II. EL PRIMADO DE SAN PEDRO COMO INSTITUCIÓN
PERMANENTE.
LAS TRES PIEDRAS DE LA CRISTIANDAD.
Tres veces únicamente en toda la historia sagrada (de ambos
Testamentos) ha ocurrido que el Señor mismo haya cambiado de nombre a un
hombre. Cuando movido por fe sin límites Abraham se consagró al servicio de
Dios vivo, Dios, cambiando su nombre, lo proclamó Padre de todos los creyentes
(«padre de la multitud»). Cuando Jacob en misteriosa lucha opuso al Dios vivo
toda la energía del espíritu humano. Dios le dio un nombre nuevo que lo señaló
como padre inmediato de ese pueblo singular y único que ha luchado y lucha todavía
contra su Dios. Cuando el descendiente de Abraham y de Jacob, Simón bar Jona, reunió
en sí la iniciativa enérgica del espíritu humano y la asistencia infalible del
Padre celestial para afirmar la verdad divíno-humana, el Hombre-Dios cambió su
nombre y lo puso a la cabeza de los nuevos creyentes y del nuevo Israel.
Abraham,
el tipo de la teocracia primitiva, representa a la Humanidad que se consagra y
se entrega a Dios.
Jacob,
el tipo de la teocracia nacional judía, representa a la Humanidad que comienza
a oponerse a Dios.
Por
último, Simón Pedro, el tipo de la teocracia universal y definitiva, representa
a la Humanidad que responde a su Dios, que lo confiesa libremente y se une a El
por lazo recíproco e indisoluble.
La fe
ilimitada en Dios, que hizo de Abraham el padre de todos los creyentes, se unió
en Pedro a la afirmación activa de la fuerza humana que- había caracterizado a
Jacob-Israel. El príncipe de los apóstoles reflejó en el espejo terrestre de su
espíritu esta armonía de lo divino y lo humano, cuya perfección absoluta veía
en su Maestro,-y llegó a ser por ello el
primogénito heredero por excelencia del Hombre-Dios, el padre espiritual
de la nueva generación cristiana, la piedra fundamental de esta Iglesia
Universal, que es cumplimiento y perfección de la religión abrahamita y de la
teocracia de Israel.
III. PEDRO Y SATÁN.
No fue
en cuanto apóstol que Simón debió cambiar de nombre. Este cambio,
anticipadamente anunciado, no tuvo lugar cuando la elección y misión solemne de
los doce. Estos, con la sola exclusión de Simón, conservaron sus nombres
propios en el apostolado; ninguno de ellos recibió del Señor un apelativo nuevo
y permanente de significado general y superior (1).
Fuera
de Simón, los apóstoles sólo se distinguen entre sí por sus caracteres
naturales, así como por las diferencias o matices de sentimiento personal que
su Maestro podía tener a su respecto. Por el contrario, el nombre nuevo y
significativo que solamente Simón recibe aparte del apostolado común, no denota
ni rasgo alguno de su carácter natural ni personal afecto del Señor hacia él, y
depende únicamente del papel particularísimo que el hijo de Jona está llamado a
desempeñar en la Iglesia de Cristo. No le ha sido dicho: Tú eres Pedro porque
te prefiero a los otros ni porque tengas, naturalmente, firmeza de carácter
(cosa que, por lo demás, no sería enteramente conforme a la verdad), sino: Tú
eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
La
profesión de Pedro, que por espontánea e infalible adhesión unía la Humanidad a
Cristo y fundaba la Iglesia libre del Nuevo Testamento, no era una simple manifestación
de su carácter habitual, y por esto no podía ser tampoco un accidental y
pasajero impulso de su alma. ¿Puede acaso admitirse que por un impulso así, por
un momento de entusiasmo, no solamente se cambiara el nombre a Simón como
otrora a Abraham y a Jacob, sino que este cambio hubiera sido predicho mucho
tiempo antes como destinado a ocurrir infaliblemente, dándosele así lugar
determinado en los planes del Señor? Y ¿qué cosa más grave hay en la obra
mesiánica que la fundación de la Iglesia Universal, expresamente vinculada a
Simón transformado en Pedro? La suposición de que el primer decreto dogmático de
San Pedro emanara sólo de su pura personalidad humana y privada queda
destruida, por lo demás, con el testimonio directo y explícito de Cristo : No te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre, que está en
los cielos. 205
Esta
profesión de Pedro era, pues, un acto sui generis, un acto por el cual el ser
moral del apóstol entró en relación especial con la Divinidad. Y gracias a esta
relación, la palabra humana pudo manifestar infaliblemente la verdad absoluta
del Verbo y crear la base inconmovible de la Iglesia Universal, Y como para
quitar todo género de duda al respecto, el relato inspirado del Evangelio no
tarda en mostrarnos al mismo Simón, poco antes proclamado por Jesús Piedra de
la Iglesia y portero del reino de los cielos, abandonado en seguida a sus
propias fuerzas y hablando (sin duda con
las mejores intenciones del mundo, pero sin asistencia divina) en el espíritu
de su persona natural y privada. Después -de esto comenzó Jesús a declarar a
sus discípulos que convenía ir él a Jerusalén y padecer muchas cosas de los
ancianos y de los escribas y de los príncipes de los sacerdotes, y ser muerto, y
resucitar al tercer día. Y tomándoles Pedro aparte, comenzó a increparle diciendo:
Lejos esto de ti, Señor; no será esto contigo. Y vuelto hacia Pedro le dijo: “Quítateme de delante, Satanás; estorbo me
eres; porque no entiendes las cosas que son de Dios, sino las de los hombres”
(Ev. según S. Mat XVI, 21-23.) ¿Iremos, como nuestros polemistas greco-rusos, a
oponer este texto al precedente para destruir las palabras de Cristo unas con otras?
¿Puede creerse que la Verdad encarnada cambiara tan pronto de opinión y suprimiera
de golpe todo cuanto acababa, apenas de enunciar? ¿Cómo, por otra parte,
conciliar el “bienaventurado” y el “Satanás”? ¿Cómo admitir que la «piedra de
escándalo» sea, para el Señor mismo, la piedra de su Iglesia, a la que las
puertas del infierno no podrán conmover, que aquel que sólo piensa cosas humanas
reciba las revelaciones del Padre celestial y obtenga las llaves del Reino de
Dios? No hay más que una manera de acordar textos que el evangelista inspirado
no ha yuxtapuesto sin razón.
(1) No hablo aquí de los sobrenombres o epítetos accidentales y pasajeros, como el de Boanergues dado a Juan y Santiago.
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