70. P. ¿Qué se necesita para el culto externo y público?
“Yo
creo, escribía Donoso Cortés, que los que rezan hacen más por el mundo que los
que combaten, y que si el mundo va de mal en peor
es porque hay más batallas que oraciones. Si nosotros pudiéramos
penetrar en los secretos de Dios y de la historia, quedaríamos asombrados ante
los prodigiosos efectos de la oración, aun en las cosas humanas. Para que la
sociedad esté tranquila, se necesita un cierto equilibrio, que sólo Dios conoce,
entre las oraciones y las acciones, entre la vida contemplativa y la vida
activa. Si hubiera una sola hora de un solo día en
que la tierra no enviara una plegaria al cielo, ese día y esa hora serían el
último día y la última hora del universo”.
2º Se necesitan
iglesias. Los edificios sagrados no son necesarios para Dios, porque todo el
universo es su templo; pero lo son para el hombre, y los hallamos en todos los
pueblos. En el templo estamos más recogidos, nos sentimos más cerca de Dios,
rezamos en común, somos instruidos y excitados a la piedad por las ceremonias.
Se necesitan casas especiales para los diversos servicios públicos:
ministerios, palacios de justicia, casas consistoriales, escuelas, etc.; ¿y no
se necesitarán iglesias donde el pueblo pueda reunirse para tributar a Dios un
culto conveniente? Los edificios sagrados son tan necesarios para el culto, que
los impíos comienzan a destruirlos, tan luego como tienen en sus manos el poder
para perseguir a la religión. Si adornáis vuestros palacios, vuestras casas,
vuestros monumentos públicos, con mucha más razón debéis adornar las iglesias,
porque nada es demasiado hermoso para Dios.
3º Se
necesitan las ceremonias. Ellas dan a los hombres una elevada idea de la
majestad divina; estimulan y despiertan la piedad debilitada o dormida, y
simbolizan nuestros deberes para con Dios y para con nuestros semejantes.
4º Se
necesita un sacerdocio, es decir, presbíteros elegidos de entre los hombres
para velar por el ejercicio del culto. Sucede con el culto lo que con las
leyes: para asegurar el cumplimiento y aplicación de las mismas, se requiere
jueces y magistrados; así también se requieren sacerdotes para vigilar por la
conservación del culto y de las leyes morales. El
sacerdote instruye, dirige, amonesta y preside los acontecimientos más
importantes de la vida; él es quién, en nombre de todos, ofrece el sacrificio,
acto el más importante del culto.
En
todas las religiones se hallan sacerdotes, señal clara de que todos los pueblos
los han reconocido como necesarios.
Si hay
alguna religión que debiera prescindir de los sacerdotes, sería seguramente la
protestante, puesto que no hace falta el sacerdote cuando no hay altar, cuando
cada cristiano está facultado para interpretar la Biblia a su manera. Sin
embargo, los protestantes tienen sus ministros, que, aunque desprovistos de
todo mandato y autoridad, comentan el Evangelio.
Los
masones tienen sus logias, que vienen a ser su templo. Allí, con la aparatosa
majestad de un pontífice, el venerable, revestido de ornamentos simbólicos,
preside ritos y juramentos, que serían ridículos si no fueran satánicos.
¡Y los librepensadores!... Proclaman ferozmente a todos los
vientos que no quieren culto ni sacerdotes; y después inventan el bautismo
civil, el matrimonio civil, el entierro civil, etc., donde, en lugar del
sacerdote católico, está el sacerdote del ateísmo, que parodia la liturgia y
las oraciones de la Iglesia.
¡Tan cierto es que los hombres no pueden mudar la naturaleza de
las cosas! No hay sociedad sin religión, ni religión sin culto, ni culto sin
sacerdotes. Si no se adora a Dios, se adora a Satanás o a sus ídolos; si no se
obedece al sacerdote de Dios, se obedece al sacerdote de Lucifer.
5º Se
necesitan días especialmente consagrados al culto. Así como el hombre debe a
Dios una porción del espacio, que le consagra edificando templos, también le debe
una porción del tiempo, que le da consagrando al culto algunos días de fiesta.
Todos los pueblos han tenido días festivos en honor de la divinidad, hecho
extraño que sólo puede explicarse por la revelación primitiva. La división del
tiempo en semanas, la santificación de un día cada siete, es una costumbre
constantemente observada de todos los pueblos. “La semana, dice el incrédulo
Laplace, circula a través de los siglos; y cosa muy digna de notarse es que sea
la misma en toda la tierra”. El séptimo día se convierte en el día de Dios y en
el día del hombre. Los pueblos cristianos lo llamaron domingo. Es el día en que
Dios y el hombre se encuentran al pie de los altares y en que se establece
entre ellos un santo comercio por el intercambio de plegarias y de gracias.
Si no
existiera el domingo, el hombre olvidaría que hay un cielo eterno que debemos
ganar, un alma que debemos salvar, un infierno que debemos evitar ¿Es acaso demasiado
pensar en esto un día por semana? Faltando la institución del domingo, los
habitantes de un pueblo no se reunirían nunca para alabar a Dios y rendirle
culto público y social.
El
domingo trae aparejadas otras ventajas: 1º Es necesario para el cuerpo humano,
porque éste se abatiría luego sin un día de reposo por semana.
2º Es
necesario a la familia, cuyos miembros no pueden reunirse más que ese día para
gozar de las verdades y dulzuras de la vida. 3º Es necesario a la felicidad
social, porque la Iglesia es la única escuela de fraternidad, de concordia y de
unión de clases.
Por
esto, hacer trabajar al obrero el domingo, no es solamente un crimen contra
Dios, sino también un ultraje a la libertad de conciencia y a la fraternidad
social.
Faltar
a las prácticas del culto público equivale a profesar el ateísmo y la impiedad,
además de constituir un grave escándalo para la propia familia y para los
conciudadanos del que falta a tan sagrado deber.
III.
FUTILIDAD DE LOS PRETEXTOS ALEGADOS POR LOS INDIFERENTES PARA DISPENSARSE DE
PRACTICAR LA RELIGIÓN.
1.
¿Qué me importa la religión? Yo puedo pasar sin ella.
R. Es
lo mismo que si dijeras: ¿Qué me importan las leyes civiles? Yo puedo pasar sin
ellas; quiero seguir mi antojo Si no observas las leyes de tu país, te expones
a que te recluyan en una cárcel. Si no observas las leyes de Dios, Él,
infaliblemente, te encerrará en una cárcel eterna, de la que no se sale jamás.
Puedes
pasar sin religión, como puedes pasar sin el cielo. Pero si no vas al cielo,
tienes que ir al infierno. No hay término medio: o el cielo o el infierno. Al
cielo van los fieles servidores de Dios, y al infierno los que se niegan a
servirle. Ahora bien, el servicio de Dios consiste
en la práctica de la religión. Puedes
protestar cuanto te plazca, pero no lograrás cambiar los eternos decretos de
Dios, tu Creador y Señor.
Un
hombre sin religión es un rebelde y un ingrato para con Dios; un insensato para
consigo mismo; un escandaloso para con sus semejantes.
1º Un rebelde. Dios nos ha creado. Nosotros le pertenecemos
como la obra pertenece al obrero que la ha hecho. Negarnos a cumplir el
fin para el cual nos formaron las manos divinas, es negar la relación
incontestable de la criatura al Creador; es la destrucción del orden, la
rebelión.
Es un
rebelde el hijo que desobedece a sus padres, los cuales no son sino los
instrumentos de que Dios se ha servido para darle el ser. ¿Cuál será el crimen
de aquél que desobedece a Dios, a quien se lo debe todo: su cuerpo, su alma, su
corazón y la promesa de una felicidad sin término?...
2º Un ingrato. Un hombre sin religión es un ingrato.
Nosotros marcamos con este estigma la frente del hijo que desprecia a su padre,
la frente del favorecido que olvida a su bienhechor. Pues
bien, Dios es el Padre por excelencia, y todo lo que tenemos, todo lo que
somos, todo nos viene de Dios.
Huelga
decir que la gratitud es el primero de los deberes. El niño lo sabe: las dos
manitas que salen fuera de la cuna dicen: mamá, yo te amo. La voz conmovida del
pobre, sus lágrimas cayendo sobre la mano que le ha alimentado o vestido,
traducen los sentimientos de su corazón. Y nosotros, hijos de Aquél que nos ha
dado todo: nosotros, infelices mendigos, a quienes
Dios sacó de la nada, ¿nosotros tendremos el derecho de pasar por el camino de
la vida sin decir “gracias” a Aquél a quien le debemos todo?... No, no es
posible. El día que el hombre pueda decir sin mentira: yo no debo nada a Dios,
me basto a mi mismo ese día ser independiente, y dispensado de todo deber. Pero
ese día no llegará nunca: seremos eternamente las criaturas, los deudores del
Altísimo y, por lo tanto, le deberemos el testimonio de nuestra gratitud
eterna.
3º Un insensato. Se considera insensato todo el que destruye
sus bienes, rompe los enseres de su casa y arroja su dinero a la calle.
¿Y qué debemos pensar de aquél que, deliberadamente, destruye sus bienes
espirituales, se cierra el cielo y arroja para siempre su alma al infierno? Tal
es el hombre sin religión. Él se pierde completamente, y su pérdida es
irreparable, eterna.
4º Un escandaloso. El mayor escándalo que el hombre pueda
dar es el mostrarse indiferente para con Dios. Sin duda dirá: Yo no
ofendo a nadie. Pregunto: ¿Y no injurias a Dios no glorificándole? ¿No injurias
tu alma, que arrojas al fuego eterno? ¿No injurias a tu familia, a tus
semejantes con el gran escándalo de tu indiferencia? No les puedes causar mayor
perjuicio que el de arrastrarlos con tu ejemplo al desprecio de la religión y a
la condenación eterna.
2. ¿Para qué sirve la religión?
R. 1°
Esta es una pregunta impertinente, que raya en impiedad. No se trata de saber
si la religión no es útil y agradable; basta que su ejercicio sea un deber para
nosotros. Hemos probado que la religión es un deber estricto para el hombre;
sabemos, por otra parte, que es bueno quien cumple con sus deberes y malo quien
no los cumple. Que el deber, pues, nos sea agradable o desagradable, poco
importa; hay que cumplirlo. Luego es necesario practicar la religión.
Pero no hay nada más dulce que el practicar la religión, puesto
que ella responde a las más nobles aspiraciones del alma. ¿Qué es Dios? ¿Qué es
el hombre? Dios es la luz, la belleza, la grandeza, el amor y la vida. El hombre, inteligencia y corazón, aspira con todas sus
ansias a la luz, a la belleza, a la vida; con sus debilidades, indigencias y
dolores llama en su auxilio el poder, la bondad y la paternidad de Dios.
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