(Continuación)
Establecido
el concepto de aristocracia y hecha su clasificación, surge esta pregunta:
¿cuál es el papel que las aristocracias tienen que desempeñar en el desenvolvimiento
del género humano? Yo confieso ingenuamente que cuando he tenido oportunidad de
leer o de oír las diatribas que el socialismo lanza contra la desigualdad, me
he sentido presa de un gran ofuscamiento; pero luego he hecho un esfuerzo por
apelar a la reflexión y he podido ver entonces con claridad meridiana la misión
de las aristocracias. ¿Preguntáis que cuál es? Oídme.
Una
vez un joven francés, una de las glorias literarias más brillantes de Francia, después
de haber sostenido una lucha sin tregua contra la tentación de la impiedad; después
de haber sentido aletear en tomo suyo el ave negra de la duda y de haber sucumbido
en ese combate que se libra en muchas almas, marchaba abrumado con el fardo
enorme de su desgracia, y desolado, con el corazón hondamente herido, quiso
entrar a un templo.
Moría
la tarde: la obscuridad de la noche avanzaba rápidamente y extendía el imperio
de la sombra por todas partes; el interior del santuario estaba envuelto en la penumbra;
el joven se colocó a cierta distancia del altar. Comenzó a llevar distraídamente
sus ojos sobre las cosas que lo rodeaban; de pronto se estremeció profundamente,
luego avanzó con lentitud y muy quedo hacia donde estaba lo que lo había
impresionado con tanta fuerza; se acercó, vio fijamente a la persona que lo había
sacudido y después se retiró a uno de los rincones más apartados del templo, y
envuelto en las sombras cayó de rodillas, y mientras en su alma flotaba
victorioso el pensamiento de Cristo, exclamaba: ¡Creo, Dios mío, creo!...¿Qué
había pasado? Aquel joven, que en su tierna infancia había creído en los principios
católicos que le había enseñado su piadosa madre, cuando llegó a esa edad en
que se somete al análisis de la razón lo que nos rodea, y se deja oír el rugido
de las pasiones, oyó decir que las doctrinas católicas están en pugna abierta
con la verdad científica y comenzó a dudar y terminó por rendirse ante la
negación. ¡Oh! Pero Cristo quiso vencer el alma de aquel gran artista. Este
entró al templo, y vagamente primero, de modo preciso y claro después contempló
a un hombre que de rodillas y con una devoción verdaderamente edificante rezaba
el Santo Rosario. Y aquel hombre era uno de los pensadores más sabios de su
tiempo y uno de los que en
esos días metían más ruido en Francia; era, en pocas palabras, Ampere.
Otra
vez, las falanges aguerridas e invencibles de uno de los más grandes capitanes
de la antigüedad llegaron a las márgenes de un río que se ha hecho célebre en
la Historia; se detuvieron en su marcha vencidas por el obstáculo que las aguas
del Gránico oponían; Alejandro se dio cuenta de lo ocurrido y con la rapidez del
rayo se abrió paso entre sus soldados, avanzó hasta las orillas del río y con
la intrepidez que ha sido siempre el carácter distintivo de los conquistadores
se lanzó a nado al torrente que pasaba impetuoso... Poco después casi todos los
soldados habían triunfado del obstáculo.
Un día
un rey inmensamente poderoso porque era señor de Inglaterra, después de haber
hecho una apología brillante del Catolicismo y de haber refutado victoriosamente
a Lutero, quiso abandonar a su esposa para contraer segundas nupcias con otra
mujer; solicitó permiso para divorciarse, pero Roma fue inexorable y contestó
negativamente. Entonces Enrique VIII, pues así se llamaba este rey, maldijo al
Papa, Se separó de la Iglesia y se hizo pontífice supremo de la iglesia de Inglaterra.
En su caída, ese coloso de cieno, de orgullo y de lascivia arrastró a un gran
número de sus súbditos.
Hechos
como éstos hay a millares en las páginas luminosas de la Historia; pero no
quiero cansar vuestra atención, pues parece que habéis adivinado mi pensamiento
y habéis percibido con claridad la misión que tienen que realizar las aristocracias
en el desenvolvimiento del género humano.
La
superioridad que constituye las aristocracias y que radica en ellas es un elemento
creado por la naturaleza para servir de fuerza directriz con un influjo eficaz,
decisivo, incontrastable, en la formación del resto de la humanidad. Y, por lo mismo,
su papel no es otro que trazar los senderos que deben recorrer los pueblos, señalar
con su dedo los derroteros floridos que han de llevar a las generaciones a las cumbres
esplendorosas de la civilización.
¡Oh!
Pero entre todas las aristocracias hay una superior a las demás, porque ejerce
y puede ejercer un influjo incomparable en la orientación de las sociedades, y porque
su acción se hace sentir de un modo decisivo en todas las otras clases sociales:
tal es la aristocracia del talento.
Como
ya lo expresé en términos claros, la aristocracia del talento está formada no
ciertamente por las personas que han recibido una inteligencia privilegiada de manos
de la naturaleza, sino por todos los que por diversas circunstancias han tenido
la oportunidad de adquirir una cultura científica y literaria la más completa posible.
Y
bien: esa aristocracia es superior a las otras y ejerce sobre todas una influencia
incontrastable, porque se halla en posesión de los poderes más formidables a
saber: la idea y la palabra. ¡Ah! Yo convengo y tengo que convenir con vosotras
en que es grande, muy grande el poder de la aristocracia de la sangre, y ante
ella, por un impulso enteramente natural y espontáneo, se ha inclinado respetuosamente
la humanidad doblegada por la sangre de los ascendientes ilustres; yo convengo
con vosotras en que es fuertemente poderosa la aristocracia del dinero, pues la
riqueza en un momento dado lo mueve todo, lo sacude todo, dispone de todo y
llega muchas veces a comprar el talento; yo convengo con vosotras en que es
grande la fuerza de la aristocracia del poder, pues ella manda a su arbitrio
sobre las leyes, las costumbres, la riqueza, las voluntades y las naciones; yo
convengo con vosotras en que la aristocracia de la virtud subyuga, arrebata, fascina,
somete y se hace respetar y rendir homenaje de admiración de los ricos y de los
sabios, de los grandes y de los pequeños, de los buenos y de los malos.
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