viernes, 20 de enero de 2017

Ite Missa Est

20 DE ENERO

SAN FABIAN, PAPA Y MARTIR
Y SAN SEBASTIAN, MARTIR

Epístola – Hebr; II, 33-39
Evangelio – San Lucas VI, 17-23


Los honores de este día recaen sobre dos grandes Mártires: el uno, Pontífice de la Iglesia de Roma; el otro, hijo de esta Iglesia Madre. Fabián recibió la corona del martirio el año 250 bajo la persecución de Decio; Sebastián en la de Diocleciano el año 288. Consideraremos por separado los méritos de ambos atletas de Cristo. Imitando a sus predecesores San Clemente y San Antero, el Papa Fabián tuvo especial empeño en hacer redactar las Actas de los Mártires; pero la persecución de Diocleciano que hizo desaparecer un gran número de estos preciosos monumentos, nos privó del relato de sus sufrimientos y de su martirio. Sólo han llegado hasta nosotros algunos rasgos de su vida pastoral; pero podemos hacernos una idea de sus virtudes por el elogio que de él hace San Cipriano, llamándole varón incomparable, en una carta que escribió al Papa San Cornelio, sucesor de Fabián. El Obispo de Cartago alaba también la pureza y santidad de vida del Pontífice que supo dominar con frente serena las tempestades que agitaron a la Iglesia de su tiempo. Nos complacemos contemplando aquella cabeza digna y venerable, sobre la que se posó una paloma para señalar al sucesor de Pedro, el día en que se reunió el pueblo y el clero de Roma para la elección de Papa, después del martirio de Antero. Esta semejanza con el hecho de la manifestación de Cristo en el Jordán por medio de la divina paloma, hace todavía más sagrado el carácter de Fabián. Depositario del poder de regeneración que existe en las aguas después del bautismo de Cristo, fué celoso propagador del cristianismo, y la Iglesia de las Galias tiene que reconocer en muchos de sus principales fundadores, a los Obispos que el consagró para anunciar la fe en distintos países. De esta manera transcurrieron, oh Fabián, los días de tu Pontificado, largos y tempestuosos. Presintiendo la futura paz que Dios reservaba a su Iglesia, no consentiste que se perdieran para los siglos venideros los grandes ejemplos de la era de los mártires, y por eso trató, tu solicitud de conservarlos. Gran parte de los tesoros por ti reunidos para nosotros, fueron pasto de las llamas; a penas si nos es dado reunir algunos detalles de tu propia vida; pero sabemos lo suficiente para alabar a Dios por haberte escogido en tan difíciles tiempos, y para celebrar hoy el triunfo glorioso logrado por tu constancia. La paloma que te señaló como elegido del cielo al posarse sobre tu cabeza, te eligió por Cristo visible de la tierra, preparándote para las solicitudes y el martirio, e indicando a toda la Iglesia que debía reconocerte y escucharte. ¡Oh Santo Pontífice, ya que en esto fuiste semejante al Emmanuel en su Epifanía, ruégale por nosotros para que se digne manifestarse más y más a nuestras almas y corazones!

* * *

Coloca Roma a la cabeza de sus glorias y después de los Apóstoles Pedro y Pablo, a dos de sus valientes mártires, Lorenzo y Sebastián, y a dos de sus más ilustres vírgenes, Cecilia e Inés. Pues bien, el tiempo de Navidad reclama una parte de esta noble corte para hacer los honores a Cristo recién nacido. Lorenzo y Cecilia aparecerán a su vez acompañando a otros misterios; el día de hoy, Sebastián, el jefe de la guardia pretoriana es llamado a prestar servicio junto al Emmanuel; mañana será admitida Inés al lado del Esposo a quien dedicó todas sus preferencias. Imaginémonos a un joven, rompiendo todos los lazos que le ataban a Milán su patria, por el único motivo de que allí no arreciaba la persecución con tanta fiereza, mientras que en Roma la tempestad bramaba violentamente. Teme por la constancia de los cristianos, y sabe que en distintas ocasiones los soldados de Cristo, cubiertos de la armadura de los soldados de César, se introdujeron en las prisiones y animaron el valor de los confesores. Es la misión que ambiciona, en espera del día en que él mismo pueda alcanzar la palma. Acude, pues, en ayuda de aquellos a quienes habían quebrantado las lágrimas de sus padres; los carceleros afrontan el martirio, cediendo al imperio de su fe y de sus milagros, y hasta un magistrado romano solicita ser instruido en una doctrina que comunica tanto poder a los hombres. Colmado de distinciones por Diocleciano y Maximiano Hércules, dispone Sebastián en Roma de una influencia tan favorable al cristianismo, que el Papa Cayo le proclama Defensor de la Iglesia. Por fin, después de haber enviado innumerables mártires al cielo, el héroe consigue también la corona, objeto de sus deseos. Cae en des gracia de Diocleciano por su valiente confesión, pero prefiere la gracia del Emperador celestial a quien únicamente servía bajo el casco y la clámide. Entréganle a los arqueros de Mauritania, quienes le despojan, encadenan y traspasan con sus flechas. Y aunque le devuelven a la vida los piadosos cuidados de Irene, es sólo para expirar bajo los golpes, en un hipódromo contiguo al palacio de los Césares. Así son los soldados de nuestro Rey recién nacido; pero, ¡con qué esplendidez son por El recompensados! La Roma cristiana, capital de la Iglesia, se levanta sobre siete Basílicas principales, como la antigua Roma sobre siete colinas: uno de estos siete santuarios se honra con el nombre y la tumba de Sebastián. La Basílica de Sebastián se asienta en la soledad, fuera de las murallas de la ciudad, sobre la Vía Apia; guarda también el cuerpo de San Fabián, pero el honor principal de este templo es para el soldado que quiso ser enterrado en este lugar, como fiel guardián de los cuerpos de los Santos Apóstoles, junto al pozo donde fueron ocultados durante muchos años para sustraerlos a las pesquisas de los perseguidores. Como recompensa al celo de San Sebastián por la salvación de las almas que con tanto cuidado trató de preservar del virus del paganismo, Dios le concedió ser abogado del pueblo cristiano contra el azote de la peste. Este poder del santo Mártir se experimentó en Roma desde el año 680, en el Pontificado de San Agatón


Oh valeroso soldado del Emmanuel, ahora descansas a sus plantas. Mira desde lo alto del cielo a la cristiandad que celebra tus triunfos. En este período del año apareces como fiel guardián de la cuna del Niño divino; el cargo que ejercías en la corte de los príncipes de la tierra lo desempeñas ahora en el palacio del Rey de reyes. Dígnate elevar hasta allí y presentar nuestros votos y oraciones. ¡Con cuánto agrado acogerá el Emmanuel tus peticiones, pues con tanto fervor le amaste! En tu ardor por derramar tu sangre en su servicio, no te bastó una palestra ordinaria; necesitabas ir a Roma, aquella Babilonia ebria de la sangre de los Mártires, como diría San Juan. Y no es que quisieras solamente subir rápido al cielo; tu celo por tus hermanos te tenía preocupado por su constancia. Complacíaste penetrando en las mazmorras, donde entraban todos destrozados También en Milán en 1575 y en Lisboa en 1599. A ese poder se refieren el Evangelio y la antífona de la Comunión. por los tormentos, y allí acudías a animar su generosidad vacilante. Diríase que tenías orden de formar la milicia del Rey celestial, y que no debías entrar en el cielo si no en compañía de los guerreros escogidos por ti para la guardia de su persona. Por fin ha llegado el momento de pensar en tu propia corona; ha sonado la hora de la confesión. Pero, para un atleta como tú, oh Sebastián, no basta un solo martirio. En vano han 'gastado sus flechas los arqueros en tus miembros; la vida no se va de tu cuerpo; la víctima queda dispuesta para el segundo sacrificio. Así eran los cristianos de los primeros tiempos, y nosotros somos hijos suyos. Atiende, pues, oh guerrero del Señor, a la extremada flaqueza de nuestros corazones, donde languidece el amor de Cristo; ten piedad de tus últimos descendientes. Todo nos asusta, todo nos abate, y con mucha frecuencia somos enemigos de la cruz, aun sin darnos cuenta. No debemos hechar en olvido, que no podremos habitar al lado de los Mártires si nuestros corazones no son generosos como los suyos. Somos cobardes en la lucha con el mundo y sus vanidades, con las inclinaciones de nuestro corazón, y el instinto de los sentidos, y después que hacemos con Dios una paz fácil, sellada con la garantía de su amor creemos que ya no tenemos otra cosa que hacer, sino caminar suavemente hacia el cielo, sin pruebas y sacrificios voluntarios. ¡Oh Sebastián, líbranos de semejantes ilusiones! despiértanos de nuestro letargo; y para lograrlo aviva el amor que duerme en nuestros corazones. Protégenos contra la peste del mal ejemplo y contra el influjo de las ideas mundanas que se deslizan bajo la falsa apariencia de cristianismo. Haznos celosos de nuestra santificación. Cautos contra nuestras malas inclinaciones, apóstoles de nuestros hermanos, amigos de la cruz, y despegados de nuestro propio cuerpo. En virtud de las flechas que atravesaron tus miembros, aleja de nosotros los dardos que nos lanza el enemigo en la oscuridad. Armanos, oh soldado de Cristo, con la armadura de que nos describe el gran Apóstol en su Epístola a los Efesios (VI, 13-17); coloca sobre nuestro pecho la coraza de la justicia, que le protegerá contra el pecado; cubre nuestra cabeza con el casco de la salud, es decir, con la esperanza de los bienes futuros, esperanza quedista igualmente de la desconfianza y de la presunción; pon en nuestro brazo el escudo de la fe, duro como el diamante, contra el que vengan a chocar las tentaciones del enemigo, cuando trate de invadir nuestro espíritu para seducir nuestro corazón; pon, finalmente, en nuestra mano la espada de la palabra divina, con la que venceremos todos los errores y cortaremos todos los vicios; porque el cielo y la tierra pasan, pero la Palabra de Dios queda como regla y esperanza nuestra. Defensor de la Iglesia, llamado así por boca de un santo Papa mártir, levanta también ahora tu espada para defenderla. Derriba a sus enemigos, descubre sus pérfidos planes; dános la paz que tan raras veces disfruta la Iglesia, y que le sirve para prepararse a nuevos combates. Bendice a las armas cristianas cuando tengan que entrar en lucha contra enemigos externos. Ampara a Roma que venera tu sepulcro; salva a Francia que durante mucho tiempo se glorió de poseer una parte de tus sagrados restos. Aleja de nosotros el azote de la peste y las enfermedades contagiosas; escucha la voz de los que, todos los años, te solicitan la conservación de los animales que el Señor dió al hombre para que le ayuden en sus trabajos. Finalmente, asegúranos por tus oraciones, el descanso de la vida presente, pero sobre todo los bienes eternos.

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