CAPITULO II.
La Natividad.
La Natividad.
A perfección cristiana no es otra
cosa que una abnegación perfecta del mundo, de la carne y de sí mismo; esta es
una máxima que tantas veces ha sido dicha por los Padres antiguos, y con tanta
frecuencia se ha repetido en la Sagrada Escritura, que parece innecesario
volverla á decir. Casiano, ese gran Padre de la vida espiritual, hablando de la
perfección cristiana, dice que la base y fundamento de ella, no es otra cosa
que una perfecta abnegación de todas las voluntades humanas; y San Agustín,
hablando de los que se consagran á Dios en la Religión para pretender esa
perfección, dice que es un ejército y una reunión de personas que van a la
guerra y al combate contra el mundo, contra la carne y contra sí mismos, siendo nuestro divino Salvador el jefe, el
defensor y e] capitán. Mas, aunque el Padre Eterno haya declarado y establecido
al Salvador jefe y director de aquellos, y aunque sea el rey único y soberano,
sin embargo, en el corazón de Nuestro Señor hay tanta dulzura y clemencia, que
ha querido también que otros participaran de ese honor y cualidad, y de una
manera muy particular la Santísima Virgen, cuya natividad consideramos, pues la
constituyó y estableció reina y conductora de todo el género humano, y en
especial del sexo femenino. Consideremos, pues, cómo ella ha triunfado valientemente
del mundo, de la carne y de sí misma, en su santa natividad; pues esta gloriosa
Señora nos ha sido propuesta como un espejo y compendio de la perfección
cristiana, que debemos imitar.
Por
lo que toca á la abnegación del mundo, ella ha hecho la renuncia más completa y
perfecta que de él se pueda hacer. ¿Qué es el mundo?—El mundo debe entenderse
de aquellos que tienen una afición desarreglada a los bienes, á la vida, á los
honores, dignidades, preeminencias, propia estima y semejantes bagatelas tras
que corren todos los mundanos, haciéndose idólatras de ellas. En verdad, que no
podremos saber cómo ha sucedido que el mundo, ó mejor dicho, la vanidad
mundana, hayan entrado por afecto, de tal modo, en el corazón del hombre, que
éste se ha convertido en mundo, y el mundo se ha convertido en hombre. Oh! Cuán
difícil cosa es, desprenderse bien del mundo! Ordinariamente nuestros afectos
están de tal manera sumergidos y comprometidos en el mundo, y nuestro corazón
tan aficionado á él, que se necesita un gran cuidado para apartarlo enteramente
de allí. Pero la Santísima Virgen, ¡cuán admirablemente ha hecho esa renuncia
en su Santa Natividad! Acercaos á su sagrada cuna, considerad lo que ella hace,
y veréis que practica todas las virtudes de una manera eminente. Interrogad á los
ángeles, á los querubines y á los serafines; preguntadles si igualan á esa
pequeña niña, y os responderán que ella les sobrepuja infinitamente en virtud, gracias y méritos. Vedlos al derredor de su sagrada cuna; mirad cómo
todos, maravillados de su grande hermosura y de sus raras perfecciones, dicen
aquellas palabras del Cantar de los Cantares: ¿Quién es esta que sube del desierto, como una vara de humo, perfumada de
mirra, de incienso y de toda clase de perfumes muy aromáticos? (Cant.
III. —6.) Y considerándola más de cerca, arrebatados de admiración y de sorpresa, Quién es esta, dicen,
que camina como la aurora al
levantarse, hermosa como la luna, escogida como el sol, terrible como un
ejército en orden de batalla? Esta niña aun no está glorificada,
pero ya la gloria le está prometida; ella la aguarda, no en esperanza, como los
otros, sino en seguridad. Y así los espíritus celestiales, sorprendidos y
admirados, van prosiguiendo en referir sus alabanzas. Y sin embargo, esta
Santísima Virgen, permanece en su cuna, practicando todas las virtudes, y de
una manera muy admirable, la de la renuncia del mundo. ¡Consideradle bien, en
medio de esos aplausos, alabanzas y exaltaciones angélicas! Mirad (cómo, no
obstante todo eso, ella se mantiene humilde y abatida, queriendo aparecer pequeña
niña como las demás, á pesar de que tuvo el uso perfecto de la razón desde el instante mismo de su concepción. ¿Quién
no se admirará, pues, de verla en su cuna, tan colmada de gracias, con el uso
perfecto de la razón, capaz de conocimiento y de amor, discurriendo y
adhiriéndose á Dios, y en esta adhesión, queriendo ser tenida y tratada como
pequeña niña, asemejándose en todo á las demás, de un modo tan encubierto, que
de nadie eran conocidas las gracias que en ella residían. Muy agradables son,
en verdad, los niños en su inocencia; pues á nada se aficionan, con nada se
ligan, no saben lo que son esos puntillos de honor y de reputación, ni de
vituperio y desprecio; hacen tanto aprecio del vidrio como del crista!, del
cobre como del oro, de un rubí falso como de uno fino, se desprenden de buena
gana de cosas preciosas por una manzana: todo esto es amable en los niños, pero
no es admirable, puesto que no tienen aun el uso de la razón para obrar de otro
modo. Pero la Santísima Virgen, apareciendo pequeña niña, tenía sin embargo, el
uso de la razón y del discurso tan perfectamente como cuando murió; y no
obstante esto, no dejó de hacer todo lo que los niños hacen. Oh Dios mío! esto
es una cosa no solamente amable, sino también muy admirable, y nos hace ver ya
cuan perfectamente había renunciado á todo lo que es gloria, fausto y aparato
del mundo.
La
segunda renuncia que debemos aprender de la Santísima Virgen, es la de la
carne. Es indudable que esta renuncia es más difícil que la primera, siendo de
un grado más elevado. Muchos abandonan al mundo y retiran de él sus afectos; pero
tienen mucho trabajo en desprenderse de la carne: por eso el gran Apóstol nos
advierte que estemos en guardia contra ese enemigo que nunca nos abandona, sino
en la muerte: Guardaos, dice, de que él os seduzca. Ese enemigo de que habla el
Apóstol, no es otro que la carne, el cual llevamos siempre con nosotros; sea
que bebamos, comamos ó durmamos, siempre nos acompaña y trata de engañarnos. No
deja de ser cierto que este es el más desleal y pérfido enemigo que podamos
imaginar, y la continúa renuncia que de él necesitamos hacer, es muy difícil.
Por eso se requiere buen valor para emprender combatirlo, y para animarnos á
ello, debemos fijar la vista en nuestro Soberano Señor y en nuestra gloriosa Señora
la Santísima Virgen. ¡Y cuan perfectamente
ha obrado ella esta renuncia, desde su Santa Natividad, en su cuna y durante su
infancia! Cierto es que los niños en su tierna edad, practican mil actos de ese
desprendimiento, pues se les obliga á hacerlos
en todas ocasiones, y el gran cuidado que con ellos se tiene, hace que casi
nunca se atienda á sus afectos é
inclinaciones. Mirad, os ruego, á esos
pobres y pequeños niños: quieren extender sus bracitos. Y se los encojen;
quieren mover sus pequeños pies, y se los ligan con vendas; quieren ver la luz,
y los tapan para que no la vean; desean estar despiertos y se quiere que
duerman; en una palabra, se les contraría en todas las cosas. Y á pesar de todo
esto, los niños no son dignos de alabanza al sufrir esas mortificaciones,
supuesto que no pueden obrar de otro modo, por carecer del uso de la razón para
gobernarse por sí mismos. Pero la Santísima Virgen, que tenía el uso de la
razón de una manera perfectísima, ha practicado maravillosamente la renuncia de
la carne, al sufrir todas esas contradicciones y mortificaciones
voluntariamente.
En
cuanto á la tercer renuncia que
debemos hacer, y que es la más importante, á saber, la renuncia de sí mismos,
debemos advertir que es mucho más difícil que las otras dos, pues ellas pueden más
fácilmente alcanzarse; mas cuando se trata de dejarse y renunciarse á sí mismo,
esto es, á su propio espíritu, su propio juicio y voluntad, aun en aquellas cosas
que son buenas y que nos parecen mejores que las que nos ordenan, y sujetarse
en todo á la dirección de otro, ciertamente que en ello es donde hay gran
dificultad. Mas ah! ¡Cuán excelentemente bien hizo la Santísima Virgen esta
última renuncia en su Natividad, no reservándose nada de su libertad, á pesar
de tener el uso de su razón! Mirad todo el curso de su vida, y observareis en
toda ella una continua sujeción. Muy cierto es, pues, que no hay mejor medio para
asegurar nuestra salvación, que crucificarnos con nuestro Señor, renunciando al
mundo, á la carne y á nosotros mismos; según el ejemplo de nuestra gloriosa
Señora en su santa Natividad. Hagámoslo así fielmente, y Dios nos colmará de gracias
en este mundo, y nos coronará con su gloria en el otro.
¡Dios mío! ¿Cuándo nacerá nuestra Señora en nuestro corazón? En cuanto á mí,
bien veo que en manera alguna soy digno de ello, y lo mismo pensará cada uno de
sí mismo. Y no obstante, su hijo nació en un establo: valor, pues! Hagamos lugar
á esta Santa niña: ella no ama sino Tos lugares hechos profundos por la humildad,
abatidos por la sencillez y ampliados por la caridad. Arrojemos flores sobre la
cuna de esta Santísima Virgen; flores de Santas caléndulas de bien imitarla, de pensamientos de servirla para siempre, y sobre todo de azucenas y rosas de pureza y
ardiente caridad, juntamente con las violetas
de la muy santa y muy deseable humildad y sencillez.
(Sermón
de la Natividad.—Cartas.)
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