JUEVES SANTO. (Continuación)
Dios, en el mismo instante de la concepción de Jesús
en el vientre de la Virgen María, le dio el ser divino uniéndole a su divina persona.
Por lo cual podemos decir y es cierto que aquel hombre, Jesús, es Dios, Hijo de
Dios, ha de ser adorado en los cielos y en la tierra como Dios, porque lo es.
Este es un regalo infinito porque lo que se da es ser Dios.
Dios regaló a ese hombre, Jesús, el ser rey de toda
la creación y el primero entre todos los hombres para que, como cabeza, por él
fluyese a todos su virtud y su fuerza (Col 1, 18). Así que, en cuanto que es
Dios es igual al Padre y al Espíritu, y en cuanto es hombre es el primero entre
todos y la cabeza de todos. Posee una gracia infinita para que de Él, como de
una fuente o de un mar de gracia y de santidad se enriquezcan todos los hombre
(In 1, 16). No es sólo que en Él la gracia sea mayor, sino que es el
santificador de todos los hombres; es, por poner un ejemplo, como un tinte en
el que todos han de recibir este color de santidad. Bien que la santidad no es
algo de fuera, sino interior, del ser entero.
Cuando Jesús se viese a sí mismo así, y supiese que
todo le venía de Dios, se encontrase siendo rey de todas las criaturas, y viese
arrodillados delante de Él a todos los espíritus del cielo (Heb 1, 16), decid,
si se pudiera decir, ¿con qué amor amaría a Dios? ¿Con qué deseo se ofrecería a
servir y obedecer a Dios? No hay lengua que pueda hablar y explicar esta
misteriosa grandeza. Al manifestar Jesús su inmenso deseo de servir y agradar a
su Padre Eterno, el Padre Eterno le diría que le encomendaba la salvación de
todos los hombres que se habían perdido por culpa del pecado de un hombre.
A El encargaba esta empresa, debía amar a los hombres
con tal amor que fuera capaz de pasar cualquier cosa por ellos para salvarles.
Jesús amó a los hombres por amor a su Padre y por obedecerle, y, como era Dios,
les amó desde un principio con el amor de Dios.
Dios regaló a Jesús la infinita gracia de ser Dios,
y Jesús, al ser Dios, correspondió, infinitamente agradecido y enamorado.
De Jesús, fuente grande y río caudaloso, fluyó el
amor de Dios a todos los hombres. El Padre Eterno entregó a Jesús todos los
hombres. De eso habla con frecuencia el Evangelio: «Todo me ha sido dado por mi Padre»
(Mt 11, 27). Todas las cosas, todos los hombres, que son míos, me los ha dado
mi Padre. «Esta
es la voluntad del que me envió, de mi Padre, que no se pierda nada de todo lo
que me ha dado» (Jn 6, 39). Pero como al encomendarle todo ya todo
estaba perdido, fue como encomendarle que reconquistase y ganase todo otra vez.
«No mandó Dios a
su Hijo al mundo para que juzgara al mundo, sino para que el mundo se salvara
por El» (Jn 3, 17). 83
Esta recomendación hizo que se preocupara con
verdadera solicitud por redimir el mundo. Lo advierte San Juan cuando dice: «Sabía que su Padre
había puesto todo en sus manos» (13, 3), por eso se levantó de la
cena, se quitó el vestido, se puso una toalla, lavó los pies a sus discípulos.
Por esta misma preocupación en cumplir el encargo de sus Padre, dijo: «He dado a conocer
Tu nombre a los hombres que me diste» (Jn 17, 6). Por esto mismo
hacía oración por ellos: «No te pido por el mundo, sino por los que me has dado,
porque son tuyos» (Jn 17, 9). Y por la misma razón se ofreció por
ellos: «y por ellos Yo me santifico» (Jn 17,
19). Cuando en el huerto le fueron a prender, por esta misma preocupación de
cumplir el mandato de su Padre les defendió: «Si me buscáis a Mí dejad a estos que se marchen.
Y así se cumplió lo escrito que dice: No perdí a ninguno de los que me diste»
(Jn 18, 8-9); no perdió a ninguno por su culpa, por eso le dolió tanto la perdición
de Judas, porque, habiéndoselo también encomendado su Padre, no quedase por El conservarle
a su lado y el salvarle. «Guardé a los que me diste, y ninguno se perdió, excepto el hijo de la
perdición, y así se cumplió la Escritura» (Jn 17, 12).
De esta misma fuente nació no sólo el amor a los
hombres sino también a todo lo que convenía para el bien y felicidad de los
hombres. Esto dijo poco antes de su Pasión: «Para que el mundo sepa cuánto es lo que Yo amo a mi Padre, y
que como me lo ha mandado así lo hago y lo cumplo, ¡levantaos y vámonos de aquí!»
(Jn 14, 31). Y se fue a morir por los hombres en una cruz. Era tan grande el
deseo de hacer a Dios este servicio que decía: «Con un bautismo he de ser bautizado, ¡y cómo
estoy inquieto hasta que llegue la hora en que se cumpla!» (Le 12,
50). Era tan grande el deseo que sentía de verse bautizado con sangre, que cada
hora se le hacía mil años por la grandeza de su amor.
En la Fiesta de los Ramos quiso ser recibido por la
gente de Jerusalén para que viera la alegría de su corazón, y, por la misma
causa, entre aplausos y cubierto de rosas y flores, quiso subir a la cruz. El
rey David expreso la fuerza del amor de Jesús al escribir: «Se alegró como un atleta para correr su
carrera; desde lo más alto del cielo salió, y en su órbita llegó al otro
extremo, y no hay nada que escape a su calor» (Salmo 18, 6-7). El
amor divino salió de Dios y volvió a Dios. No amó al hombre por el hombre, sino
por Dios. No hay nadie que pueda escapar de su calor ni huir de su amor; porque
su caridad es tan encendida que fuerza y casi obliga a los corazones, como dice
el apóstol: «El amor de Cristo nos empuja» (2 Cor 5, 14).
Al apóstol Pablo le apremiaba tanto el amor de Cristo
que, despreciando el hambre y la sed, las persecuciones, y la vida y la muerte,
hasta deseaba su amor, si fuera posible, padecer las penas del infierno: «Desearía
hasta ser apartado de Cristo por el bien de mis hermanos» (Rom 9, 3). El
apóstol Andrés, al ver la cruz en que había de morir, le echaba piropos, y le
decía que se alegrara como él se alegraba al verla. Estos ejemplos nos mueven a
desear subir el escalón de la cruz y llegar al corazón de Cristo. Si nos parece
grande el amor de Pablo y de Andrés, mayor es, infinitamente mayor, el amor de
Jesús.
También Jacob da un gran ejemplo de verdadero amor:
siete años sirvió a su suegro Labán para poderse casar con Raquel. Y tenía
tanto trabajo que de noche casi no dormía y de día no descansaba. Andaba con la
piel quemada por el hielo y el sol. Y, a pesar de esto, siete años «le
parecieron poco por el gran amor que sentía por Raquel» (Gén 29, 20). ¿Qué le parecería
a Cristo una noche de burlas y tres horas de cruz para conseguir como esposa a
la Iglesia, y hacerla hermosa y sin ninguna mancha? Le parecería poco (El 5,
27). Sin duda amó mucho más que padeció, y fue mayor el amor encerrado en su corazón
que el sufrimiento que hacían ver sus heridas y sus llagas. Si lo que Dios le mandó
hacer por todos los hombres se lo hubiera mandado hacer por cada uno, por cada
uno lo hubiera hecho. Y si como estuvo tres horas en la cruz hubiera sido
necesario estar allí hasta el fin del mundo, lo hubiera hecho, que amor tenía
para todo.
Fue mucho menos lo que el Señor padeció que lo que
amó y deseó padecer; si sólo esa muestra de su sufrimiento fue tan sorprendente
para muchos hombres, que «fue escándalo para los judíos y locura para los gentiles»
(l Cor 1,23). ¿Qué hubieran pensado si les hubiese dado otra prueba que
mostrara toda la grandeza de su amor? La prueba de amor que nos dio ciega, en medio
de tanta luz, a los que creen; a los amigos, a los que conocen este amor, les
deja pasmados cuando Dios les descubre este secreto, y les da a sentir este
miste-
rio; se deshacen en lágrimas, se abrasan de amor,
les hace alegrarse en la tribulación y en el dolor, les da fuerza para acometer
lo que todo el mundo teme, les hace desear y amar todo lo que Cristo ha deseado
y amado.
Este fue otro motivo de alegría para el Señor cuando
estaba, en aquella noche, en medio de golpes y burlas: veía, gracias al dolor
que sufría, la imagen del mundo ya renovado, los hombres transformados de carnales
a espirituales. Veía los hombres que, al conocer lo que había sufrido por
ellos, se encendían de amor por El, se hacían a su imagen y semejanza,
despreciando el mal y deseosos de hacer el bien en el mundo. Con esta alegría
pudo sufrir la deshonra y la burla y. el desprecio, lo pudo sufrir con
fortaleza y sin desviar la cara para evitar las bofetadas y sin retirar su
cuerpo para librarse de los golpes. Veía que a través de lo que hacían en Él
aquellos verdugos labraba el Padre Eterno, también en El, la imagen y ejemplo
de los predestinados.
Dios Padre se complacía en la obediencia de su Hijo
y disponía y preparaba el premio con que quería honrarle por toda la deshonra
que estaba sufriendo, componía un cantar con que alabarle perpetuamente en el
cielo por todos los insultos que aquella noche le decían.
VIERNES SANTO.
Amaneció el día siguiente, viernes. Fue aquél un día infeliz para el pueblo judío, porque en
aquel día cometió un pecado horrible, por el que había de merecer un terrible
castigo. Pero también fue un día dichoso porque aquel día se puso fin al
pecado Por todos los siglos, se redimió el mundo y se abrió la puerta del cielo
que estaba cerrada.
Aunque la noche anterior se había celebrado consejo
en casa de Caifás, sin embargo, para dar un cierto aspecto de justicia y
convencer al pueblo de su decisión, los sacerdotes decidieron que luego, «por la mañana, se
reuniesen en sesión plenaria» en el lugar acostumbrado, y que allí,
con un procedimiento más formalmente jurídico y con más seriedad se tratase de nuevo
la causa de Jesús Nazareno (Mt 27, 1). Aunque la determinación era la misma que
antes: «condenarle
a muerte», y pasar la ejecución a los romanos. La mayor parte de los
sacerdotes eran gente anciana, o, por lo menos, con bastantes años; habían
velado hasta bien tarde la noche anterior, sin embargo, se reunieron todos en
consejo apenas amaneció (Me 15, 1). Por lo que se ve, andaban muy diligentes
para hacer el mal.
Según la opinión de muchos se celebró esta sesión plenaria,
no en casa del sumo sacerdote, sino a lo que ahora es el ayuntamiento o el
juzgado: «En
cuanto amaneció se reunieron los ancianos del pueblo... y lo llevaron a su
consejo», que es el Sanedrín o senado de los judíos, donde se tenían las reuniones
oficiales. Sentados ya cada uno en su escaño los jueces, citaron al preso para
que compareciera. Le sacaron de la cárcel donde estaba, en el palacio
particular del pontífice, y le llevaron por las calles al palacio oficial o
tribunal para presentarle al Sanhedrín o senado judío. Le fueron custodiando en
este trayecto muchos guardias, y la gente gritaba a su paso. Era ya de día, los
habitantes de la Ciudad se habían despertado y salían a sus puertas y ventanas
para ver a un preso tan conocido y admirado por su santidad y sus obras. El
Señor iba con las manos atadas, y la cuerda que ataba sus manos se unía al
cuello: esta es la pena que se daba a los que habían usado mal de su libertad
en contra del pueblo.
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