J. S.
AKSAKOF,
SOBRE LA IGLESIA OFICIAL EN RUSIA.
Los cordones achselband de edecán
general con que fue condecorado por Pablo I, Monseñor Ireneo, arzobispo de
Pskof y miembro del Santo Sínodo, representan de significativa manera las
relaciones de la Iglesia y el Estado en Rusia. Esta condecoración laica y hasta
militar sobre la sotana del arzobispo no debe parecemos rara; ella prueba
solamente que la idea fundamental de nuestra constitución eclesiástica ha
recibido, después de Pedro el Grande, lógicos desarrollos (1). Se sabe que la Iglesia rusa está gobernada por
un Consejo administrativo llamado colegio espiritual o Santo Sínodo, cuyos
miembros son nombrados por el emperador y están subordinados a un empleado
civil o militar (el procurador superior del Santo Sínodo), al que pertenece
toda la iniciativa del gobierno eclesiástico. La diócesis
(eparquías) estan gobernadas nominalmente por obispos nombrados por el Jefe del
Estado a recomendación del Sínodo; es decir, del procurador superior, que en
seguida los desplaza su gusto. »Los grados jerárquicos del clero han sido
consignados en «la Tabla de los grados» y puestos en correspondencia exacta con
los grados militares. Un metropolitano equivale a un mariscal («general
completo según la expresión rusa), un arzobispo a un general de brigada «mayor
general»). En cuanto a los sacerdotes, pueden, con un poco de celo, llegar al
grado de coronel. Pablo I ha sido consecuente, por lo tanto, al condecorar con
cordones militares a personajes importantes de la Iglesia (2).
¿Son éstos detalles
"insignificantes, cosas puramente exteriores? Pero ese exterior refleja el
estado interior de nuestra Iglesia. Incorporados al servicio del Estado, los
mismos servidores del altar se consideran empleados e instrumentos del poder
secular. Si éste recompensa los servicios del clero con condecoraciones laicas,
es porque el mismo clero está ávido de tales recompensas (3). Desde los primeros años de su
existencia el Sínodo de San Petersburgo se complació en afirmar su carácter de
institución imperial, y nunca dejó de citar al poder temporal como verdadera
fuente de su autoridad. En todos los actos de su primera época recordó sin
cesar que el soberano «ha ordenado” (povelíeno)
a todo el mundo, «a las personas de toda clase: eclesiásticos y laicos, que
consideren al Sínodo como un gobierno importante y poderoso» y que no debe
disminuir (la dignidad que le ha conferido «Su Majestad el Zar». Fácilmente se
concibe que el elemento temporal de que el Sínodo creía recibir su fuerza, viniera
a prevalecer necesariamente sobre los demás elementos y a someter completamente
a esta institución híbrida que, sin dejar de presentarse como órgano del poder
secular, pretendía, sin embargo, autoridad de concilio (4). La dignidad concedida por Su
Majestad el Zar no podía ser disminuida por nadie, excepto Su Majestad. Y así
es cómo el procurador superior, Jakovlef, obtuvo una orden imperial que
prohibía severamente al Sínodo mantener correspondencia directa con nadie;
todas las comunicaciones todo papel, según la expresión rusa relativas a los
negocios de la Iglesia debían ser transmitidos al procurador. De esta manera nuestra Iglesia aparece
en su gobierno como una especie de oficina o cancillería colosal que aplica al
oficio de apacentar el rebaño de Cristo los procedimientos de la burocracia
alemana con toda la falsedad oficial que le es inherente (5). Desde que el gobierno
eclesiástico está organizado como un departamento de la administración laica, y
los ministros de la Iglesia cuentan en el número de los servidores del Estado,
la misma Iglesia se transforma muy luego en función del poder secular, o, sencillamente,
entra al servicio del Estado. (Con «los derechos y privilegios del
fisco-kazna», que el código ruso atribuye a la Iglesia establecida, penetró en
su vida interior el elemento fiscal: (kazenny.) En apariencia no se ha hecho
más que introducir el orden necesario en la Iglesia; en realidad, se le ha
arrebatado su alma. Al ideal de un gobierno verdaderamente espiritual se
sustituyó el de un orden puramente formal y exterior.
No se trata únicamente del poder
secular, sino en particular de las ideas seculares que penetraron en nuestro
medio eclesiástico y se apoderaron hasta tal punto del alma y del espíritu de
nuestro clero, que la misión de la Iglesia en su sentido verdadero y vivo ha
llegado a serle casi incomprensible» (6). Confirma este aserto una masa de tratados y
proyectos de reforma eclesiástica que el partido «inteligente y progresista» de
nuestro clero enviaba a Aksakof, y que, sin excepción, tenían idéntico carácter
de secularismo antirreligioso (7). Unos recomiendan, para reanimar el celo de
los predicadores, un nuevo sistema de recompensas oficiales a base de
condecoraciones especiales. Insisten otros en la necesidad de garantías
formales aseguradas por el Estado para defender al clero inferior contra el
poder episcopal. Y otros vinculan nuestro porvenir religioso al aumento de las
entradas eclesiásticas, y querrían con ese fin que el Estado concediera a las
Iglesias el monopolio de ciertas ramas de la industria.
Los hay que proponen introducir
determinados impuestos para la administración de los Santos
Sacramentos...Algunos llegan a afirmar que nuestra vida religiosa no está
suficientemente reglamentada por el gobierno y piden otro Código de leyes y reglas
para la Iglesia. Y, sin embargo, en el Código actual del Imperio se encuentran
más de mil artículos precisando la tutela del Estado sobre la Iglesia y las
funciones de la Policía en el dominio de la fe y la piedad. Nuestro Código
declara al gobierno secular conservador de los dogmas de la fe dominante y
guardián del buen orden en la santa Iglesia?» Pues vemos a este guardián, con
la espada en alto, pronto a cortar toda infracción a la ortodoxia establecida,
menos con la asistencia del Espíritu Santo que con las leyes penales del
Imperio ruso (8).
El procurador superior del Sínodo, como jefe responsable de la Iglesia,
presenta cada año al Emperador un informe del estado de esa institución.
Ninguna diferencia ofrecen, en cuanto a forma y estilo, esos informes con los
de los otros ministerios, por ejemplo el Ministerio de Vías de comunicación. En
él se ven las mismas divisiones y subdivisiones de materias, sólo que, en lugar
de los títulos: «caminos», «ferrocarriles», arias navegables», el informe del
Señor procurador superior contiene las rúbricas: «afirmación y propagación de
la fe», «actividad pastoral», «manifestaciones del sentimiento religioso, de respeto
a la sagrada persona de Su Majestad», etc.» (9). El informe de 1866, analizado
por Aksakof, termina con la conclusión característica: «La Iglesia rusa, infinitamente deudora de su
prosperidad a la atención augusta del soberano, ha entrado en el nuevo año de
su existencia con renovadas fuerzas y más grandes promesas para el porvenir»
(10). La Iglesia ha abdicado su libertad
eclesiástica; el Estado le ha garantizado, en cambio, su existencia y su
calidad de Iglesia dominante, suprimiendo la libertad religiosa en Rusia,
«Donde no hay unidad viva e interior, dice Aksakof, la integridad exterior sólo
puede ser sostenida por la violencia y el fraude» (11).
La frase del patriota moscovita es
cruel, pero justa. La unidad frágil y dudosa de nuestra Iglesia se sostiene
gracias a los fraudes y violencias protegidas o ejercidas por el gobierno.
Desde las actas inventadas de un ficticio concilio contra un imaginario hereje (12)
hasta las falsificaciones recientes en la traducción de las actas de los
concilios ecuménicos (publicada por la Academia eclesiástica de Kazán), toda la
acción ofensiva y defensiva de nuestra Iglesia no es más que una serie de
fraudes cumplidos en la más perfecta seguridad, gracias a la protección
vigilante de la censura eclesiástica que previene toda tentativa de
descubrirlos. En cuanto a la violencia en materia de fe, está en principio
reconocida y desarrollada en detalle en nuestro Código penal. Toda persona
nacida en la Iglesia dominante o convertida a la ortodoxia, es acusada de
crimen, sí abraza otra religión, aunque fuera cristiana, y debe ser juzgada por
los tribunales en la misma condición que los monederos falsos y los salteadores
de caminos. El que sin emplear ningún medio coercitivo ni de violencia, con la
persuasión, sola condujera a alguno a abandonar la Iglesia dominante queda
privado de los derechos civiles y es deportado a Siberia o metido en la cárcel.
Tal severidad no es letra muerta entre
nosotros y Aksakof tuvo ocasión de comprobarlo durante una cruel persecución
contra cierta secta protestante en la Rusia meridional. Suprimir con la prisión
la sed espiritual cuando no se tiene con que satisfacerla; responder con la
prisión a la necesidad sincera dé la fe, a las cuestiones del pensamiento
religioso que despierta; probar con la prisión la verdad de la ortodoxia, es
socavar por la base toda nuestra religión y entregar las armas al
protestantismo victorioso. Con semejantes medios de defensa, con procedimientos
tales para establecer la verdad ortodoxa, el celo de los pastores resulta
superfluo y pronto se desvanece; todo fuego sagrado debe extinguirse. Las
severas prescripciones de los jefes eclesiásticos que, bajo pena de multa,
obligan al clero a fundar escuelas, no podrán obtener nunca verdadera
instrucción religiosa del pueblo y basta — ¿pero no seremos demasiado
escépticos?— hasta el reciente úkase, que acuerda a los sacerdotes que trabajen
en la educación popular, derecho a la cruz de Santa Ana ál tercer grado y a la
dignidad de caballero, será insuficiente para suscitar nuevos apóstoles» (13). Y
sin embargo resulta que las leyes penales son indispensables en absoluto para
conservar a «la Iglesia dominante”. Los más sinceros defensores de esta Iglesia
(por ejemplo, el historiador Pogodine, citado por nuestro autor), confiesa que,
una vez admitida la libertad religiosa en Rusia, la mitad de los campesinos se
pasarían al rasskol y la mitad de la alta sociedad (en particular las mujeres)
se haría católica. ¿Qué significa semejante confesión?, pregunta Aksakof: «Que
la mitad de los miembros de la Iglesia ortodoxa sólo le pertenecen en
apariencia; que sólo están retenidos en su seno por temor de las penas
temporales.
Este es, pues, el estado actual de
nuestra Iglesia! Estado
indigno, afligente y horrible. Qué exceso de sacrilegio en el recinto sagrado;
la hipocresía reemplazando a la verdad, el terror en lugar del amor, la
corrupción bajo apariencias de orden exterior, mala fe en la defensa violenta
de la verdadera fe; qué negación, en la misma Iglesia, de los principios
vitales de la Iglesia, de toda su razón de ser; la mentira y la incredulidad
allí donde todo debe vivir, ser y moverse por la verdad y la fe!... Sin
embargo, el más grave peligro no es que el mal haya penetrado entre los
creyentes, sino que haya recibido derecho de ciudadanía, que esa situación de
la Iglesia sea creada por la ley, que semejante anomalía sea consecuencia
necesaria de la norma aceptada por el Estado y por nuestra misma sociedad (14). En general entre nosotros, en Rusia, en
las cosas de la Iglesia, como en todas las demás, lo que se trata de conservar
sobre todo es la apariencia, el decorum; esto basta a nuestro amor por la
Iglesia, a nuestro amor perezoso, a nuestra fe holgazana. Cerramos de grado los
ojos y, en nuestro pueril temor por el escándalo, nos esforzarnos por ocultar a
nuestra propia vista y a la vista del mundo entero todo el gran mal que, bajo
un velo de conveniencias, devora como un cáncer la esencia vital de nuestro
organismo religioso (15).
En parte alguna se tiene tanto horror a
la verdad como en los dominios de nuestro gobierno eclesiástico; en parte
alguna es más grande el servilismo que en nuestra jerarquía espiritual; en
parte alguna “de mentira saludable” es practicada en tan vasta escala como allí
donde toda mentira debería ser aborrecida; en parte alguna como allí se admite,
so pretexto de prudencia, tantos compromisos que mengüen la dignidad de la
Iglesia y le quiten autoridad. La causa principal de todo es que no se tiene
suficiente fe en la fuerza de la verdad (16). Lo más grave es que todos estos males de nuestra Iglesia los
conocemos y nos hemos conformado con ellos y vivimos en paz. Pero esta vergonzosa paz, estos deshonrosos compromisos no
pueden sostener la paz de la Iglesia, y significan, para la causa de la verdad,
una derrota, ya que no una traición (17).
Si debe creerse a sus defensores, nuestra Iglesia es un rebaño
vasto, pero infiel, cuyo pastor es la policía que, a la fuerza, a latigazos,
hace entrar en el aprisco a las ovejas extraviadas. ¿Responde semejante imagen
a la verdadera idea de la Iglesia de Cristo? Y si no responde, ya no es la
Iglesia de Cristo, y entonces, ¿qué es? Una institución de Estado que puede ser
útil a los intereses del Estado, para la disciplina de las costumbres. Pero no
debe olvidarse que la Iglesia es un dominio en que ninguna alteración de la
base moral puede admitirse, en que no puede quedar impune ninguna infidelidad
al principio vivificante, en donde, si se miente, no se miente a los hombres, sino
a Dios. Si una iglesia es infiel al testamento de Cristo es el fenómeno más
estéril y anormal del mundo entero, al que la palabra divina ha condenado
anticipadamente (18).
Una Iglesia que
forme parte de un Estado, es decir, de un «reino de este mundo», ha abdicado su
misión y debe compartir la suerte de todos los reinos de este mundo (19). No tiene en sí misma
ninguna razón de ser, se condena a la impotencia y a la muerte (20). La conciencia rusa no es libre en
Rusia, el pensamiento religioso está inerte; «la abominación de la desolación»
se instala en el lugar santo; el soplo de la muerte reemplaza al espíritu
vivificante; la espada espiritual —la palabra— se cubre de orín, reemplazada
por la espada del Estado, y. ante el recinto de la Iglesia, en lugar de los
ángeles de Dios, para guardar sus entradas y salidas, vense gendarmes e
inspectores de policía, custodios de los dogmas ortodoxos, directores de
nuestra conciencia (21).No hemos olvidado que los eslavófilos ven en
nuestra Iglesia a la única y verdadera Iglesia de Cristo, síntesis viva de la
libertad y de la unión en el espíritu de caridad. Y véase la conclusión a que
llega el último representante de de este partido después de un examen imparcial
de nuestros asuntos eclesiásticos: «Lo que falta a la
Iglesia rusa es el saludable soplo del espíritu de verdad, del espíritu de
caridad, de espíritu de vida, del espíritu de libertad» (22). Así, según el insospechable testimonio
de un ortodoxo y de un patriota ruso eminente, nuestra Iglesia nacional,
abandonada por el Espíritu de Verdad y de Caridad, no es la verdadera Iglesia
de Dios. Para evitar esta necesaria consecuencia, se acostumbra entre nosotros
a evocar ad hoc el recuerdo de las otras Iglesias orientales (en las que se
piensa lo mismo). «No pertenecemos a la Iglesia rusa, dicen, sino a la Iglesia
ortodoxa y ecuménica de Oriente.» Fácilmente se concibe que los partidarios de
la Iglesia oriental separada no pretendan nada menos que atribuirle unidad real
y positiva. Queda por averiguar si, en efecto, posee tal unidad.
(1)Obras
completas de J. S. Aksakof, t. IV, p. 119.
(2) Aksakof, Ibid., p. 120.
(3) Ibid., p. 121.
(4) Ibid., p. 122.
(5) Ibid., p. 124
(6) Ibid., p, 125, 126.
(7) Ibid., p. 126.
(8) Ibid., p, 84.
(9) Ibid., p. 75.
(10) Ibid., p. 77,
(11) Ibid., p. 100.
(12) Aludo a las actas del
pretendido concilio de Kiev en 1157, que atribuyen a un hereje del siglo xii,
Martín el Armenio, (que, por lo demás, no ha existido) todas las opiniones de
los (iviejos creyentes)) de los siglos XVII y XVIII. Esta invención era tan grosera
e inverosímil que nuestra escuela eclesiástica misma llegó a avergonzarse de
ella. Pero en los últimos tiempos el oscurantismo oficial ha vuelto a poner
sobre el tapete la invención del obispo Pitirim. (Ver el artículo citado del
Prav. Obozr., oct. 1887, p. 306, 307, 314).
(13) Aksakof, Ibid., p. 72.
150
(14) Ibid., p. 91.
(15) Ibid., p. 42.
(17) 2bid., p. 43.
(18) Ibid., p. 91, 92.
(19) Ibid., p. 111. 153
(20)
Ibid., p. 93.
(22) Md., p. 127
(23) Ibid,, p. 83,84,
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