DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Hoy nos brilló la fiesta de exultación y
alegría, llegó el gozo pascual rezumando jocundidad inmensa, pues somos
invitados a las bodas del Cordero resucitado y de su esposa, que es la madre
Iglesia. Por eso, carísimos, gocémonos en lo íntimo del nuestras almas. Amén.
Exultemos al exterior en muestras de júbilo,
tributemos con palabras gloria a Dios, de suerte que resuene en honor de Cristo
redentor y de su esposa jocunda y digna alabanza. Gocémonos, digo, por e! aumento
de nuestra alegría, exultemos por e! fruto de nuestra esperanza, demos gloria a
Dios por el triunfo de la victoria ... Y proclamemos triunfador a Cristo
diciéndole con el corazón rebosante de alegría; "Tú
eres la esperanza en nuestro combate y la gloria de nuestra raza por haber
desbaratado a los adversarios". Efectivamente; Cristo, al nacer,
nos hizo partícipes de la naturaleza, al padecer, partícipes del beneficio de
la gracia y, al resucitar, partícipes del complemento de la gloria. Por ello precisamente
el profeta David, porque deseaba ver cumplidos en sus días el gozo pascual y el
beneficio inconmensurable de la gloria, exclamó con inflamadísimos deseos con
estas palabras; “Levántate, Señor;
sálvame”. Palabras en que, en ajuste con rectísimo orden, van señaladas
tres cosas, a saber: encendido deseo de la resurrección del Señor, perfecta
liberación de! hombre cautivo y justo exterminio del poder diabólico. y no sin
razón, pues tal día como hoy nuestro Señor Jesús resucitó por propia virtud, rescató de los dominios del diablo
al hombre cautivo y sumergió en lo profundo del abismo infernal al diablo y a
su ejército. Según esto, en primer lugar, viene indicado el encendido deseo de
la resurrección del Señor, y esto cuando se dice; Levántate, Señor; es decir,
resucita de entre los muertos. En segundo lugar, la perfecta liberación del
hombre cautivo, y esto cuando se añade: Sálvame. Y, por último, en tercer
lugar, el justo exterminio del poder diabólico, y esto cuando se sobre añade :
Tú hieres a los que se me oponen sin causa. Y es de advertir que se dice sin
causa para dar a entender que, si bien el hombre se hallaba detenido
justamente, sin embargo, el diablo lo tenía cautivo injustamente; por donde
debe concluirse que fue justo el exterminio de su poder.
1. Pasando ahora al tema, he de decir que lo primero
que a nuestra consideración se ofrece es el encendido deseo de la resurrección
del Señor, en conformidad a lo que dice el profeta: Levántate, Señor, Y
realmente tal resurrección merecía, no sólo ser deseada con amor medularmente cordial,
sino también ser celebrada a boca llena con acentos dulces como la miel por
razón de tres privilegios que tuvo Cristo resucitado, los cuales nos son
convenientes en sumo grado. Compérele, en efecto, como primer privilegio, la
primacía de novedad no usada; como segundo privilegio, la virtualidad del
propio poder y, como tercer privilegio, la ejemplaridad en orden a nuestra
resurrección o en orden a la necesidad que tenemos de la resurrección.
Viniendo a lo primero, he de decir que Cristo tuvo
primacía respecto de la novedad no usada. La razón es porque Cristo, depuesta
la vetustez miserable de la muerte, resucitó de entre los muertos, inaugurando
la alegría inestimable de la vida nueva, puesto que el Señor Jesucristo, en
cuanto hombre, fue el primogénito entre los mortales, el cual, después de haber
sojuzgado el imperio de la muerte, fue coronado con la diadema de la nueva incorrupción. Y, a decir verdad, ¿quién
hubo de ser el primero en superar la tristeza encerrada en la muerte inveterada
y en iniciar la alegría proveniente de nuestra, vida perpetua sino aquel cuya
llave abre la puerta de la eternidad? El es, en efecto, quien, como
teniendo autoridad, pudo ordenar a los ángeles cuando dijo: Levantad, ¡oh
príncipes!, vuestras puertas, y vosotras, ¡oh puertas!, levantaos. Y es que fruto de mi sangre son la reparación de la concordia
universal y la remisión del castigo judicial. En vista de lo cual, lo
que ahora quiero es que, removida de la entrada del paraíso la llameante
espada, se abra la puerta del cielo, como quiera que yo, el Señor de los ejércitos, habiendo derrotado al diablo,
conquisté, a precio de mi sangre, el reino de los cielos. Por donde tenemos que Cristo es, no sólo como Dios, sino
también como hombre, el Rey de la gloria. Y, sin duda, a este género de
novedad se refería San Pablo en su primera carta a los Corintios, c.15: “Cristo, dice el Apóstol, resucito de entre
los muertos como primicias de los muertos, Porque, como por un hombre vino la
muerte, así por un hombre vino la restauración de lo muertos. Y como todos
mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo”. Y de ahí es que el
Apóstol, a fuer de discreto y prudente, al señalar las nuevas cualidades que
competen como primicias a, Cristo resucitado, ofrece a nuestra consideración dos
cosas: primeramente, en efecto, a fin de que el consuelo no se diluya en
alegría, pone a nuestros ojos la miseria
de la muerte, materia de la desolación; y esto cuando se dice: Por un hombre vino la muerte; y a
continuación, para que la desolación no quede absorbida en la tristeza, el Apóstol nos propone la medicina de la
resurrección, materia del consuelo; y esto cuando se añade: Así también por un
hombre, es decir, por Cristo, vino la resurrección de los muertos. Por
consiguiente, intención suya fue mitigar
lo uno con lo otro, esto es, la miseria con la medicina, o la desolación con el
consuelo; y puesto que la muerte, si bien tiene como ocasión la
fraudulencia del enemigo, reconoce, sin embargo, como origen o causa, la arrogancia de la mente y, como consumación,
la concupiscencia de la carne; por
eso dice el Apóstol: “Así como en Adán,
por el demérito de su prevaricación, mueren todos”. Y porque la medicina de
la muerte procede de la divina misericordia en atención a los méritos de la
pasión del Señor, por eso se añade: “Así
también todos revivirán en Cristo por los méritos de su pasión”.
Por donde tenemos que primera e inmediata causa de
la muerte no es Dios, pues Dios es ser sumo e indeficiente, y la muerte el
defecto máximo entre todas las miserias penales, sino
la voluntad que se desvía de la rectitud y de la regla perpetua de la justicia,
según aquello de la Sabiduría, c.1: “Dios no hizo la muerte ni se goza en el
exterminio de los que mueren”. Creó, por el contrario, todas las cosas para que
perdurasen, y saludables son todas las que nacen en el mundo; ni hay en ellas
principio de muerte ni hay reino infernal en la tierra. Porque la justicia es
perpetua e inmortal, y la injusticia tiene por estipendio la
muerte.
En cuanto a lo segundo, Cristo, al resucitar mostró cuán virtuoso
es su propio poder. No le fue necesario, en efecto, si bien se vio
constituido en centro obsequioso del ejército celestial, recurrir ni a la
oración devota ni al ministerio angélico; y a esto, sin duda, se refiere lo del
salmo: “Por la miseria de los desvalidos
y el gemido de los pobres, resucitaré ahora mismo, dice el Señor”.
Es de saber que pobres y desvalidos venían a ser los santos padres
retenidos como en cárcel oscurísima en el limbo, los cuales eran, en verdad,
impotentes para liberarse por sí mismos; y por eso, reducidos a estado mísero y
lamentable, deseaban con ansias ardentísimas ver acelerado el beneficio de la
resurrección. Oyó el Señor deseos tan vehementes, en
significación de lo cual tenemos que dice el Señor: “Resucitaré ahora mismo”, donde es de advertir que habla en primera
persona, como quien tiene poder para dar la vida en la pasión y para volver a
tomarla en la resurrección.
Pero quizá diga algún filósofo físico: ¿Cómo puede darse que un cuerpo animal, corruptible y
compuesto de elementos contrarios, se convierta en incorruptible y
perpetuamente duradero? A lo cual responde el teólogo: Si quieres que tu argumento sea
universalmente, en toda materia, valedero, es preciso te las hayas con muchos
inconvenientes o despropósitos absurdos.
Así es, en efecto. El primer despropósito consiste
en que pretendes que Dios no supera en
poder a la naturaleza ni el artífice es superior a su obra; y cuán absurdo
sea decir esto, no hay quien pueda dudarlo. La razón es porque todo el
argumento del físico se resume en esto: Es
imposible según la naturaleza; luego es absolutamente imposible. Y es cosa
manifiesta que semejante consecuencia no puede inferirse en modo alguno.
El segundo despropósito o inconveniente consiste en
que pretendes que, por una parte, la
naturaleza encierra cosas ocultas, lo cual admitimos también nosotros, pues
muchas, en verdad, nos están latentes, como es de ver en la imán que atrae el hierro, en la salamandra que se
conserva en el fuego, y en otra cosas similares y en qué quieres, por otra, que Dios no tenga sino operaciones
accesibles a tus ojos; y es cierto porque el Señor constituye despropósito máximo, como quiera
que; según sentencia del Eclesiástico, c.43: “Es poco lo que hemos visto de sus obras, y muchas cosas mayores que
éstas están escondidas”.
El tercer inconveniente
consiste en que pretendes que Dios ha prometido obediencia a la naturaleza; lo
cual, si fuese verdad, tendríamos que admitir que Dios ni dio vista a los ciegos,
ni sano a los leprosos ni dio vida a los muertos...".
Por último, el cuarto
inconveniente consiste en que procedes a
base de presupuestos que no se conceden, como cuando afirmas que el cuerpo es
corruptible y está compuesto de elementos contrarios, pues que el alma lo
conserve en vida perpetua e inmortal implica, no ya animalidad corruptible,
sino espiritualidad, elevación y disposición, por encima de la variedad de elementos
contrarios, en virtud del hábito deiforme de la gloria. Tal sentir puede
colegirse de las palabras de San Agustín en su carta a Consencio, donde se
expresa a tenor siguiente: "La
fragilidad humana mide las cosas divinas nunca experimentadas y se muestra
garruladora, jactándose de aguda cuando dice: Si hay carne, hay sangre; si hay sangre,
hay también los restantes humores; y si hay humores, hay corrupción. A ese modo
podría decir: Si hay llama, arde; si arde, quema; y si quema, luego abrasó a
los dos mancebos en el horno del fuego. Ahora bien; si crees que tal caso fue
un milagro, ¿por qué dudas de las cosas maravillosas? Y si no las crees, doy
por cierto que tu ceguera es mayor que la de los judíos. Ha de decirse, por lo
tanto, que el poder divino puede quitar de la naturaleza las cualidades que
quisiere, dejándole otras, y, por lo mismo, afianzar, depuesta la
corruptibilidad, los miembros mortales conservándolos en vigor, de suerte que
sea verdadera la forma corporal, pero sin mancha alguna; sea verdadero el
movimiento, pero sin fatiga; sea verdadera la facultad de comer, pero sin necesidad
de padecer hambre".
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