LOS DISTINTOS ESTADOS DEL PURGATORIO
Podemos decir también,
siguiendo la lógica, que el Purgatorio está dividido en varios estados. Para
purificarse el alma de subir al último estado. La escuela, por ejemplo, es como
una purificación de la mente y por necesidad está dividida en varios cursos, desde
el jardín infantil donde la mente comienza a abrirse, hasta la Universidad
donde la mente debería perfeccionarse en determinadas disciplinas.
San
Francesca Romana vio el Purgatorio dividido en tres partes distintas:
- En la región superior
están las almas que sufren sólo la pena de la privación de la visión de Dios, o
alguna pena suave de poca duración para poder ver a Dios y gozar de Él.
- En la región media del
Purgatorio sufren las almas que cometieron pecados pequeños o que deben,
ayudadas por nosotros, liberarse de la pena de pecados mortales, perdonados
pero no del todo expiados.
- En el fondo del abismo y
cercano al Infierno está la tercera región, o sea, el Purgatorio inferior,
lleno de fuego claro y penetrante, distinto al del Infierno que es oscuro y
tenebroso. Esa tercera región la vio dividida en tres compartimientos, donde
las penas van aumentando gradualmente según la responsabilidad de las almas y
el grado de gloria y de felicidad al que deban alcanzar.
El primer estado está
reservado a los laicos, el segundo a los clérigos no ordenados, el tercero a sacerdotes y obispos. Este compartimiento tiene un lugar
más pequeño todavía, reservado a religiosos, que teniendo mayores medios de
santificación y mayor luz de Dios tienen mayor responsabilidad por sus culpas y
tienen más necesidad de expiación. Tanto los sacerdotes como los religiosos llamados
a la más alta santidad deben alcanzar un altísimo grado de gloria, por lo que
tienen necesidad de una minuciosa purificación que hace más doloroso su estado.
También para ellos la purificación no es un acto de severidad de Dios, sino una
respuesta de amor. Es un hecho que la mayor parte de las manifestaciones de las
almas purgantes en grandes penas está dada por las almas de sacerdotes y de religiosos.
Es lógico también esto, como es lógico que quién debe llegar a un curso
superior de estudios o arte, debe tener una preparación más profunda y acabada,
y por esto mismo, una fatiga mayor y más larga.
La
pena de la privación de Dios
Nosotros hemos meditado
sobre la pena del fuego del Purgatorio y hablamos de los estados en que éste
está dividido, pero no podemos comprender ni hablar de las penas que las almas
tienen en el fuego y en los distintos estados por los que pasan, no existiendo
en la vida terrenal ninguna pena que nos pueda dar una idea precisa. Podemos
decir, que la intensidad de la pena exactamente proporcional a las culpas
cometidas, y se agudiza por la pena de privación de Dios y el deseo de poseerlo,
debido al gran amor que las almas sienten por Él. Por eso consideramos al Purgatorio
como una lucha de amor. El Señor no es severísimo con ellas, es más bien
amorosísimo y las purifica porque las quiere en una perfecta felicidad. El alma
percibe este amor de Dios y se lanza hacia Él; arde por amor, gime por amor,
percibe la niebla oscura en que se encuentra, porque es amada y ama; pide ayuda
para salir de su estado para que sea acortado. No pudiendo ella acortarlo con
sus propios méritos, siendo incapaz de hacer méritos, se encuentra en una
ansiedad por amor. El gemido del amor del alma que desea a Dios y que siente la
atracción del amor divino, que desea su felicidad, constituye la pena de la
privación de Dios. Podemos decir también, que es una pena que suaviza los
tormentos del fuego y de los sentidos. Parece una paradoja y sin embargo es
así, el alma considera cualquier pena purificadora como un paso al Sumo Bien y a
la eterna felicidad, así como una mujer que debe hacerse una cura de belleza
para presentarse a una fiesta, acepta sufrir molestias por el fin que persigue.
La
Eucaristía y la pena de la privación de Dios
La pena de la privación de
Dios, para todas las almas, en especial para las más cercanas a la gloria, está
inmensamente disminuida por la Eucaristía, que es la presencia velada de Jesús.
Sabemos por tantas revelaciones que cuando se celebra Misa por un alma, ésta no
sufre o por lo menos es más aliviada, justamente por la presencia de Jesús en
el altar. Celebrándose Misa por ella y aplicándola al alma purgante, cuando no
hay obstáculo de justicia que lo impida, el alma se vuelve casi como peregrina
de amor sobre la tierra uniéndose a la Iglesia militante, participa en su inefable
tesoro Eucarístico y se encuentra con inmenso amor cercana a Jesús, adoradora
amorosísima a través del velo de la hostia santa de Jesús. Ninguna criatura de
la tierra es adoradora de la Eucaristía como lo es el alma purgante que
participa en una misa celebrada para ella y que se une a la adoración de la iglesia
por Jesús Sacramentado. Tenemos un ejemplo bellísimo en una revelación de Santa
Gertrudis. A esta Santa se le aparece, después de muerta, una religiosa
fallecida en la flor de la edad y en gracia del Señor después de una continua
adoración hacia el Santísimo Sacramento. Se le aparece radiante de luz celeste,
arrodillada ante el Divino Maestro que hacía salir de sus heridas gloriosas,
cinco rayos luminosos que iban a tocar dulcemente los cinco sentidos de la
piadosa hermana. Sin embargo ceñía la frente de ésta, una nube de profunda tristeza.
Santa Gertrudis extrañada
preguntó al Señor por qué mientras Él favorecía a su sierva de un modo tan
especial, ella no parecía gozar de una gloria perfecta, Jesús responde: “Recién
ahora esta alma fue juzgada digna de contemplar solamente mi humanidad glorificada
y mis cinco heridas, en consideración a su devoción hacia el misterio
Eucarístico. Pero no puede ser admitida todavía a la visión beatífica porque
tiene algunas manchas pequeñísimas cometidas por ella en la práctica de la
regla”. Y porque la santa intercedía por ella, Jesús le hace conocer que sin
sus numerosos sufragios aquella alma no habría podido terminar su pena. La difunta
misma hace comprender a Santa Gertrudis que no quiere ser liberada hasta no
haber pagado su deuda. El amor que tenía por Dios la empujaba a presentarse
ante Él toda pura. El amor que en vida había tenido a Jesús Sacramentado le
hacía contemplar su Divina Humanidad, como la había contemplado velada en la
Hostia Santa. He aquí otro ejemplo que demuestra cómo la Divina Eucaristía
atenúa en las almas purgantes la pena de la privación de Dios. El día de todos los Santos
una joven de excepcional virtud y modestia, ve aparecer al alma de una joven
que conocía, y que había muerto hacía poco, la cual le da a conocer como sufría
por la sola privación de Dios, pero esta privación era para ella intensa, que
le proporcionaba un tormento indecible. La vio todavía varias veces y casi
siempre en la Iglesia, porque esta alma no pudiendo todavía contemplar cara a
cara a Dios en el cielo, buscaba encontrar alivio a su pena, contemplándolo al
menos bajo las Especies Eucarísticas. Sería imposible referir en palabras con
qué adoración, con qué humildad y respeto, permanecía aquella alma frente a la
Sagrada Hostia. Cuando asistía al Divino Sacrificio en el momento de la
elevación su rostro se iluminaba de tal manera que parecía un serafín. La jovencita declaraba no haber visto nunca un espectáculo
más bello.
La
pena de la privación de Dios y el amor de María Santísima
La pena de la privación de
Dios es también extraordinariamente atenuada en las almas que fueron
particularmente devotas de María. Esta dulcísima Madre las va a consolar y
siendo ella candor de la eterna luz y espejo sin mancha nos muestra el esplendor
de la gloria de Dios. Es así que esta misma alma que encontraba consuelo en la
adoración de Jesús Eucaristía, buscaba también alivio ante la imagen de la
Virgen y se mostraba siempre vestida de blanco con un rosario en la mano, en
señal de su devoción a María Santísima. Un día, la piadosa joven, junto a otras
amigas después de haber adornado piadosamente al altar de la Virgen, se
arrodilló con ellas, y les propone besar los pies de la estatua y abrazarla dos
veces, una por ella y otra por la amiga fallecida. Después de haberlo hecho
vino la dama, feliz para darle las gracias con indescriptible afecto. Por el
amor que el alma siente por Dios, purificándose en el fuego y en las penas que
lleva consigo, la pena de privación de Dios se vuelve más intensa, porque se
acrecienta la sublime atracción de amor entre el alma y Dios. Es lógico, porque
el alma es casi como un fierro, que mientras más se acerca a la llama más se
siente atraída y con más ímpetu va hacia ella. Es así que las manchas que
todavía mantienen al alma alejada de Él, aparecen más repugnantes, y el
arrepentimiento de la conciencia agudiza más el fuego en el interior del alma.
Tensión
de amor hacia Dios
La atracción del amor
hacia Dios, provoca penas que nuestro materialismo no puede comprender, porque
nuestro amor por Dios es débil y mezquino. Deberemos comprender qué es Dios
para nosotros, qué es el amor de un alma que está en gracia de Dios y qué cosa
es para el alma el encontrar en sí misma y por su propia culpa, el obstáculo
que le impide ir al Señor para amarlo en la intimidad de una eterna y felicísima
unión. Tantas veces nosotros escuchamos decir que los lazos de la sangre atraen
y por esto el bebé se acerca antes que a nadie, a sus padres, porque tiene su sangre
y su vida. Si lo alejan, llora, se desespera, tiende sus pequeños brazos hasta
que se vuelven a él. En su mamá encuentra su alimento y su reposo; en su padre,
su seguridad y su amoroso cariño. No puede comprender a esta edad los sacrificios
que los padres hacen por él, pero se siente inconscientemente atraído por
ellos. El niño goza de la dulzura materna cuando mama, y de fortaleza y seguridad
cuando está en brazos del padre. Es la reacción normal de la criatura que tiende
espontáneamente a las fuentes de su vida para su propio desarrollo. Mientras
más conoce el niño a sus padres, más familiares le son y más les ama porque los
aprecia más. Su aprecio no es de conciencia ni de subconsciencia, es tendencia
natural de la sangre hacia la sangre, de la vida hacia la fuente de vida. Nosotros
somos criaturas de Dios y nos sentimos atraídas hacia Él porque Él nos ha
creado. Plasmó al primero hombre del barro de la tierra, le dio el aliento
amoroso de la vida, le dio la vida sobrenatural de la gracia que había perdido.
¡El niño tiene vínculos especiales con quienes le dieron la vida! Nosotros
somos atraídos de la misma manera hacia la infinita grandeza de quién nos creó.
Esta grandeza amorosísima, el alma la siente plenamente cuando se purifica en
el Purgatorio, y la siente como una repulsión terrible cuando cae en el Infierno.
El alma purgante tiende a subir hacia Dios; el alma condenada tiende a huir de
Él, a pesar de saber que es su último fin. En el alma purgante la privación de
Dios es amor. En el alma condenada es odio, y su natural atracción hacia Dios
es tormento indescriptible.
La
contemplación de Dios para el alma purgante
Nosotros sobre la tierra
reconocemos a Dios por la fe. El alma purgante lo contempla a través de un velo de amor que es fruto del estado de gracia; el alma
condenada lo percibe a través de una terrible fobia y de un odio total porque
está separada voluntaria y obstinadamente de Él. El fuego y las penas del
Purgatorio son como un lente que lo acerca, porque el alma sufriendo para purificarse,
lo siente como el único fin de su vida. El fuego y la pena del Infierno son
como una terrible oscuridad y humo que lo alejan. Por esto en las revelaciones,
los santos han dicho que el fuego del Purgatorio es luminoso y el del Infierno es tenebroso. Por el estado de gracia
ella está cerca de Dios, y siente mil veces más que las almas contemplativas en
la tierra, la sublime paz de la infinita sencillez de Dios. Se encuentra el
alma como delante de un panorama bellísimo, donde no hay confines. Se ve como
envuelta en una melodía, suavísima que es la admirable armonía de la Unidad y
de la Trinidad Divina. No ve a Dios, pero lo contempla en la armonía de la
gracia por la cual vive sobrenaturalmente en Él. Es un espectáculo dulcísimo,
lejano sí, pero que aumenta el ansia amorosa de reunirse con Él. Por esta ansia
que es amorosa presión divina, el alma siente el amor de Dios que la rodea. También
en esto se ve una dulcísima odisea de amor que para el alma es pena y purificación
de amor. Explicamos con un ejemplo. Un hombre está invitado a una fiesta, donde
sabe que será atendido con amor. Por su culpa está atrasado, se distrajo en cosas
fútiles. No ha despreciado la fiesta, pero sí la espera de quién lo había invitado,
se ha dejado vencer por la pasión de un juego, por la distracción de una
curiosidad, por pequeños actos de gula. De repente se estremece y se da prisa
para reparar su atraso… Pero, es una pena, porque siente los sonidos lejanos de
la fiesta ya comenzada, corre, pero el camino le parece interminable; mira la
hora, pensando a qué hora le habían invitado y considera y siente la ansiedad afectuosa
de quién lo espera. Avanza, tratando de apurar todavía más el paso, pero el pie
resbala… busca ayuda, y se alegra cuando una persona amiga le viene al
encuentro y le ofrece un lugar en su automóvil. Finalmente, se le ve llegar
apurado desde la última escala que ha subido jadeando, arrepentido por la negligencia
culpable que ha tenido. El jadeo y el arrepentimiento son como la última
purificación que lo hace aceptable y su carrera afanosa termina con el abrazo y
con el beso del Señor que lo ha invitado. Su negligencia fue pagada por la
última ansia que tuvo, motivada por la percepción lejana de la esplendida
fiesta y por la espera de quien lo había invitado.
Deseo
que el cuerpo se disuelva para estar con Cristo
Las almas contemplativas
han probado un poco de la ansiedad amorosa de las almas purgante y nos dan una
idea de su estado. Se acercan a Dios con aquella interna y embriagadora alegría
que los místicos llaman “toque de Dios” y “arrebatos de amor”. Se encuentran
como en un mar de serenidad, entrevén la paz interna, tienen ansias de reunirse
con Dios y desean la muerte como la liberación de una fastidiosa molestia para el
amor: “deseo que el cuerpo se disuelva para yo estar con Jesucristo”, era el grito
de San Pablo en uno de esos beatíficos momentos de contemplación. El
contemplativo no alcanza estos momentos de elevación espiritual sino después de
una larga purificación, llamada por los místicos activa y pasiva, entre dolores
físicos y morales, entre penosa aridez, tras momentos de casi abandono de parte
de Dios, que son como el Purgatorio en sus primeros estados penosísimos, su
grandeza, su amor con ansias penosas de amor que se reflejan en el cuerpo. Es
así, que las manos, los pies y el costado de San Francisco de Asís se abrieron,
y que sus ojos se quedaron casi ciegos por el llanto amoroso de su alma.
El
estado espiritual de un alma purgante
De esto que dijimos y responde
a la plena y lógica verdad, ¿quién podrá considerar el Purgatorio como un acto
inexorable y casi despiadado de la justicia de Dios? y ¿quién podrá vivir así
desordenadamente como nosotros vivimos? Y ¿quién podrá negar un sufragio a las
almas anhelantes de Dios en el amor? No es fácil para nosotros los mortales
hacernos una idea del estado espiritual de un alma purgante, porque en ella no
puede considerarse solo el estado del alma, sino el estado de gracia, que es
una grande y profunda amistad con Dios. Ya hemos señalado su estado de
contemplación y ahora tratamos de ver lo que importa en este estado de inmensa
paz, en un estado de enorme pena. También en el primer estado de purificación que
es el fuego, el alma es contemplativa, pero como eran los santos cuando eran
purificados por los sufrimientos. También en este caso hay una admirable lógica. El alma separada
del cuerpo, siente siempre la influencia del cuerpo al cual se refiere todavía.
Se puede decir que en el momento mismo de la muerte, el alma tiende a su resurrección,
por esto los muertos desean ser sepultados en un lugar sagrado y bendito o
cerca de los cuerpos de los santos ya glorificados en el Paraíso. El lugar
sagrado es ya una promesa de resurrección según las palabras de Jesús: “Yo soy
la resurrección y la vida” y estas otras “Quién come mi cuerpo y bebe mi
sangre, tiene la vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día”. El cuerpo se
disuelve, pero la promesa de Jesús es para el alma una seguridad reconfortante.
En el primero estado de purificación, el alma advierte todavía las consecuencias
del impacto de un cuerpo que fue instrumento y causa de sus imperfecciones y
por consecuencia el estado de contemplación en ella es más oscuro.
En los últimos estados de
la purificación, el alma está más lejana del cuerpo que animó en la vida
terrenal, no advierte ya las terribles penas de los sentidos causados por el
fuego, y por lo tanto, es menos concentrada en sí misma, más espiritual, y su
contemplación se hace más limpia y suave como aquella de los santos en éxtasis.
El alma empieza a ver a Dios veladamente y percibe todo lo que manifiesta su
gloria. Los santos contemplativos ante un panorama, en la salida o puesta del sol,
en un campo florido, en la inmensidad de los cielos estrellados, en la extensión de los mares, en la silenciosa aridez de los desiertos, en la altura
de los montes, en la misteriosa profundidad de los abismos, o en la dulce
armonía de un instrumento musical, descubren la grandeza y el amor de Dios y se
elevan hacia Él. El alma purgante no permanece inactiva, es como un ojo enfermo
que tiene que acostumbrarse a la luz poco a poco, pasando de la oscuridad a la
sombra, de la sombra al alba, del alba a la aurora, y de ésta al fulgor del
sol; así el alma pasa de las tinieblas de la vida terrenal, en las cuales
muchas veces juzgaba mal la Providencia de Dios, a la sombra de las propias
penas en las cuales reconoce la adorable justicia de Dios. De las penas pasa a
reconocer la grandeza de Dios en las cosas terrenas, y percibiendo la armonía admirable
de ellas, mientras en vida las veía muchas veces como desórdenes desconcertantes,
ahora vive en la admiración amorosa que la mantiene en alto, vive de las
palabras del Profeta: ha hecho todo con sabiduría y la tierra está llena de su providencia
y de su dominio.
Es una sorpresa de amor
para el alma que ignoró en vida los misterios de la creación, y es una sorpresa
de amorosa reparación del alma que no conoció sino una mísera parte a través de
las fatigosas búsquedas de la ciencia humana. ¡Oh, cómo ésta alma se humillará
pidiendo el perdón divino por sus errores, y cómo humillándose reparará la
propia presunción! De la contemplación de la grandeza de Dios en la tierra, el
alma purificada por el amor pasa a la contemplación de los cielos estrellados,
a la contemplación de sus maravillas, que le acercan más a Dios. Advierte
entonces como en una gran armonía suave, los cantos de alabanza de los coros
angélicos que presiden a las obras de Dios, como los misteriosos querubines de
Ezequiel, que sostienen el trono de la divina gloria, a quienes Ezequiel veía
llenos de ojos por dentro y fuera, ojos que son miradas de admiración de la
Potencia de la Sabiduría y del Amor de Dios Uno y Trino.
El alma suspira por Dios
intensamente pero no puede alcanzar la meta mientras una sola imperfección la
hace incapaz de la vida eterna. Sus suspiros son rayos ardientes que el hombre
lanza hacia el sol, que no alcanzan la meta y no son capaces de ponerse en
órbita. El alma entonces sufre por el ansia de un amor que crece y se enardece,
y que se siente atraer por el amor que la llama, y se vuelve a Jesús, que por
ella murió sobre el Calvario sumergiéndose en el misterio de la Encarnación, de
la Pasión y de la Muerte del Redentor, como sedienta que busca en la fuente de
la reparación y de la misericordia su alivio. Esta riqueza de reparación y de
misericordia se renueva cada día sobre los Altares y por esto la Misa ofrecida
por los difuntos es el máximo de los sufragios. Con qué ternura el alma
recuerda los detalles de la Pasión del Señor Jesús. ¡Con qué profundo
arrepentimiento se siente responsable, con que reconocimiento amoroso lo
contempla, percibiendo en cada pena de Jesús las propias culpas! Como en el
cuerpo los microbios patógenos que producen enfermedades son agredidos por los leucocitos de la sangre y se refugian en la estación térmica que
está en la parte central del cerebro, provocando un aumento del calor de aquella
zona, y por lo tanto, la fiebre en el organismo, que más que una enfermedad, es
una alarma que mueve a darse cuentas de la contaminación, y a defenderse, así
por analogía, en la luz de la Pasión de Jesús que ha combatido y vencido los
pecados de todos con infinito amor, el alma ve refluir todas las propias
imperfecciones y los propios defectos, y encuentra en Él la reparación y la
misericordia y se enciende en ella como una fiebre de amor que la humilla profundamente
y la lleva a buscar en los sufragios la medicina divina para cambiar la fiebre
en agradable conquista de la Eterna felicidad en Dios.
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