viernes, 10 de febrero de 2017

ANACLETO GONZÁLEZ FLORES
ENSAYOS



EL ARTE Y LA CIVILIZACION
Discurso pronunciado en la
fiesta celebrada para
conmemorar la fundación del
Centro literario “Manuel
Gutiérrez Nájera”.
Yo, como vosotros, formo parte de esa caravana inmensa que se llama humanidad y que cruza todos los senderos a través del desierto dilatado de la vida; y yo también como vosotros, tal vez sin quererlo y de todas maneras sin pensarlo, he tenido que encontrarme frente a frente de ese esplendor magnífico y
de ese pulimento admirable que la mano del hombre ha sabido poner en la cumbre y en la hondonada, en la llanura y en el torrente, en el bloque duro y fuerte de granito y en el barro frágil y deleznable. Y yo, profundamente asombrado, he visto la materia transformada con las irradiaciones que despide la frente del genio, la he oído gemir desoladamente aprisionada por el brazo del hombre y la he oído llorar tristísimamente su caída, desde que al pensamiento le fueron revelados todos los
secretos y desde que la idea pronuncio el FIAT LUX sobre el caos entenebrecido. Yo, enmudecidos los labios de asombro, he contemplado las erecciones soberbiamente magníficas del pensador, de ese ser que ha consagrado y consagra sus energías a luchar contra el poder del arcano; y ese empeño tenaz, ese afán inacabable de analizarlo todo, de removerlo todo, de escudriñarlo todo y de iluminarlo todo; ese hacinamiento de sistemas, de principios y de verdades me han hecho creer que hasta cierto punto las generaciones tienen motivo para enorgullecerse y creerse grandes. He leído, en fin, la palabra del filósofo, del moralista, del historiador y del legislador; y ante esa lucha titánica sostenida entre la verdad y el error y entre el bien y el mal, después de saludar respetuosamente a los buenos y de lanzar un anatema sobre los malvados, no he podido menos que admirar lo mucho que puede el espíritu humano.
¡Ah! Pero yo no sólo he tenido que hallarme delante de las conquistas realizadas sobre la materia, de los triunfos de la idea y de las victorias del deber, no: allá a lo lejos, con los ojos apagados por la ceguera pero siempre vueltos hacia la inmensidad de los cielos, un poeta cantando cruza la Grecia, cuna de los artistas y de los filósofos; todos los hogares quedan vacíos; los niños, los ancianos, las mujeres y los guerreros corren a agruparse en tomo de aquel ciego que lleva en su derredor todas las sombras y apenas una chispa de luz dentro de su alma: las estrofas que se escapan de sus labios cansados vibran unas veces desoladas como una queja, otras
terribles como el rugido del huracán y luego suave, muy suavemente como el último, cantar que entonan las aves al caer la noche en tomo de las frondas.
No lejos de allí, en el país del cielo azul y espléndido, Italia, un joven, que si hubiera vivido en la época pagana habría sido elevado a la categoría de dios, pues fue llamado el divino, tomó un pergamino, puso en él unos cuantos trazos, unos cuantos matices, unas cuantas líneas: ¡oh! y en aquellas pinturas rebozaba la vida, y la fama tomó el nombre de Rafael y lo llevó a todos los puntos de la tierra. Casi allí mismo, otro artista tomó un trozo de mármol, puso en él su pensamiento, su genio, casi su alma, casi su vida; aquel mármol parecía respirar... y la gloria coronó la frente de Miguel Ángel.
Y bien: los cantos de aquel ciego han cruzado todos los desiertos, todas las soledades, todos los mares; las pinturas de Rafael y las estatuas de Miguel Ángel se han multiplicado como las arenas de la playa; pero ¿qué relación, qué puntos de contacto pueden señalarse entre aquellos cantos y la civilización, entre aquellos delineamientos y la idea, entre aquellos matices y el pensamiento? ¡Cómo acude fuertemente en estos instantes a mi memoria aquel pasaje en que Platón propone enérgicamente que los poetas sean expulsados de las ciudades, si bien después de haberlos coronado de rosas como un homenaje a su inspiración! Y cómo acuden también a mis labios estas preguntas: ¿Qué hará de los artistas la civilización? ¿Deberá cerrarles las puertas de las grandes y de las pequeñas ciudades? ¿Deberá interponerse como un muro impenetrable entre ellos y la humanidad? ¿Qué puede esperar y qué puede temer de los artistas la civilización? Yo, que como vosotros formo parte de esa caravana inmensa que se llama humanidad y que cruza todos los senderos, he querido deteneros un instante en el desierto de la vida, para fijar el influjo del bello arte en la civilización y determinar el papel que en ella les corresponde a los artistas.
Esperando que me prestaréis vuestra atención y me favoreceréis con vuestra benevolencia, no por mí, sino por la importancia trascendental de la cuestión, empezaré por establecer el principio siguiente: entre los elementos civilizadores más poderosos se encuentra el bello arte en todas sus manifestaciones.
No hace mucho tiempo, en una ocasión tan solemne como ésta se escapó de mis labios la siguiente afirmación: la civilización no es más que la verdad aplicada hasta en sus últimas consecuencias a la vida del género humano. ¡Oh! Sí; ayer, cuando el hombre en épocas y en regiones envueltas en el caos de la barbarie, semidesnudo y en posesión apenas de los principios rudimentarios del progreso, inmensamente desolado, profundamente pensativo e incomparablemente triste, se reclinaba en las quebraduras de una roca para contemplar el espectáculo soberbio y avasallador de las fuerzas y de las locuras de la naturaleza y para sentir el peso abrumador de su impotencia, todos los elementos y todas las cosas se alzaban llenas de orgullo y quizá de lástima y de compasión ante aquel diminuto pigmeo que se hallaba delante de lo que al parecer era lo definitivamente inescrutable, lo definitivamente invencible, lo definitivamente indomable. Y era aquí el ímpetu loco, ciego y desbordado del torrente precipitándose y arrollándolo todo; era allí el enorme peñasco arrancado por el alud y cayendo en la obscuridad del abismo; era allá a lo lejos la extensión arenosa, dilatada y encendida del desierto; era acá el agua alborotada del mar poseída del vértigo, azotando furiosamente las arenas de la costa y haciendo oír a grandes distancias su grito inmensamente clamoroso y ensordecedor; era arriba la cerrazón de los cielos, la tormenta desencadenada y la tempestad abrumando la tierra; era abajo la furia del huracán, el temblor de la catástrofe y la conmoción del cataclismo; era en las alturas la inmensidad azulada y transparente, pero muda y silenciosa; era en las profundidades la penumbra de los crepúsculos cargados de desolación y de tristeza; era, en fin, la materia con toda su fuerza y todo su poder, frente a frente de la debilidad en medio de su impotencia y su pequeñez.
Ayer todavía, cuando el pensamiento humano era tan sólo un átomo encendido que revoloteaba en el cerebro y que giraba en torno de lo inexplorado y de lo desconocido, sin poder iluminar con sus fulgores las profundidades del abismo ni encender con sus irradiaciones las lejanías, alrededor de cada hecho, de cada suceso y de cada cosa se agrupaban en número incontable los enigmas, como alrededor de cada cumbre y de cada fronda se dan cita todas las sombras en el instante hondamente doloroso del debilitamiento y de la caída del rey de los astros. Y era entonces el gesto impenetrable de la esfinge el delineamiento más fuerte entre todos los que formaban la fisonomía de los hechos y de las cosas, y el que primeramente se pintaba en la retina, cuando el espíritu cargado de sombras y abrumado por el peso enorme de la ignorancia, abría su pupila ávida de fulgores y repetía desoladamente la frase del poeta alemán: “luz, más luz”.

Ayer también, cuando el derecho se había replegado en sí mismo para reconcentrarse en un solo punto, en una sola voluntad, en un solo hombre, para dejar sin personalidad a las tres cuartas partes del género humano, dar lugar a que fueran creadas la tiranía y el despotismo y el deber se convirtiera en una palabra sin sentido, en tomo de cada conquistador se alzaba un grupo incontable de vencidos, alrededor de cada trono una turba inmensa de aduladores y a los pies de cada magnate una muchedumbre de esclavos. Y fue entonces cuando la concepción del genio se puso de parte de la nulificación del derecho, y por tanto, de la supresión del deber y cuando la fisonomía de las generaciones pudo ser perfectamente delineada con aquéllas palabras de Epicúreo: “coronémonos de rosas hoy, porque mañana moriremos”; o en aquellas otras que pronunció Marco Bruto que, después de haber hundido su puñal en la mitad del corazón de Julio César y de haber visto dispersarse sus legiones en los campos de Filipos, se echó sobre la punta de su espada lanzando esta frase que es una maldición: “Oh virtud, eres una palabra vacía”.

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