7
DE DICIEMBRE
SAN
AMBROSIO,
OBISPO
Y DOCTOR DE LA
IGLESIA
IGLESIA
Epístola – II Timoteo; IV, 1-8
Evangelio – San Mateo; V, 13-19.
Figura este santo
Pontífice dignamente al lado del gran Obispo de Mira. Aquel confesó en Nicea,
la divinidad del Redentor de los hombres; éste fué en Milán, el blanco del
furor de los Arríanos, y con su indomable valor venció a los enemigos de
Cristo. El puede unir su voz de Doctor a la de San Pedro Crisólogo, y
anunciarnos las grandezas y humillaciones del Mesías. Es tan grande la gloria
de Ambrosio como Doctor, que, entre las cuatro brillantes lumbreras de la
Iglesia latina que van como ilustres Doctores al frente del cortejo de los
sagrados intérpretes de la Fe, figura este glorioso Obispo de Milán,
completando con Gregorio, Agustín y Jerónimo ese místico número. El honor de
ocupar Ambrosio tan noble lugar en estos días, lo debe a la antigua costumbre de
la Iglesia, que en los primeros siglos excluía de la Cuaresma las fiestas de
los Santos. El día de su salida de este mundo y de su entrada en el cielo fué
el 4 de abril; ahora bien, ese aniversario se halla casi siempre dentro de la
santa Cuaresma: hubo, pues, que escoger otro día del año, y era el siete de
diciembre el que por sí mismo se recomendaba para celebrar dicha fiesta, por ser
el Aniversario de su Ordenación episcopal. Por lo demás, el recuerdo de Ambrosio
es uno de los más dulces aromas que embalsaman el camino que conduce a Belén.
Porque ¿cuál más glorioso y encantador, que el de este santo y amable Obispo
que supo unir la fuerza del león a la dulzura de la paloma? En vano pasaron los
siglos sobre su memoria; sólo consiguieron hacerla más viva y añorada. ¿Cómo
podríamos olvidar al joven gobernador de Liguria y Emilia, tan prudente, tan
culto, que hace su entrada en Milán, todavía simple catecúmeno, y de repente se ve elevado por aclamación del
pueblo fiel, a la silla episcopal de aquella gran urbe? Y aquel bello presagio
de su encantadora elocuencia, el enjambre de abejas que según la leyenda, le
rodeó y penetró en su boca cuando todavía niño dormía un día sobre el césped
del jardín paterno, como queriendo indicar la dulzura que había de tener su
palabra; o aquella profética seriedad con la que el amable joven ofrecía a besar
su mano a su madre y hermana, porque según él, aquella mano sería un día la de
un Obispo. Pero ¡cuántas luchas aguardaban al neófito de Milán, una vez
regenerado en las aguas del bautismo y consagrado sacerdote y obispo! Debía dedicarse inmediatamente al estudio de la ciencia sagrada, para acudir en defensa de la
Iglesia atacada en su dogma fundamental, por la falsa doctrina de los Arríanos;
en poco tiempo fué tan grande la plenitud y seguridad de su saber, que no sólo
se opuso como muro de bronce al avance de aquel error, sino que mereció que sus
libros hayan sido considerados por la Iglesia como uno de los arsenales de la
verdad, hasta el fin de los siglos. Pero, no sólo en el terreno de la controversia debía pelear el
nuevo doctor; los sectarios de la herejía que había combatido amenazaron más de
una vez su propia vida. ¡Qué sublime espectáculo el de este Obispo, sitiado en
su iglesia por las tropas de la emperatriz Justina, y custodiado en su interior
día y noche por su pueblo! ¡Qué pastor, y qué redil! Una vida entera consagrada
al bien de la ciudad y de la provincia le valieron a Ambrosio aquella fidelidad
y aquella confianza por parte de su pueblo. Por su celo, abnegación y constante
olvido de sí mismo era fiel retrato de Cristo a quien predicaba. En medio de
los peligros que le rodeaban, permanecía su noble alma tranquila e
imperturbable. Incluso fué el momento que escogió para introducir en la Iglesia
de Milán el canto alternado de los Salmos. Hasta entonces sólo se dejaba oír la
voz del lector entonando desde lo alto del ambón los cánticos sagrados; bastó
un momento para organizar en dos coros a la asamblea, encantada de poder en
adelante tomar parte activa en los inspirados cantos del real Profeta. Nacida
de esta suerte en medio de 18 tormentas y de un heroico asedio, la salmodia
alternada fue ya una conquista para los pueblos fieles de Occidente. Roma
adoptará aquella institución ambrosiana, y de esta manera seguirá en la Iglesia
hasta el fin de los siglos. Durante aquellas horas de lucha, el santo Obispo hace todavía otro obsequio a aquellos
fieles católicos que hicieron para él un muro con sus cuerpos, Es poeta, y más de una vez lia cantado en versos llenos de dulzura y majestad las
grandezas del Dios de los cristianos y los misterios de la redención del hombre.
Ahora, entrega a eu devoto: pueblo aquellos himnos sagrados, que de suyo no estaban
destinados a un uso público; pero en seguida
resuena su melodía, en todas las basílicas de Milán. Más tarde se oirá en toda
la Iglesia latina el canto de los Himnos durante mucho tiempo llamados Ambrosianos
en honor ¡del santo Obispo que (inició así) una de las más ricas fuentes de
la sagrada Liturgia. La Iglesia Romana aceptará en sus Oficios ese nuevo modo de
cantar las divinas alabanzas, que proporciona a la Esposa de Cristo un medio más
de expresar sus sentimientos. Así pues, nuestro canto alterno de los Salmos y
nuestros Himnos, son otros tantos trofeos de la victoria de Ambrosio. Sin duda fue
suscitado por Dios no sólo para bien de su tiempo sino para el del futuro. Por eso el Espíritu Santo le infundió el sentido del derecho,
junto con la misión de defenderlo, en aquella época en que el paganismo, aunque
debilitado respiraba todavía, y en que el cesarismo decadente conservaba aún muchos
resabios del pasado. Ambrosio vigilaba apoyado en el Evangelio. No comprendía
que la autoridad imperial pudiese entregar a capricho a los Arríanos por el
bien de la paz, una basílica en la que se habían reunido los católicos. Estaba dispuesto a derramar su
sangre en defensa de la herencia de la Iglesia. Cortesanos del emperador se
atrevieron a acusarle de tiranía ante el príncipe. Su respuesta fue: "No;
los obispos no son tiranos, pero con frecuencia son víctimas de ellos." El
eunuco Calígono, camarero de Valentiniano II, le dijo en cierta ocasión:
"¿Cómo te atreves delante de mí a despreciar a Valentiniano? Te voy a cortar
la cabeza." — "Ojalá te lo permita Dios, respondió Ambrosio: de esa manera
podré sufrir lo que sufren los obispos; y tú no habrás hecho más que lo que
saben hacer los eunucos." Esta valentía en la defensa de los derechos de la
Iglesia apareció todavía con mayor evidencia, cuando el Senado romano, o más
bien la minoría del Senado, pagana aún, probó por instigación del Prefecto de Roma
Símaco, conseguir el restablecimiento del altar de la Victoria en el Capitolio,
con el vano pretexto de poner un remedio a los desastres del imperio. Ambrosio
se opuso como un león a esta última pretensión del politeísmo, diciendo:
"Detesto la religión de los Nerones." Protestó, en elocuentes memorias dirigidas a Valentiniano, contra
una tentativa que pretendía hacer reconocer a un príncipe cristiano los
derechos del error, y frustrar las conquistas de Cristo, único señor de las
naciones. Rindió se Valentiniano a las enérgicas advertencias del Obispo, el cual
le había hecho saber "que un emperador cristiano no debe tener respeto más
que por el altar de Cristo"; y así, este príncipe respondió a los
senadores paganos que amaba a Roma como a madre, pero que debía obedecer a Dios
como al autor de su salvación. Es lícito creer que, si los decretos divinos no hubiesen
ordenado irrevocablemente la ruina del imperio, influencias como las de
Ambrosio, ejercidas sobre príncipes de recto corazón, hubieran podido evitar aquella
ruina. Sus máximas eran enérgicas; pero sólo podían aplicarse a las nuevas sociedades
que se establecerían después de la caída del imperio, y que el cristianismo
modeló a su gusto. Decía él: "No hay para un Emperador título más honroso
que el de Hijo de la Iglesia. El Emperador está dentro de la Iglesia, no por
encima de ella." ¿Hay algo más emocionante que la protección que con tanta
solicitud ejerció Ambrosio sobre el joven Emperador Graciano, cuya muerte le
hizo derramar copiosas lágrimas? Y Teodosio, ese sublime dechado del príncipe
cristiano, Teodosio, en cuyo favor retrasó Dios la caída del imperio, dando
siempre a sus armas la victoria, ¿con qué ternura no fue amado por el obispo de
Milán? Es verdad que un día quiso reaparecer en este hijo de la Iglesia el
César pagano; pero Ambrosio, con una severidad tan inflexible como profundo
había sido su cariño al culpable, hizo que Teodosio volviese en sí mismo y a
Dios. "Cierto, dijo el santo Obispo en el elogio fúnebre de tan gran príncipe,
he amado a este hombre que estimaba más a quien le reprendía que a sus
aduladores. Supo arrojar por tierra todas las insignias de su dignidad
imperial, lloró públicamente en la Iglesia el pecado al que se le había pérfidamente
instigado, e imploró el perdón con lágrimas y gemidos. Simples particulares ceden
ante la vergüenza, todo un Emperador no se sonrojó cumpliendo la penitencia
pública; y en adelante no pasó un sólo día que no llorase su pecado." ¡Cuán
bellos aparecen este César y este Obispo, en su amor por la justicia! El César
sostiene al imperio vacilante y el Obispo sostiene al César. Pero no se crea
que sólo se cuida Ambrosio de obras de categoría y resonancia. Sabe ser también
pastor cuidadoso de las más pequeñas necesidades de sus ovejas. Poseemos su
vida íntima escrita por su diácono Paulino. Nos declara este testigo que,
cuando Ambrosio oía la confesión de los pecadores, derramaba tan copiosas
lágrimas que hacía llorar también al que iba a descubrir sus faltas.
"Parecía, dice el biógrafo, que había caído él también con el
delincuente." Es conocido el interés paternal con que acogió a San Agustín,
cautivo aún en las cadenas del error y de las pasiones; quien quiera conocer a
Ambrosio no tiene más que leer en las Confesiones del Obispo de Hipona,
sus expansiones de gratitud y admiración. Anteriormente había recibido Ambrosio
a Mónica, la afligida madre de Agustín; la había consolado y fortalecido con la
esperanza de la vuelta de su hijo. Llegó el día tan ardientemente deseado; y fue
la mano de Ambrosio la que le infundió las aguas purificadoras del Bautismo a
aquel que debía de ser el príncipe de los Doctores. Un corazón tan fiel en sus
afectos, no podía dejar de derramarse sobre sus propios familiares. Conocido es
el cariño que le unió a su hermano Sátiro; él mismo publicó sus virtudes en el
doble elogio fúnebre que le dedicó con acentos de conmovedora ternura. No fué
para él menos querida su hermana Marcelina. La noble patricia había despreciado
el mundo y sus placeres desde la más tierna edad. Vivía en Roma en el seno de
su familia, bajo el velo de las vírgenes, que había recibido de manos del papa
Liberio. Pero el cariño de Ambrosio no conocía distancias; sus cartas iban a
buscar a la sierva de Dios en su misterioso retiro. No ignoraba él su celo por la
Iglesia, y el ardor con que se asociaba a todas las obras de su hermano;
conservamos todavía muchas de las cartas que le dirigía. Es ya emocionante el
sólo encabezamiento de ellas: "El hermano a la hermana", o también:
"A mi hermana Marcelina, para mí más querida que mis ojos y mi vida."
Viene luego el texto de la carta, rápido, animado, como las luchas que
describe. Una de ellas la escribió en los momentos en que bramaba la tempestad, cuando el valeroso obispo se hallaba sitiado en la basílica por las
tropas de la emperatriz Justina. Sus discursos al pueblo milanés, sus éxitos
como sus desgracias, los sentimientos heroicos de su temple de obispo, todo se
halla retratado en estas fraternales comunicaciones, todo revela en ellas la
fuerza y la santidad del lazo que une a Ambrosio y Marcelina. La basílica
Ambrosiana conserva todavía el sepulcro de ambos hermanos; sobre uno y otro se
ofrece diariamente el santo Sacrificio de la Misa. Así fue Ambrosio; de él dijo
Teodosio un día: "No hay más que un obispo en el mundo." Alabemos al
Espíritu Santo que quiso ofrecernos tan sublime modelo, y pidamos al santo
Pontífice se digne hacernos partícipes de aquella fe viva y ferviente amor hacia
el misterio de la Encarnación divina, que se manifiesta en sus dulces y elocuentes
escritos. Ambrosio debe ser uno de nuestros más poderosos abogados en los días
de preparación a la venida del Verbo. Su devoción a María, nos enseña también cuál
debe ser nuestro amor y admiración para con la Virgen bendita. El Obispo de
Milán es, con San Efrén, uno de los Padres del siglo IV que más fervientemente han
expresado las grandezas del ministerio y de la persona de María. Todo lo
conoció, lo sintió y lo declaró. La exención de María de toda mancha de pecado,
la unión con su Hijo al pie de la Cruz, para la salvación del género humano, la
primera aparición de Jesús resucitado a su Madre, y otros muchos puntos en los
que Ambrosio se hace eco de una creencia anterior, y que le colocan en primera
fila entre los testigos de la tradición sobre los Misterios de la Madre de
Dios. Esta tierna predilección por María explica su entusiasmo por la virginidad
cristiana, de la que es especial Doctor. Ninguno, entre los Padres, le igualó
en la gracia y elocuencia con que supo ensalzar la dignidad y dicha de las Vírgenes.
Dedicó cuatro de sus obras a glorificar este sublime estado cuya imitación
trataba de ensayar nuevamente el paganismo en su ocaso, con la institución de
las vestales, que en número de siete y colmadas de honores y riquezas, eran
declaradas libres después de cierto tiempo. Opóneles Ambrosio el innumerable
enjambre de vírgenes cristianas, que embalsaman el mundo entero con el perfume
de su humildad, constancia y abnegación. Pero, sobre este tema, su palabra era aún
más sugestiva que sus escritos, pues sábese, por relatos contemporáneos, que en
las ciudades que visitaba o donde dejaba oír su voz, las madres retenían a sus
hijas en su casa, por miedo a que la palabra de tan santo e Irresistible seductor
las convenciera a no aspirar más que a las bodas eternas.
Vida.
Nació Ambrosio en la
primera mitad del siglo IV. Su padre era prefecto de la
Galla Cisalpina, Educó se en Roma en las artes liberales, y se le
encomendó el gobierno de las provincias de Liguria y Emilia. Hallándose en la
basílica de Milán, con el objeto de salvaguardar el orden en la elección
del obispo, un niño gritó: "Ambrosio Obispo"! El grito fue
repetido por toda la muchedumbre, y el emperador, halagado al ver elegido para
obispo a uno de sus prefectos, le animó a aceptar. Obispo ya, fue campeón intrépido
de la fe y de la disciplina eclesiástica; convirtió a muchos arríanos a la verdad
y bautizó a San Agustín. Consejero y amigo del emperador Teodosio, no
dudó en imponerle una pública penitencia con motivo de la matanza de
Tesalónica. Murió en Milán el 4 de abril del 397. San Ambrosio es uno de
los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina.
Aunque indignos, te
alabamos ¡oh inmortal Ambrosio! Proclamamos los dones maravillosos con que te
dotó el Señor. Por tu celestial doctrina eres Luz de la Iglesia y Sal de la
tierra; eres Pastor vigilante, Padre afectuoso, invicto Pontífice: ¡cómo supo
amar tu corazón a Jesús a quien esperamos! ¡Con qué indomable valor y exposición
de tu vida te opusiste a los blasfemos del Verbo divino! Con razón mereciste
que la Iglesia te escogiera para iniciar todos los años al pueblo cristiano en
el conocimiento del que es su Salvador y Jefe. Haz, pues, que penetren en nuestros
ojos los rayos de la verdad que aquí abajo esclareciste; haz que guste nuestro
paladar el melifluo sabor de tu palabra; infunde en nuestros corazones el
verdadero amor de Jesús que se aproxima por momentos. Haz que, como tú, sepamos
defender su causa con energía, contra los enemigos de la fe, contra los
espíritus de las tinieblas, contra nosotros mismos. Haz que ceda todo, que desaparezcan
todos los obstáculos que toda rodilla se doble y todo corazón se declare
vencido ante Jesucristo, Verbo eterno del Padre, Hijo de Dios e Hijo de María,
nuestro Redentor, nuestro Juez, nuestro soberano bien. ¡Oh glorioso Ambrosio! Humíllanos
como humillaste a Teodosio; levántanos contritos y arrepentidos, como a él le
levantaste con tu pastoral caridad. Ruega por el Sacerdocio católico, del que
eres gloria eterna. Pide a Dios para los Sacerdotes y
Obispos de la Iglesia, esa humilde e inflexible fortaleza con la que deben resistir a los poderes seculares, cuando abusan de la autoridad que Dios ha puesto en sus manos. Haz que sea su frente, como dice el Señor, dura como el diamante; que sepan oponerse como un muro para la casa de Israel; que consideren como el mayor honor y su mejor suerte, el poder exponer sus bienes, su tranquilidad y su vida, en favor de la libertad de la Esposa de Cristo. ¡Campeón esforzado de la verdad! ármate de ese látigo vengador que te ha dado la Iglesia como atributo, y arroja fuera del redil de Jesucristo a esos restos inmundos del arrianismo que aparecen aún en nuestros días con diversos nombres. Haz que no sean más atormentados nuestros oídos por las blasfemias de esos hombres soberbios que se atreven a medir por su talla, a juzgar, absolver y condenar como a un semejante suyo al Dios temible que les creó y que sólo por amor a su criatura se dignó descender y acercarse al hombre, aun a trueque de ser por él despreciado. Aleja de nuestras almas, oh Ambrosio, esas cobardes e imprudentes teorías que hacen olvidar a muchos cristianos que Jesús es Rey de este mundo, induciéndolos a creer que una ley humana que reconociese iguales derechos al error y a la verdad podría ser lo más perfecto para las sociedades. Haz que comprendan como tú, que si los derechos del Hijo de Dios y de su Iglesia pueden ser a veces atropellados, no por eso dejan de existir; que la convivencia de todas las religiones con unos mismos derechos, es el insulto más cruel para Aquel "a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra"; que las sucesivas catástrofes de la sociedad son la respuesta que Dios da desde lo alto del cielo, a los que desprecian el Derecho cristiano, ese Derecho que El conquistó muriendo en la Cruz por los hombres; finalmente, que, si no depende de nosotros el restaurar ese sagrado Derecho en las naciones que han tenido la desgracia de rechazarlo, tenemos con todo eso la obligación de confesarlo con valentía, so pena de ser cómplices de los que no quisieron que Jesús reinara sobre ellos. Consuela también oh Ambrosio en medio de las tinieblas que invaden el mundo, consuela a la Santa Iglesia que aparece como extraña y peregrina en medio de esas naciones de que fue madre y que han renegado de ella; haz que, en su camino, recoja aún entre los fieles las flores de la virginidad; que sea como el imán de las almas puras que saben apreciar la dignidad de las Esposas de Cristo. Así fue en los días gloriosos de las persecuciones, que señalaron el comienzo de su ministerio; séale dado también ahora consagrar a su Esposo una numerosa selección de corazones puros y generosos, para que su fecundidad sea vista por todos los que la abandonaron como a madre estéril, y que algún día sentirán cruelmente su ausencia.
Obispos de la Iglesia, esa humilde e inflexible fortaleza con la que deben resistir a los poderes seculares, cuando abusan de la autoridad que Dios ha puesto en sus manos. Haz que sea su frente, como dice el Señor, dura como el diamante; que sepan oponerse como un muro para la casa de Israel; que consideren como el mayor honor y su mejor suerte, el poder exponer sus bienes, su tranquilidad y su vida, en favor de la libertad de la Esposa de Cristo. ¡Campeón esforzado de la verdad! ármate de ese látigo vengador que te ha dado la Iglesia como atributo, y arroja fuera del redil de Jesucristo a esos restos inmundos del arrianismo que aparecen aún en nuestros días con diversos nombres. Haz que no sean más atormentados nuestros oídos por las blasfemias de esos hombres soberbios que se atreven a medir por su talla, a juzgar, absolver y condenar como a un semejante suyo al Dios temible que les creó y que sólo por amor a su criatura se dignó descender y acercarse al hombre, aun a trueque de ser por él despreciado. Aleja de nuestras almas, oh Ambrosio, esas cobardes e imprudentes teorías que hacen olvidar a muchos cristianos que Jesús es Rey de este mundo, induciéndolos a creer que una ley humana que reconociese iguales derechos al error y a la verdad podría ser lo más perfecto para las sociedades. Haz que comprendan como tú, que si los derechos del Hijo de Dios y de su Iglesia pueden ser a veces atropellados, no por eso dejan de existir; que la convivencia de todas las religiones con unos mismos derechos, es el insulto más cruel para Aquel "a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra"; que las sucesivas catástrofes de la sociedad son la respuesta que Dios da desde lo alto del cielo, a los que desprecian el Derecho cristiano, ese Derecho que El conquistó muriendo en la Cruz por los hombres; finalmente, que, si no depende de nosotros el restaurar ese sagrado Derecho en las naciones que han tenido la desgracia de rechazarlo, tenemos con todo eso la obligación de confesarlo con valentía, so pena de ser cómplices de los que no quisieron que Jesús reinara sobre ellos. Consuela también oh Ambrosio en medio de las tinieblas que invaden el mundo, consuela a la Santa Iglesia que aparece como extraña y peregrina en medio de esas naciones de que fue madre y que han renegado de ella; haz que, en su camino, recoja aún entre los fieles las flores de la virginidad; que sea como el imán de las almas puras que saben apreciar la dignidad de las Esposas de Cristo. Así fue en los días gloriosos de las persecuciones, que señalaron el comienzo de su ministerio; séale dado también ahora consagrar a su Esposo una numerosa selección de corazones puros y generosos, para que su fecundidad sea vista por todos los que la abandonaron como a madre estéril, y que algún día sentirán cruelmente su ausencia.
*
* *
Consideremos el último
preparativo para la venida del Mesías al mundo: la paz universal. El silencio
ha sucedido de repente al estruendo de las armas, y el mundo se reconcentra en
sí mismo, esperando. "Ahora bien, nos dice San Buenaventura en uno de sus
Sermones de Adviento, debemos señalar tres silencios: el primero, en tiempo de
Noé cuando perecieron todos los pecadores en el diluvio; el segundo, en tiempo
de César Augusto, cuando quedaron sometidas todas las naciones; finalmente el
tercero que se hará a la muerte del Anticristo, cuando se conviertan todos los
Judíos." ¡Oh Jesús, Rey pacífico, es tu deseo que, al bajar a la tierra,
esté en paz todo el mundo! Lo anunciaste ya por el Salmista, tu abuelo según la
carne, cuando, hablando de ti dijo: "Hará cesar la guerra en todo el mundo;
quebrará el arco, destruirá las armas, y arrojará al fuego los escudos."
(Salmo XLV, 10.) ¿Qué quiere decir todo esto, oh Jesús, sino que al hacer tu visita
te gusta hallar corazones atentos y silenciosos? Antes de acercarte a un alma,
tienes por costumbre conmoverla misericordiosamente, como hiciste con el mundo
antes de aquella paz universal; luego le concedes la paz y por fin tomas
posesión de ella. Ven, pues, a someter cuanto antes a nuestras rebeldes
potencias, a humillar el orgullo de nuestra alma, a crucificar nuestra carne, y
animar la flojera de nuestra voluntad, para que tu entrada en nosotros sea
solemne, como la de un conquistador en una plaza fuerte rendida tras largo
asedio. ¡Oh Jesús!, Príncipe de la Paz, concédenos esa Paz; establece tu morada
en nuestros corazones de una manera fija, como la estableciste en la creación,
para reinar en ella eternamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario