal de la santidad.
La vida interior es pues, sobre todo, en un alma en estado de gracia, vida de humildad, de abnegación, de fe, de esperanza y de caridad, con la paz que procura la subordinación progresiva de nuestros sentimientos y de nuestra voluntad al amor de Dios que será el objeto de nuestra beatitud.
Para llevar vida interior no basta, pues, prodigarse mucho en el apostolado exterior; tampoco bastaría poseer una gran cultura teológica. Ni siquiera es esto necesario. Un principiante generoso, que posea verdadero espíritu de abnegación y de oración, posee ya verdadera vida interior que debe desarrollarse más y más.
En esta conversación interior con Dios, que tiende a hacerse continua, el alma habla mediante la oración, oratio, que es la palabra por excelencia, la que existiría si Dios no hubiera creado sino una sola alma o un ángel solo; esta criatura dotada de inteligencia y de amor, hablaría así con su Creador. La oración es ya de súplica, ya de adoración y de acción de gracias; pero siempre es una elevación del alma hacia Dios. Y Dios responde recordándonos las cosas que nos enseñó en el Evangelio y que nos son útiles para la santificación del momento presente. ¿No dijo Nuestro Señor: "El Espíritu Santo que mi Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas, y os recordará lo que yo os he enseñado" (Joan., xiv, 26.)
El hombre va haciéndose así cada vez más hijo de Dios, conoce con mayor claridad que Dios es su Padre y va como aniñándose más y más en su presencia. Comprende lo que quería decir Jesús a Nicodemus; que es preciso volver al seno del Padre para nacer de nuevo espiritualmente y cada vez más íntimamente, con aquel nacimiento espiritual que es una similitud, remota desde luego, del nacimiento eterno del Verbo (1). Los santos siguen realmente este camino, y así entre sus almas y Dios se establece esa conversación que, C1) San Francisco de Sales nota en algún lugar que, a medida que el hombre va creciendo, cada vez se basta más y depende menos de su madre, que apenas le es necesaria desde que llega a la edad adulta, por el contrario, el hombre interior, a medida que va creciendo, va teniendo más clara conciencia de su divina filiación, que le hace hijo de Dios, y cada vez se hace más niño en su presencia, hasta volver, por decirlo así, al seno divino; en él permanecen eternamente los bienaventurados.
Por decirlo así, nunca se interrumpe. Por eso, de Santo Domingo se decía que no sabía hablar sino de Dios o con Dios; por eso era siempre muy caritativo con los hombres, y al mismo tiempo prudente, justo y fuerte.
Esta conversación con Dios se establece por la influencia de Cristo mediador, como lo canta repetidas veces la liturgia, y particularmente el himno Jesu dulcís memoria, que es una espléndida expresión de la vida interior del cristiano: Oh Jesús, esperanza de los penitentes: ¡Qué tierno eres para los que te imploran! ¡Qué bueno para los que te buscan! ¡Qué no serás para los que te han encontrado! Ni la lengua puede decir, ni la escritura expresar lo que es amar al Salvador; sólo puede creerlo el que lo ha experimentado.
Seamos del número de aquellos que le buscan y a quienes se ha dicho: "Tú no me buscarías, si no me hubieras encontrado ya."
Jesu, spes poenitentibus,
Quam plus es petentibus!
Quam bonus te qucerentibus!
Sed quid invenientibus!
Nec lingua valet dicere,
Nec littera exprimere,
Expertus potest credere
Quid sit Jesum diligere.
penitentes:
(¡Qué tierno eres para los que te
imploran! ¡qué bueno para los que te
buscan!
¡Qué no serás para los que te han
encontrado!
Ni la lengua puede decir,
ni la escritura expresar
lo que es amar al Salvador;

sólo puede creerlo el que lo ha experimentado.)

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