8 DE DICIEMBRE
LA INMACULADA CONCEPCION
DE LA SANTISIMA VIRGEN
DE LA SANTISIMA VIRGEN
La fiesta de la Inmaculada
Concepción de la Virgen es la más solemne de todas las que celebra la Iglesia
en el Santo tiempo de Adviento; ninguno de los Misterios de María más a propósito,
y conforme con las piadosas preocupaciones de la Iglesia durante este místico
período de expectación. Celebremos, pues, esta fiesta con alegría, porque la
Concepción de María anuncia ya el próximo Nacimiento de Jesús. Es intención de
la Iglesia en esta fiesta, no sólo el celebrar el aniversario del momento en que
comenzó la vida de la gloriosa Virgen María en el seno de la piadosa Ana, sino
también honrar el sublime privilegio en virtud del cual fue preservada María
del pecado original, al que se hallan sujetos, por decreto supremo y universal,
todos los hijos de Adán, desde el instante en que son concebidos en el seno de
sus madres. La fe de la Iglesia católica, solemnemente reconocida como revelada
por el mismo Dios, el día para siempre memorable del 8 de diciembre de 1854, esa
fe que proclamó el oráculo apostólico por boca de Pío IX, con aclamaciones de
toda la cristiandad, nos enseña que el alma bendita de María no sólo no
contrajo la mancha original, en el momento en que Dios la infundió en el cuerpo
al que debía animar sino que fue llena de una inmensa gracia, que la hizo desde
ese momento, espejo de la santidad divina, en la medida que puede serlo una
criatura. Semejante suspensión de la ley dictada por la justicia divina contra
toda la descendencia de nuestros primeros padres, fue motivada por el respeto
que tiene Dios a su propia santidad. Las relaciones que debían unir a María con
la divinidad, relaciones no sólo como Hija del Padre celestial, sino como
verdadera madre de su Hijo, y Santuario inefable del Espíritu Santo; todas esas
relaciones, decimos, exigían que no se hallase ninguna mancha ni siquiera
momentánea en la criatura que tan estrechos vínculos habla de tener con la
Santísima Trinidad, y que ninguna sombra hubiese empañado nunca en María, la perfecta
pureza que el Dios tres veces santo quiere hallar aun en los seres a los que llama
a gozar en el cielo de su simple visión; en una palabra, como dice el gran
Doctor San Anselmo: "Era justo que estuviese adornada de tal pureza que no
se pudiera concebir otra mayor, sino la del mismo Dios", porque a ella
había la de entregar el Padre a su Hijo, de tal manera, que ese Hijo habría de
ser por naturaleza, Hijo común y único de Dios y de la Virgen; era esta Virgen
la elegida por el Hijo para hacer de ella substancialmente su Madre, y en su
seno quería obrar el Espíritu Santo la concepción y Nacimiento de Aquel de
quien El mismo procedía." (De Conceptu Virginali, CXVIII.) Del
mismo modo, presentes al pensamiento del Hijo de Dios las relaciones que habían
de ligarle a María, relaciones inefables de cariño y respeto filial, nos obligan
a concluir que el Verbo divino sintió por la Madre que había de tener en el
tiempo, un amor infinitamente mayor al que podía sentir por los demás seres creados
por su poder. Sobre todo quiso la honra de María, que había de ser su Madre, y
que lo era ya en sus eternos y misericordiosos designios. El amor del Hijo
guardó, por consiguiente a la Madre; y aunque ella en su sublime humildad no rechazó
la sumisión a todas las condiciones impuestas por Dios a las demás criaturas,
ni el sujetarse a las exigencias de la ley mosaica que no había sido dictada
para ella; con todo, la mano
de su divino Hijo derribó en su favor la humillante barrera que detiene a todos los hijos de Adán que vienen a este mundo, cerrándoles el camino de la luz y de la gracia, hasta que son regenerados en un nuevo nacimiento. No debía hacer él Padre celestial por la segunda Eva, menos de lo que había hecho por la primera, creada lo mismo que el primer hombre, en estado de justicia original que no supo conservar. El Hijo de Dios no podía consentir que la mujer de la que iba a tomar su naturaleza humana, tuviese nada que envidiar a la que fue madre de la prevaricación. El Espíritu Santo que debía cubrirla con su sombra y fecundarla con su acción divina, no podía permitir que su Amada estuviese un solo momento afeada con la vergonzosa mancha con que todos somos concebidos. La sentencia es universal: pero la Madre de Dios debía quedar libre. Dios autor de la ley, Dios que libremente la dictó ¿no había de ser dueño de exceptuar de ella a la criatura a la que habla determinado unirse con tantos lazos? Lo podía, lo debía: luego lo hizo. ¿No era esta la gloriosa excepción que él mismo anunciaba cuando comparecieron ante s divina majestad ofendida, los dos prevaricadores de los que todos descendemos? La misericordiosa promesa descendía sobre nosotros, al caer la maldición sobre la serpiente. "Pondré enemistad, decía Dios, entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella aplastará tu cabeza." De esta forma anunciaba al género humano la redención, como una victoria sobre Satanás; y la mujer era la encargada de conseguir esta victoria para todos nosotros. Y no se diga, que este triunfo ha de lograrlo sólo el hijo de la mujer; nos dice el Señor que la enemistad de la mujer contra la serpiente será personal, y que aplastará la cabeza del odioso reptil con su pie vencedor; en una palabra, que la segunda Eva será digna del segundo Adán, y triunfadora como él; que el género humano será un día vengado, no sólo por el Dios hecho hombre, sino también por la Mujer exenta milagrosamente de toda mancha de pecado, de manera que vuelva a aparecer la creación primitiva en justicia y santidad. (Efes., IV 24) como si no hubiese sido cometido un primer pecado. Alzad, pues, la cabeza, hijos de Adán, y sacudid vuestras cadenas. Hoy ha quedado aniquilada la humillación que sobre vosotros pesaba. Ahí tenéis a María, de vuestra carne y de vuestra sangre, que ha visto retroceder ante si el torrente del pecado que inunda a todas las generaciones: el hálito del infernal dragón ha sido desviado para que no la manche: en ella ha sido restaurada la dignidad primera de vuestro origen. Saludad, pues, el bendito día en que fué renovada la pureza original de vuestra sangre; ha sido creada la segunda Eva, y dentro de poco tiempo, de su sangre, que es igual que la vuestra, fuera del pecado, os va a dar al Dios-Hombre que procede de ella según la carne, y de Dios por generación eterna. Y ¿cómo no admirar la pureza incomparable de María en su concepción inmaculada, cuando oímos en el Cántico sagrado, que el mismo Dios que la preparó para ser Madre suya, la dice con acento impregnado de amor: "Toda hermosa eres, Amada mía, no hay en ti mancha alguna." (Cant., IV, 7)? Es la santidad de Dios quien habla; el ojo que todo lo penetra, no encuentra en María rastro alguno, ni cicatriz de pecado; por eso se regocija con ella y la felicita por el don que la ha otorgado. ¿Nos extrañaremos después de eso, que Gabriel, bajado del cielo para comunicarla el divino mensaje, quedase admirado ante el espectáculo de aquella pureza cuyo punto de partida había sido tan glorioso como infinito su perfeccionamiento; nos extrañaremos de que se inclinara profundamente ante semejante mara- villa, y exclamase: "DIOS TE SALVE MARÍA, LLENA ERES DE GRACIA?" Gabriel vive vida inmortal en medio de las magnificencias de la creación y de todos los tesoros celestiales; es hermano de los Querubines y de los Serafines, Tronos y Dominaciones; su mirada se pasea de continuo por las nueve jerarquías de los Ángeles donde la luz y la santidad resplandecen con soberanos destellos, y crecen de grado en grado; mas, he aquí que en la tierra, y en una criatura de condición inferior a los Ángeles, ha encontrado la plenitud de la gracia, de esa gracia que aun a los Espíritus celestiales les ha sido dada con medida, y de la que goza María desde el primer instante de su creación, por ser la futura Madre de Dios, siempre santa, siempre pura, siempre inmaculada. Esta verdad, revelada a los Apóstoles por el Hijo divino de María, recogida por la Iglesia, enseñada por los santos Doctores, y creída por el pueblo cristiano con una fidelidad constante, estaba de suyo contenida en la misma noción de Madre de Dios. Confesar a María Madre de Dios, era ya creer implícitamente que la mujer destinada a llevar ese título, no había tenido nunca nada de común con el pecado, y que había hecho Dios una excepción con ella preservándola. Pero, en lo sucesivo el honor de María se apoya ya en el fallo explícito dictado por el Espíritu Santo. Pedro ha hablado por boca de Pío IX; y cuando Pedro habla, todos los fieles deben creer; porque el Hijo de Dios afirmó: "He rogado por ti, Pedro, para que tu fe no decaiga." (S. Lucas, XXII, 32); y también: "Yo os enviaré el Espíritu de la verdad, que permanecerá siempre con vosotros, y os recordará todo lo que yo os he enseñado." (S. Juan, XIV, 26.) Por consiguiente, nuestro símbolo posee, no una nueva verdad, sino una nueva luz sobre una verdad que ya era objeto de universal creencia. La infernal serpiente sintió de nuevo en ese día la planta triunfante de la Virgen Madre, y el Señor se dignó concedernos la mejor prenda de su misericordia. Señal es que aún ama a la tierra, pues tuvo a bien iluminarla con uno de los más bellos rayos de la gloria de su Madre. Y ¡cómo se estremeció de gozo el mundo! Fue un verdadero acontecimiento lo sucedido a mitad del siglo XIX; en adelante, podremos vivir más confiados, pues si el Espíritu Santo nos previene que debemos temer los tiempos en que disminuyen las verdades entre los hijos de los hombres, parece decirnos también con eso, que podemos considerar como días felices aquellos en que veamos que las verdades aumentan entre nosotros en luz y autoridad. Antes de la solemne proclamación de este dogma, confesábalo ya la Santa Iglesia con la celebración de su fiesta en este día. Es verdad que no se la llamaba inmaculada Concepción, sino simplemente la Concepción de María. Con todo, el hecho de su institución y celebración demostraba ya suficientemente la creencia del pueblo cristiano. San Bernardo y el Doctor Angélico Santo Tomás, están de acuerdo en enseñar que la Iglesia no puede celebrar la fiesta de lo que no es santo; por eso, la Concepción de María, celebrada por la Iglesia desde tiempo inmemorial, debió ser santa e inmaculada. Si la Natividad de María es objeto de una fiesta en la Iglesia, es porque María nació llena de gracia; por consiguiente, si el primer instante de su existencia hubiese sido afeado por la mancha original, su Concepción no hubiera podido ser objeto de culto. Ahora bien, hay pocas fiestas tan generales y más firmemente establecidas en la Iglesia que la que hoy celebramos. ¿No habían de poner los hombres toda su dicha en honrarte, oh divina aurora del Sol de justicia? ¿No eres tú en estos días, la mensajera de su redención? ¿No eres tú, oh María, la radiante esperanza que va a brillar de repente hasta en el centro del abismo de la muerte? ¿Qué sería de nosotros sin Cristo que viene a salvarnos?, pues tú eres su Madre queridísima, la más santa de las criaturas, la más pura de las vírgenes, la más amorosa de las Madres. ¡Oh María, cuán deliciosamente recreas con tus suaves destellos nuestros ojos fatigados! Pasan los hombres de generación en generación sobre la tierra; miran al cielo inquietos, esperando en cada momento ver apuntar en el horizonte el astro que ha de librarles del horror de las tinieblas; pero la muerte viene a cerrar sus ojos antes de que puedan siquiera entrever el objeto de sus deseos. Estaba reservado a nosotros el contemplar tu radiante salida ¡oh esplendoroso lucero matutino, tus rayos benditos se reflejan en las olas del mar y le devuelven la calma después de las noches tormentosas! Prepara nuestra vista para que pueda contemplar el potente resplandor del Sol divino que viene detrás de ti. Dispón nuestros corazones, ya que quieres revelarte a ellos. Pero, para que podamos contemplarte, es necesario que sean puros nuestros corazones; purifícalos, pues ¡oh purísima Inmaculada! Quiso la divina Sabiduría que, entre todas las fiestas que dedica la Iglesia a honrarte, se celebrase la de tu Inmaculada Concepción en el tiempo de Adviento, para que, conociendo los hijos de la Iglesia el celo con que te alejó el Señor de todo contacto con el pecado, en consideración a Aquel de quien debías ser Madre, se preparasen también ellos a recibirle, por medio de la renuncia absoluta a todo cuanto significa pecado o afecto al pecado. Ayúdanos oh María, a realizar este gran cambio. Destruye en nosotros, por tu Concepción Inmaculada, las raíces de la concupiscencia y apaga sus llamas, humilla las altiveces de nuestro orgullo. Acuérdate que si Dios te eligió para morada suya, fue únicamente como medio para venir luego a morar en nosotros. ¡Oh María, Arca de la alianza, hecha de madera incorruptible, revestida de oro purísimo! ayúdanos a corresponder a los inefables designios de Dios, que después de haberse honrado en tu pureza incomparable, quiere también serlo en nuestra miseria; pues sólo para hacer de nosotros su templo y su más grata morada nos ha arrebatado al demonio. Ven en ayuda nuestra, tú que, por la misericordia de tu Hijo, jamás conociste el pecado. Recibe en este día nuestras alabanzas. Tú eres el Arca de salvación que flota sobre las aguas del diluvio universal; el blanco vellón, humedecido por el rocío del cielo, mientras toda la tierra está seca; la Llama que no pudieron apagar las grandes olas; el Lirio que florece entre espinas; el Jardín cerrado a la infernal serpiente; la Fuente sellada, cuya limpidez jamás fue turbada; la casa del Señor, sobre la que tuvo siempre puestos sus ojos, y en la que jamás entró nada con mancilla; la mística Ciudad, de la que se cuentan tantos prodigios. (Salmo. LXXXVI.) ¡Oh María! nos es grato repetir tus títulos de gloria, porque te amamos, y la gloria de la Madre pertenece también a los hijos. Sigue bendiciendo y protegiendo a cuantos te honran en este augusto privilegio, tú que fuiste concebida en este día; y nace cuanto antes, concibe al Emmanuel, dale a luz y muéstrale a los que le amamos.
de su divino Hijo derribó en su favor la humillante barrera que detiene a todos los hijos de Adán que vienen a este mundo, cerrándoles el camino de la luz y de la gracia, hasta que son regenerados en un nuevo nacimiento. No debía hacer él Padre celestial por la segunda Eva, menos de lo que había hecho por la primera, creada lo mismo que el primer hombre, en estado de justicia original que no supo conservar. El Hijo de Dios no podía consentir que la mujer de la que iba a tomar su naturaleza humana, tuviese nada que envidiar a la que fue madre de la prevaricación. El Espíritu Santo que debía cubrirla con su sombra y fecundarla con su acción divina, no podía permitir que su Amada estuviese un solo momento afeada con la vergonzosa mancha con que todos somos concebidos. La sentencia es universal: pero la Madre de Dios debía quedar libre. Dios autor de la ley, Dios que libremente la dictó ¿no había de ser dueño de exceptuar de ella a la criatura a la que habla determinado unirse con tantos lazos? Lo podía, lo debía: luego lo hizo. ¿No era esta la gloriosa excepción que él mismo anunciaba cuando comparecieron ante s divina majestad ofendida, los dos prevaricadores de los que todos descendemos? La misericordiosa promesa descendía sobre nosotros, al caer la maldición sobre la serpiente. "Pondré enemistad, decía Dios, entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella aplastará tu cabeza." De esta forma anunciaba al género humano la redención, como una victoria sobre Satanás; y la mujer era la encargada de conseguir esta victoria para todos nosotros. Y no se diga, que este triunfo ha de lograrlo sólo el hijo de la mujer; nos dice el Señor que la enemistad de la mujer contra la serpiente será personal, y que aplastará la cabeza del odioso reptil con su pie vencedor; en una palabra, que la segunda Eva será digna del segundo Adán, y triunfadora como él; que el género humano será un día vengado, no sólo por el Dios hecho hombre, sino también por la Mujer exenta milagrosamente de toda mancha de pecado, de manera que vuelva a aparecer la creación primitiva en justicia y santidad. (Efes., IV 24) como si no hubiese sido cometido un primer pecado. Alzad, pues, la cabeza, hijos de Adán, y sacudid vuestras cadenas. Hoy ha quedado aniquilada la humillación que sobre vosotros pesaba. Ahí tenéis a María, de vuestra carne y de vuestra sangre, que ha visto retroceder ante si el torrente del pecado que inunda a todas las generaciones: el hálito del infernal dragón ha sido desviado para que no la manche: en ella ha sido restaurada la dignidad primera de vuestro origen. Saludad, pues, el bendito día en que fué renovada la pureza original de vuestra sangre; ha sido creada la segunda Eva, y dentro de poco tiempo, de su sangre, que es igual que la vuestra, fuera del pecado, os va a dar al Dios-Hombre que procede de ella según la carne, y de Dios por generación eterna. Y ¿cómo no admirar la pureza incomparable de María en su concepción inmaculada, cuando oímos en el Cántico sagrado, que el mismo Dios que la preparó para ser Madre suya, la dice con acento impregnado de amor: "Toda hermosa eres, Amada mía, no hay en ti mancha alguna." (Cant., IV, 7)? Es la santidad de Dios quien habla; el ojo que todo lo penetra, no encuentra en María rastro alguno, ni cicatriz de pecado; por eso se regocija con ella y la felicita por el don que la ha otorgado. ¿Nos extrañaremos después de eso, que Gabriel, bajado del cielo para comunicarla el divino mensaje, quedase admirado ante el espectáculo de aquella pureza cuyo punto de partida había sido tan glorioso como infinito su perfeccionamiento; nos extrañaremos de que se inclinara profundamente ante semejante mara- villa, y exclamase: "DIOS TE SALVE MARÍA, LLENA ERES DE GRACIA?" Gabriel vive vida inmortal en medio de las magnificencias de la creación y de todos los tesoros celestiales; es hermano de los Querubines y de los Serafines, Tronos y Dominaciones; su mirada se pasea de continuo por las nueve jerarquías de los Ángeles donde la luz y la santidad resplandecen con soberanos destellos, y crecen de grado en grado; mas, he aquí que en la tierra, y en una criatura de condición inferior a los Ángeles, ha encontrado la plenitud de la gracia, de esa gracia que aun a los Espíritus celestiales les ha sido dada con medida, y de la que goza María desde el primer instante de su creación, por ser la futura Madre de Dios, siempre santa, siempre pura, siempre inmaculada. Esta verdad, revelada a los Apóstoles por el Hijo divino de María, recogida por la Iglesia, enseñada por los santos Doctores, y creída por el pueblo cristiano con una fidelidad constante, estaba de suyo contenida en la misma noción de Madre de Dios. Confesar a María Madre de Dios, era ya creer implícitamente que la mujer destinada a llevar ese título, no había tenido nunca nada de común con el pecado, y que había hecho Dios una excepción con ella preservándola. Pero, en lo sucesivo el honor de María se apoya ya en el fallo explícito dictado por el Espíritu Santo. Pedro ha hablado por boca de Pío IX; y cuando Pedro habla, todos los fieles deben creer; porque el Hijo de Dios afirmó: "He rogado por ti, Pedro, para que tu fe no decaiga." (S. Lucas, XXII, 32); y también: "Yo os enviaré el Espíritu de la verdad, que permanecerá siempre con vosotros, y os recordará todo lo que yo os he enseñado." (S. Juan, XIV, 26.) Por consiguiente, nuestro símbolo posee, no una nueva verdad, sino una nueva luz sobre una verdad que ya era objeto de universal creencia. La infernal serpiente sintió de nuevo en ese día la planta triunfante de la Virgen Madre, y el Señor se dignó concedernos la mejor prenda de su misericordia. Señal es que aún ama a la tierra, pues tuvo a bien iluminarla con uno de los más bellos rayos de la gloria de su Madre. Y ¡cómo se estremeció de gozo el mundo! Fue un verdadero acontecimiento lo sucedido a mitad del siglo XIX; en adelante, podremos vivir más confiados, pues si el Espíritu Santo nos previene que debemos temer los tiempos en que disminuyen las verdades entre los hijos de los hombres, parece decirnos también con eso, que podemos considerar como días felices aquellos en que veamos que las verdades aumentan entre nosotros en luz y autoridad. Antes de la solemne proclamación de este dogma, confesábalo ya la Santa Iglesia con la celebración de su fiesta en este día. Es verdad que no se la llamaba inmaculada Concepción, sino simplemente la Concepción de María. Con todo, el hecho de su institución y celebración demostraba ya suficientemente la creencia del pueblo cristiano. San Bernardo y el Doctor Angélico Santo Tomás, están de acuerdo en enseñar que la Iglesia no puede celebrar la fiesta de lo que no es santo; por eso, la Concepción de María, celebrada por la Iglesia desde tiempo inmemorial, debió ser santa e inmaculada. Si la Natividad de María es objeto de una fiesta en la Iglesia, es porque María nació llena de gracia; por consiguiente, si el primer instante de su existencia hubiese sido afeado por la mancha original, su Concepción no hubiera podido ser objeto de culto. Ahora bien, hay pocas fiestas tan generales y más firmemente establecidas en la Iglesia que la que hoy celebramos. ¿No habían de poner los hombres toda su dicha en honrarte, oh divina aurora del Sol de justicia? ¿No eres tú en estos días, la mensajera de su redención? ¿No eres tú, oh María, la radiante esperanza que va a brillar de repente hasta en el centro del abismo de la muerte? ¿Qué sería de nosotros sin Cristo que viene a salvarnos?, pues tú eres su Madre queridísima, la más santa de las criaturas, la más pura de las vírgenes, la más amorosa de las Madres. ¡Oh María, cuán deliciosamente recreas con tus suaves destellos nuestros ojos fatigados! Pasan los hombres de generación en generación sobre la tierra; miran al cielo inquietos, esperando en cada momento ver apuntar en el horizonte el astro que ha de librarles del horror de las tinieblas; pero la muerte viene a cerrar sus ojos antes de que puedan siquiera entrever el objeto de sus deseos. Estaba reservado a nosotros el contemplar tu radiante salida ¡oh esplendoroso lucero matutino, tus rayos benditos se reflejan en las olas del mar y le devuelven la calma después de las noches tormentosas! Prepara nuestra vista para que pueda contemplar el potente resplandor del Sol divino que viene detrás de ti. Dispón nuestros corazones, ya que quieres revelarte a ellos. Pero, para que podamos contemplarte, es necesario que sean puros nuestros corazones; purifícalos, pues ¡oh purísima Inmaculada! Quiso la divina Sabiduría que, entre todas las fiestas que dedica la Iglesia a honrarte, se celebrase la de tu Inmaculada Concepción en el tiempo de Adviento, para que, conociendo los hijos de la Iglesia el celo con que te alejó el Señor de todo contacto con el pecado, en consideración a Aquel de quien debías ser Madre, se preparasen también ellos a recibirle, por medio de la renuncia absoluta a todo cuanto significa pecado o afecto al pecado. Ayúdanos oh María, a realizar este gran cambio. Destruye en nosotros, por tu Concepción Inmaculada, las raíces de la concupiscencia y apaga sus llamas, humilla las altiveces de nuestro orgullo. Acuérdate que si Dios te eligió para morada suya, fue únicamente como medio para venir luego a morar en nosotros. ¡Oh María, Arca de la alianza, hecha de madera incorruptible, revestida de oro purísimo! ayúdanos a corresponder a los inefables designios de Dios, que después de haberse honrado en tu pureza incomparable, quiere también serlo en nuestra miseria; pues sólo para hacer de nosotros su templo y su más grata morada nos ha arrebatado al demonio. Ven en ayuda nuestra, tú que, por la misericordia de tu Hijo, jamás conociste el pecado. Recibe en este día nuestras alabanzas. Tú eres el Arca de salvación que flota sobre las aguas del diluvio universal; el blanco vellón, humedecido por el rocío del cielo, mientras toda la tierra está seca; la Llama que no pudieron apagar las grandes olas; el Lirio que florece entre espinas; el Jardín cerrado a la infernal serpiente; la Fuente sellada, cuya limpidez jamás fue turbada; la casa del Señor, sobre la que tuvo siempre puestos sus ojos, y en la que jamás entró nada con mancilla; la mística Ciudad, de la que se cuentan tantos prodigios. (Salmo. LXXXVI.) ¡Oh María! nos es grato repetir tus títulos de gloria, porque te amamos, y la gloria de la Madre pertenece también a los hijos. Sigue bendiciendo y protegiendo a cuantos te honran en este augusto privilegio, tú que fuiste concebida en este día; y nace cuanto antes, concibe al Emmanuel, dale a luz y muéstrale a los que le amamos.
M I S A
El Introito es un canto de
acción de gracias, tomado de Isaías y David. Celebra en él María los excelsos
dones con que el Señor la honró, y la victoria que alcanzó sobre el infierno.
INTROITO
Gozosa me regocijo en el Señor, y mi alma se alegra en mi Dios: porque me vistió con vestidos de salud: y me cubrió con manto de justicia, como a una Esposa adornada con sus joyas. Salmo: Te exaltaré, Señor, porque me recibiste: y no alegraste a mis enemigos sobre mí. — J. Gloria al Padre.
Gozosa me regocijo en el Señor, y mi alma se alegra en mi Dios: porque me vistió con vestidos de salud: y me cubrió con manto de justicia, como a una Esposa adornada con sus joyas. Salmo: Te exaltaré, Señor, porque me recibiste: y no alegraste a mis enemigos sobre mí. — J. Gloria al Padre.
La Colecta nos ofrece la
aplicación moral del misterio. María fué preservada de la mancha del pecado
original porque iba a ser la morada del Dios tres veces Santo. Este pensamiento
debe animarnos a acudir a la divina bondad, para conseguir la purificación de
nuestras almas.
ORACION
Oh Dios, que por la inmaculada Concepción de la Virgen, preparaste a tu Hijo una digna morada: suplicamoste que, así como la preservaste a ella de toda mancha, por la 'muerte prevista de tu mismo Hijo, hagas que también nosotros, por su intercesión, lleguemos a ti puros. Por el mismo Señor.
Oh Dios, que por la inmaculada Concepción de la Virgen, preparaste a tu Hijo una digna morada: suplicamoste que, así como la preservaste a ella de toda mancha, por la 'muerte prevista de tu mismo Hijo, hagas que también nosotros, por su intercesión, lleguemos a ti puros. Por el mismo Señor.
EPISTOLA
Lección del
libro de la Sabiduría. (Prov. VIII, 22-35.)
El Señor me poseyó desde
el principio de sus caminos, antes que hiciera nada en el comienzo. Fui decretada
eternamente, y desde el principio, antes que fuera hecha la tierra. Aún
no existían los abismos, y yo había sido ya concebida: aún no habían
brotado las fuentes de las aguas: aún no habían sido asentados los
montes con su pesada mole: yo fui engendrada antes que los collados: aún
no había hecho la tierra, ni los ríos, ni los quicios del orbe de la
tierra. Cuando preparaba los cielos, allí estaba yo: cuando ceñía los
abismos con valla y ley inmutable: cuando afirmaba los astros arriba,
y nivelaba las fuentes de las aguas: cuando ponía sus términos al mar y
dictaba la ley a las aguas, para que no pasaran de sus límites: cuando
pesaba los fundamentos de la tierra. Con El estaba yo ordenándolo todo:
y me deleitaba todos los días jugando delante de El todo el tiempo: jugando en
el orbe de las tierras: y mis delicias eran estar con los hijos de
los hombres. Ahora, pues, hijos, oídme: Bienaventurados los que guardan mis caminos.
Escuchad el consejo y sed sabios, y no lo despreciéis. Bienaventurado el
varón que me oye, y que vela todos los días a mi puerta, y que guarda
los umbrales de mí casa. El que me encontrare a mí, encontrará la vida,
y beberá la salud en el Señor.
Enséñanos el Apóstol, que
Jesús, nuestro Emmanuel, es el -primogénito de toda criatura. (Col., I,
15.) Este profundo vocablo significa que el Verbo que, como Dios, es engendrado
por el Padre desde toda la eternidad, en cuanto hombre, es anterior a todos los
seres creados. Con todo, habiendo salido el mundo de la nada, cuando el Hijo de
Dios se unió a la naturaleza creada, hacia ya muchos siglos que el género
humano habitaba la tierra. Se trata, pues, del pensamiento divino, y no del
orden temporal, al hablar aquí de la anterioridad del Hombre-Dios a toda
criatura. Primeramente determinó el Todopoderoso dar a su eterno Hijo una naturaleza
creada, la naturaleza humana, y como consecuencia de esta determinación,
resolvió crear todos los demás seres espirituales y corporales, para que
estuvieran bajo su dominio. He ahí la razón por la cual, la divina Sabiduría, el
Hijo de Dios, insiste tanto en el trozo de la sagrada Escritura que la Iglesia
nos propone hoy, y que acabamos de leer, sobre su existencia, anterior a todas las
criaturas que forman parte del universo. En cuanto Dios, es engendrado en el seno
del Padre desde toda la eternidad; en cuanto hombre, estaba en la mente de Dios
como modelo de todas las criaturas, antes de que estas salieran de la nada.
Pero para ser un hombre como nosotros, según lo reclamaba el decreto divino,
debía el Hijo de Dios nacer en el tiempo y nacer de una Madre: esta Madre, por
tanto, estuvo presente en el pensamiento de Dios desde toda la eternidad, como
el medio de que se habla de servir el Verbo para tomar la naturaleza humana;
Madre e Hijo están, pues, unidos en el mismo plan de la Encarnación; María
estuvo, por tanto, presente lo mismo que Jesús, en el decreto divino, antes de
que la creación saliese de la nada. He ahí por qué, desde los primeros siglos del
cristianismo, reconoció la Santa Iglesia en este sublime trozo del sagrado texto,
la voz de la Madre unida a la del Hijo, queriendo que fuera leído en las reuniones
de los fieles y fiestas de la madre de Dios lo mismo que otros pasos análogos
de la sagrada Escritura. Pues, si María participa así en los planes eternos, si
en cierto sentido es como su Hijo, anterior a toda criatura ¿podía Dios permitir
que estuviese sujeta al pecado original como toda la raza humana? Cierto, que
no había de nacer hasta determinado tiempo, lo mismo que su Hijo; pero la
gracia se encargaría de desviar el curso del torrente que anega a todos los
hombres, para que no fuera tocada en lo más mínimo, y pudiese transmitir a su
hijo que debía ser también el Hijo de Dios, el ser humano primitivo, creado
en santidad y justicia.
El Gradual está compuesto
de los elogios que dirigieron a Judit los ancianos de Betulia, cuando aquella
mató al enemigo de su pueblo. Judit es una de las figuras de María, que aplastó
la cabeza de la serpiente. El Verso del Aleluya aplica a María las palabras del
Cantar de los Cantares, donde se declara a la Esposa, hermosísima y sin mancha.
GRADUAL
Bendita eres tú, oh Virgen María, del Señor Dios excelso, sobre todas las mujeres en la tierra. — J. Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú el honor de nuestro pueblo.
Bendita eres tú, oh Virgen María, del Señor Dios excelso, sobre todas las mujeres en la tierra. — J. Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú el honor de nuestro pueblo.
ALELUYA
Aleluya, aleluya. — Y. Toda hermosa eres, María; y no está en ti la mancha original. Aleluya.
Aleluya, aleluya. — Y. Toda hermosa eres, María; y no está en ti la mancha original. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del Santo Evangelio según San Lucas. (I, 26-28.)
Continuación del Santo Evangelio según San Lucas. (I, 26-28.)
En aquel tiempo fue
enviado por Dios el Ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a
una
Virgen desposada con un varón llamado José, de la casa de David, y el
nombre de la Virgen era María. Y, habiendo entrado el Ángel a ella,
dijo: Salve, llena de gracia: el Señor es contigo: bendita tú entre las
mujeres.
Este es el saludo que trae
a María el Arcángel bajado del cielo. Todo en él respira admiración y el más
profundo respeto. Nos dice el santo Evangelio que la Virgen se turbó al oír
estas palabras, y que se preguntaba a sí misma el significado de aquel saludo. Las
sagradas Escrituras nos dan cuenta de otros muchos saludos y ninguno contiene
tales alabanzas, como hacen notar los Padres, entre otros San Ambrosio, y San
Andrés de Creta, siguiendo a Orígenes. Debió le, pues, extrañar a la
prudentísima Virgen un lenguaje tan halagador, y sin duda pensó, como observan
los autores antiguos, en el diálogo de Eva con la serpiente en el paraíso.
Quedose, pues, en silencio, y esperó para contestar a que el Ángel hablase por
segunda vez. No obstante eso, Gabriel se había expresado no sólo con elocuencia,
sino con toda la profundidad de un Espíritu celestial iniciado en los divinos
designios; en su lenguaje sobrehumano anunciaba que había llegado el momento en
que Eva debía transformarse en María. Tenía ante él a una mujer, destinada a la
más sublime grandeza, a ser la futura Madre de Dios; pero, en aquel solemne
momento era todavía una simple hija de los hombres. Calculad ahora la santidad de
Maria en ese primer estado tal como la describe Gabriel; fácilmente
comprenderéis que ya se ha realizado la profecía hecha por Dios en el paraíso
terrenal. Declárala el Arcángel, llena de gracia. ¿Qué significa eso sino
que esta segunda mujer posee en sí aquello de que el pecado privó a la primera?
Y notad que no dice solamente que en ella obra la gracia divina, sino que está
repleta de ella. "En los demás reside la gracia, dice San Pedro Crisólogo,
pero en María habita la plenitud de la gracia." Todo en ella resplandece
con pureza divina y ninguna sombra de pecado ha empañado nunca su hermosura.
¿Queréis penetrar el alcance de la expresión angélica? Preguntádselo a la
lengua de que se sirvió el narrador de esa escena. Según los gramáticos, la
palabra que emplea va aún más lejos de lo que nosotros indicamos con la expresión
"llena de gracia". No sólo se refiere al estado presente, sino
también al pasado; es una asimilación nativa de la gracia, un don pleno y
perfecto, una permanencia total. El término perdió necesariamente su energía al
traducirlo. Si tratamos de buscar un texto análogo en la Escritura, para penetrar
mejor en el sentido de la expresión por medio de una confrontación, podemos
encontrarlo en el Evangelista San Juan. Al hablar de la humanidad del Verbo
encarnado, la describe con una sola palabra: dice, que está "llena de
gracia y de verdad". ¿Sería real esa plenitud, si hubiera existido un
solo instante, en que el pecado hubiera ocupado el lugar de la gracia? ¿Podría
se llamar lleno de gracia quien hubiera tenido necesidad de ser
purificado? Naturalmente hay que considerar respetuosamente la distancia que separa
a la humanidad del Verbo encarnado, de la persona de María, en cuyo seno tomó
el Hijo de Dios esa humanidad; pero el sagrado texto nos fuerza a confesar que
en la una y en el otro reinó la plenitud de la gracia, proporcionalmente. Continúa
Gabriel enumerando los tesoros sobrenaturales de María. "El Señor es
contigo", la dice. ¿Qué significa eso sino que antes de concebirle en su
casto seno, ya le posee en su alma? Ahora bien, podrían subsistir esas palabras
si hubiéramos de entender, que su unión con Dios no fue perpetua, y que sólo se
efectuó después de la expulsión del pecado. ¿Quién osaría afirmarlo? ¿Quién
osaría pensarlo, siendo el lenguaje del Ángel tan majestuoso? ¿No se siente
aquí con evidencia el contraste entre Eva, donde el Señor no mora, y la segunda
mujer, la cual le recibió en si como Eva desde el primer momento de su existencia,
y le conservó con fidelidad, permaneciendo siempre en su estado primitivo? Para
captar aún mejor el propósito de las palabras de Gabriel con las que acaba de
anunciar la realización de la profecía divina, señalando aquí a la mujer
prometida, como instrumento de la victoria sobre Satanás, escuchemos las
últimas palabras del saludo. "Bendita tú eres entre las mujeres": ¿qué
quiere decir esa frase sino que, hallándose todas las mujeres comprendidas en
la maldición lanzada sobre Eva, y condenadas a dar a luz con dolor, es ésta la
única que fue siempre bendita, que fue siempre enemiga de la serpiente, y que
dará a luz sin dolor el fruto de sus entrañas? La Concepción inmaculada está,
pues, implí- cita en el saludo de Gabriel, y ahora comprendemos por qué ha
elegido la Santa Iglesia este trozo del Evangelio para leérselo hoy a los
fieles. Después del canto triunfal del Símbolo de la fe, entona el coro el Ofertorio,
compuesto con palabras del saludo angélico. Digamos a María con Gabriel:
Verdaderamente eres llena de gracia.
OFERTORIO
Salve, María, llena de gracia: el Señor es contigo: bendita tú entre las mujeres, aleluya.
Salve, María, llena de gracia: el Señor es contigo: bendita tú entre las mujeres, aleluya.
SECRETA
Acepta, Señor, la saludable hostia que te ofrecemos en la fiesta de la inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, y haz que, así como confesamos que, con tu gracia preveniente la preservaste a ella inmune de toda mancha, así, por su intercesión, seamos libertados de todas las culpas. Por el Señor.
Acepta, Señor, la saludable hostia que te ofrecemos en la fiesta de la inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, y haz que, así como confesamos que, con tu gracia preveniente la preservaste a ella inmune de toda mancha, así, por su intercesión, seamos libertados de todas las culpas. Por el Señor.
Para demostrar su
entusiasmo, no se contenta la Iglesia con la acción de gracias ordinaria en su
Prefacio; tiene que unir a sus alegres acentos el recuerdo de la Virgen
gloriosa y Madre de Dios, cuya Concepción es principio de su esperanza y
anuncio de la próxima aparición de la Luz eterna.
PREFACIO
Es verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable que, siempre y en todas partes, te demos gracias a ti, Señor Santo, Padre Omnipotente, eterno Dios. Y que te alabemos, bendigamos y prediquemos en la Concepción inmaculada de la Bienaventurada siempre Virgen María. La cual concibió a tu Unigénito por virtud, del Espíritu Santo, y permaneciendo (en ella) la gloria de la virginidad, dio al mundo la Luz eterna, a Jesucristo, Nuestro Señor. Por quien a tu majestad alaban, los Ángeles, le adoran las Dominaciones, la temen las Potestades. Los cielos y las Virtudes de los cielos, y los santos Serafines la celebran con igual exultación. Con los cuales, te suplicamos, admitas también nuestras voces, diciendo con humilde confesión: ¡Santo, Santo, Santo!
Es verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable que, siempre y en todas partes, te demos gracias a ti, Señor Santo, Padre Omnipotente, eterno Dios. Y que te alabemos, bendigamos y prediquemos en la Concepción inmaculada de la Bienaventurada siempre Virgen María. La cual concibió a tu Unigénito por virtud, del Espíritu Santo, y permaneciendo (en ella) la gloria de la virginidad, dio al mundo la Luz eterna, a Jesucristo, Nuestro Señor. Por quien a tu majestad alaban, los Ángeles, le adoran las Dominaciones, la temen las Potestades. Los cielos y las Virtudes de los cielos, y los santos Serafines la celebran con igual exultación. Con los cuales, te suplicamos, admitas también nuestras voces, diciendo con humilde confesión: ¡Santo, Santo, Santo!
Durante la Comunión, se
une la Iglesia a David para proclamar con él, las grandezas de la mística
Ciudad de Dios.
COMUNION
Gloriosas cosas se han dicho de ti, María; porque te hizo grandes cosas el que es poderoso.
Gloriosas cosas se han dicho de ti, María; porque te hizo grandes cosas el que es poderoso.
POSCOMUNION
Haz, Señor Dios nuestro, que los Sacramentos, que hemos recibido, reparen en nosotros las heridas de aquella culpa, de la cual preservaste inmaculada de un modo singular la Concepción de la Bienaventurada María. Por el Señor.
Haz, Señor Dios nuestro, que los Sacramentos, que hemos recibido, reparen en nosotros las heridas de aquella culpa, de la cual preservaste inmaculada de un modo singular la Concepción de la Bienaventurada María. Por el Señor.
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