JUEVES SANTO
Pudo ocurrir así: Terminaron los sacerdotes de
juzgar al Señor y se marcharon a sus casas. Trasladaron al Señor a otra
habitación de la casa donde debían guardarle hasta la mañana siguiente. El sumo
sacerdote se había ido a dormir; en la casa no quedaban ya más que los criados
y guardas de ella. Todos estaban en el atrio, calentándose al fuego. Hartos y
cansados ya de burlarse del Salvador, con frío, con sueño, se iban turnando en
la guardia de Jesús. En estos momentos Pedro afirmó no conocerle. En torno al
fuego, unos estaban de pie, otros sentados. Y Pedro, como quien está enfriado
del amor de Cristo, se calentaba junto al fuego de los enemigos de Cristo. Muy
pronto apetece el consuelo sensible a aquel que ha dejado el amor de Dios.
La portera que le había abierto, «al verle sentado
junto al fuego», le dijo: « ¿Eres tú, acaso, de los
discípulos de ese hombre?», Y, antes de que Pedro pudiera contestar, se
fijó más en él y añadió: « ¡Sí, seguro que eres uno de
los que andaban con Jesús Nazareno», Y vuelta a los demás les dijo: «Éste es uno de los que andaban con Él» (Le 22, 56).
Pedro, sintiéndose acosado por esa mujer ante tanta
gente que le miraba, lleno de miedo, negó «ante todos» ser un discípulo de
Jesús, y dijo: «No lo soy ni le conozco. Ni sé ni entiendo
lo que dices, mujer» (Mt 26, 70. In 18,
17. Le 22,57. Me 14, 68).
¡Pedro, Pedro! Y hace muy poco decías: «Aunque todos se avergüencen de Ti yo no me avergonzaré, y si
es necesario morir contigo, yo no te negaré» (Mt 26,
33 y 35). No estás en peligro de muerte, ni te juzga el jefe
de los romanos ni el sumo sacerdote de los judíos, no te amenazan los soldados,
¿Cómo entonces te asustas y no sabes responder con valentía a una portera?
Presumiste sin fundamento, Pedro; eres un hombre débil, y ante una pequeña
ocasión, sin la ayuda de las gracias, eres vencido.
Se pusieron en pie los que estaban allí, y Pedro,
para disimular, se puso también en pie y se acercó más al fuego para
calentarse. Pero no estaba tranquilo, tenía miedo, y se alejó de ellos y «salió
fuera» del atrio, «al zaguán» de la casa (In 18, 18 y 25. Me 14, 68). Estando
allí, el gallo cantó por primera vez.
Debía de ser grande el ruido y trajín que habría en
aquellos momentos: unos entraban, otros salían, todo el mundo hablaba y daba su
opinión o preguntaba sobre lo que había ocurrido aquella noche. Pedro intentaba
no ser visto para que no le reconocieran, y a la vez deseaba saber qué ocurría
con su Maestro. Estaba inquieto después que había mentido diciendo que no era
discípulo de Jesús ni le conocía y no sabía dónde ni cómo ponerse: unas veces
se sentaba, otras se ponía de pie, unas veces intentaba escuchar acercándose a
los grupos de criados, otras se alejaba y salía del atrio hacia el portal,
volvía a entrar, sobresaltado, nervioso.
«Poco después», una de las veces en que iba hacia la
puerta del zaguán, se fijó en él otra sirvienta de la casa, y dijo a la gente
que estaba allí cerca: « ¡Éste es
de los que estaban con Jesús Nazareno» Pedro se volvió a
sentar entre los demás junto al fuego, y le preguntaron: «¿Es verdad que eres de los discípulos de ese hombre?».
Pedro dijo: «No, no lo soy». Un criado, que le
miraba fijamente, le dijo: «Seguro que eres uno de
ellos». Pedro hizo como que se enfadaba: «
¡Déjame en paz, hombre, he dicho que no lo soy!». Y juró no conocer a
Jesús.
Pedro debiera haberse ya marchado la primera vez que
le negó, debiera haber abandonado aquella compañía y conversación que tanto mal
le hacía. Pero como continuó allí, su pecado y su culpa fueron mayores. La
primera vez sólo mintió, pero ya la segunda vez juró. Es un ejemplo para
nuestra propia debilidad: debemos huir de las ocasiones de pecado para no caer
en él. Pero Pedro se quedó junto al fuego, y su tercera negación aún fue peor
que las dos primeras.
«Como una hora después» (Lc 22, 59), uno de los que
estaban allí comentó: «Estoy seguro que este hombre
andaba con Él, se nota que es galileo», Los demás repitieron lo mismo: «Seguro que tú eres uno de ellos, porque se nota que eres
galileo, y eso no lo puedes negar porque se ve en tu modo de hablar» (Me
14, 70; Mt 26,73). Esto lo decía porque los galileos tenían un acento especial
que les distinguía de los demás judíos. Pedro insistió en que no era discípulo
del Señor, pero «Uno de los criados del pontífice,
pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, le descubrió: No lo
puedes negar, yo mismo te vi en el huerto cuando estabas con Él». « ¡Pero, hombre, ¿qué dices? ¡No te entiendo!». Pero
como ya no le creían, «empezó a jurar y a maldecir», y gritó: « ¡Yo no conozco a ese hombre!». «Inmediatamente, el gallo cantó». Eran como las cuatro
de la madrugada.
No ocurrió lo que Pedro había dicho: «Daré mi vida por Ti», sino lo que el Salvador había
asegurado: «Me negarás tres veces». Todos los
evangelistas cuentan las tres negaciones de Pedro.
Jesús se acordaba de Pedro, que estaba tan olvidado
de Él, y le echó una mano para que se levantara de su caída: le miró. «El Señor se volvió y miró a Pedro»
(Le 22, 61). Pudo ser que coincidiera aquel momento
con la terminación del proceso y estuvieran bajando al Señor a otra habitación.
Y, si no fue así, pudo ser que el mismo Pedro subiera al piso de arriba para
ver qué hacían con el Señor. A pesar de que el Señor estaba sufriendo de
aquella manera, le ayudó, mirándole. Miró el Señor a Pedro y, con su mirada,
Pedro entendió lo que le quería decir, y se acordó de lo que había dicho y él
no quiso creer: «Esta misma noche, antes de que el
gallo cante dos veces me habrás negado tres». Y, «saliendo fuera, lloró
amargamente» (Le 22, 62).
Conoció la gravedad de su culpa y la bondad del
Señor a quien había ofendido. Lloró con amargura porque las lágrimas nacían de
la dulzura del amor de su Maestro. El había afirmado en otra ocasión que Jesús
era el Hijo de Dios vivo, y ahora, por miedo, había negado conocerle. 79
Lloraba amargamente porque se acordaba de todos los
beneficios que había recibido del Señor, cómo le había distinguido sobre los
demás compañeros; se acordaba de que le había avisado y él, en cambio, en un
momento, había hasta jurado no conocerle. Aquel juramento y aquellas
maldiciones que echó delante de todos le quemaban las entrañas, y por eso
lloraba a lágrima viva. Fue tanto su dolor que, desde aquel día, todas las
mañanas, al oír el canto del gallo se sobresaltaba y le daba un vuelco el
corazón, y durante muchos días lloró al acordarse. «Empezó a lloran, dice San
Marcos, como si aquel fuera sólo el comienzo y su llanto continuara mucho
tiempo después.
Quedó Pedro tan herido con la mirada del Señor, que
ni pudo retractarse públicamente de su mentira.
Quedó tan arrepentido que sólo pudo echarse a
llorar.
Con aquella caída fue ya más humilde y menos
confiado en sí mismo, no quiso poner a riesgo más veces su flaqueza. Así pudo
enseñar a los demás a evitar las ocasiones de pecar, y enseñó la verdadera
fortaleza, la que viene de Dios.
No quiso echarse allí mismo a los pies del Señor
pidiéndole perdón, quizá le pareciera demasiado atrevimiento conseguir el
perdón tan pronto, quizá quiso pedirlo primero con sus lágrimas y su penitencia.
Solamente lloró y no dijo ninguna excusa, calló y lloró, y así lavó su culpa,
con lágrimas. Y para llorar mejor se salió fuera. Se alejó del palacio donde
había cometido el pecado. ¿A dónde iría a consolarse sino a la Virgen María,
refugio de los pecadores, para contarle su tristeza y amargura? Ella le consoló
y le dio la firme esperanza de alcanzar el perdón de su Hijo.
No sin motivo permitió el Señor que la piedra
fundamental de su Iglesia pecara y flaqueara así. Podemos aprender con esto que
nadie debe confiar presuntuosamente en sí mismo, pues un apóstol tan
privilegiado y tan querido cayó. Tomemos el aviso que nos da San Pablo: «El que piensa que está en pie, fíjese bien, no sea que se
caiga» (1 Cor 10, 12). También podemos aprender de lo ocurrido a Pedro
que nadie debe desconfiar de Dios, por perdido que esté, pues Pedro, habiendo
cometido un pecado tan grande, volvió a la primera amistad gracias a sus
lágrimas y a su penitencia, y al amor de Dios. Fue hecho príncipe de los
apóstoles, cabeza de la Iglesia, Pastor del rebaño de Cristo, depositario de
las llaves del reino de los cielos. También San Agustín da otra razón, dice: «Me atrevo a
decir que es provechoso a los soberbios caer en algún pecado claro y evidente,
por el cual se vean tal como son, pecadores, pues con su soberbia ya habían
pecado. Más pecador se vio Pedro cuando lloró su culpa que cuando presumía de
su fidelidad». Y San Gregario aún da otra razón: «Para que aquel
que iba a ser Pastor de la Iglesia aprendiese por sí mismo cómo debía
comprender las debilidades ajenas y compadecerse de ellas. La misericordia que
usó el Señor con él fue grande y digna de ser siempre recordaba: el Señor mira
a su amigo que le ha negado para salvarle, y le da la mano para que no se
pierda.
Así fue de piadoso el Señor con él para que él lo
fuera con las ovejas del rebaño que le iba a encomendar, para que no
desamparase a nadie por muy enfermo o rebelde o perdido que estuviese».
Cristo padeció por los hombres con amor
El Salvador pasó toda la noche entre los que se
burlaban de Él y le molestaban, y, mientras tanto, les deseaba la paz y la
felicidad, y no pensaba en pensamientos de venganza. Nada ni nadie era más
poderoso que Él, y Él se entregaba al sufrimiento por amor a Dios y a los
hombres. Estaba triste el Señor, pero, a la vez, su amor era tan grande que se
puede decir que deseaba sufrir, pues su dolor salvaba a los hombres. Esta noche
de dolor fue también noche de consuelo y alegría, «bañándose» -bautizándose-, como
Él dijo, «con este baño» este bautismo- de sangre, «hartándose de oprobios»
(Lamentaciones 3,30).
Este amor de Cristo «supera
y está por encima de todo entendimiento» (Els 3, 19), porque la fuente
de donde nace está también fuera de toda comprensión.
Porque no se basa su amor al hombre en su perfección
o en sus méritos, pues es una criatura imperfecta y pecadora. No es posible
amar al hombre por sí mismo, el Señor no es ciego para poner su amor en una
criatura que tan poco lo merece. Este amor se funda en el amor que el Padre
Eterno le tiene a Él, y en los inmensos beneficios que le concedió como hombre,
tanto es así que por agradecimiento y obediencia y amor a su Padre, Dios amó a
los hombres. Pero... ¿por qué ama Dios al Hombre?
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