EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
Comentarios y Ensayos
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de Mons. Dr. Juan Straubinger
sobre el libro de Job
PROEMIO
UN LIBRO MISTERIOSO
El libro de Job es uno de
los más misteriosos de la Biblia. San Jerónimo lo compara a una anguila que se
nos escurre de la mano cuando ya creíamos tenerla asida. No es posible entender
estos misterios sino con inteligencia sobrenatural.
Para ello el mismo Dios
nos da tres claves:
a) Según el Prólogo, Job
era justo (Job 1, 1 y 8) y sus pruebas no fueron un castigo, siendo Satanás, y
no Dios, el gran promotor de sus dolores.
b) En la teofanía final,
el mismo Dios reprende a Job, no por su vida pasada — que ya sabemos era justa—
sino porque en su diálogo con los amigos, que forma la trama del Libro,
"envolvió (oscureció) las sentencias (de la verdad) con palabras sin
inteligencia" (Job 38, 2).
c) En el Epílogo (Job 42,
1 ss.), al restituirle con creces todas sus prosperidades, Dios nos hace saber
expresamente que Job no pecó en sus disputas con los tres amigos, y que ellos
sí pecaron. Sin estos datos, nuestra mente, harto inclinada a juzgar a Dios
según la capacidad humana, pensaría muchas veces que Job era un blasfemo y que
Elifaz, Baldad y Sofar, sus tres amigos farisaicos, eran modelos de cordura y
de piedad.
EL LIBRO DE JOB
Y EL MISTERIO DEL MAS ALLÁ
Y EL MISTERIO DEL MAS ALLÁ
Este difícil conflicto
entre el paciente y sus amigos parece ha de ser planteado por Dios en pleno
Antiguo Testamento, para sugerir a la meditación los misterios del más allá,
que sólo habrían de revelarse en la "plenitud de los tiempos" (Gal.
4, 4), cuando Dios determinase hacer conocer aquellas cosas "que desde
todos los siglos habían estado en el secreto" (Ef. 3, 9 s.; Col. 1, 26); y
que las Antiguas Escrituras sólo presentaban envueltas en el arcano de los libros
proféticos y sapienciales. No hay duda de que Dios, según el Salmista, habrá de
juzgar a los pueblos y a los impíos (Salmo 1, 5; 9, 8-9; 49, 3-4; 81, 8; 95,13;
109, 6; 142, 2), dando a cada uno según sus obras (S. 61, 13), y que su bondad,
que es eterna, librará a los justos del Sheol (S. 15, 9-10; 16, 15; 48, 15-16,
etc.). Pero, como observa Vigouroux, el Sheol, que suele traducirse por
inferno, era simplemente un lugar obscuro y significaba lo mismo que el
sepulcro, a donde iban todos los muertos, sin distinguirse en un principio
entre buenos y malos, cosa que luego fue aclarándose progresivamente. Lo que
las Escrituras anunciaban muchas veces, y cuya necesidad todos admitían, dada la
caída del hombre, era un Mesías, libertador de todos. "Es por esto —dice Vacant—
que la cuestión de los destinos del individuo se confundía con la de la salvación
del género humano y de la venida del Mesías. La muerte del cuerpo era la consecuencia
del pecado, y por eso es que la resurrección de los cuerpos era mirada como la
consecuencia de la liberación del alma" (Dict. de la Bible, I, 465). De
aquí la gran importancia del libro de Job dentro del cuadro del Antiguo
Testamento. No solamente en cuanto enuncia en forma indudable el dogma de la resurrección
que nos ha de librar del sepulcro (Job, 13, 15-16; 14, 13; 19, 23-27), sino también
en cuanto plantea en forma aguda, la necesidad de una vida futura, en la cual
la justicia y la misericordia del Eterno Dios se realicen plenamente, ya que
así no sucede en esta vida. Esto nos lleva a meditar una consecuencia preciosa
para nuestra vida espiritual y para avivar en nosotros la virtud de la Esperanza.
Porque según vemos, aquellos judíos que aun no conocían el dogma de la
inmortalidad del alma, se resignaban confiadamente a la muerte, aunque ésta
significase para ellos una paralización de todo su ser, ya que sabían que un
día todo su ser había de gozar de la resurrección que el Mesías debía traerles.
Nosotros, más afortunados, conocemos plenamente el dogma de la inmortalidad del
alma, y sabemos, porque así lo definió el Concilio de Florencia, que ella, mediante
el juicio particular, podrá, gracias a la bondad divina, gozar de la visión beatífica
mientras el cuerpo permanece en la sepultura en espera de la resurrección en el
último día. Pero esta consoladora verdad no debe en manera alguna hacernos olvidar
ese gran dogma de la resurrección, ni mirar nuestra salvación como un problema individual
que llega a su término el día de la muerte de cada uno, con total independencia
del Cuerpo Místico de Cristo, que celebrará cuando El venga a las Bodas del
Cordero (Apoc. 19, 6-9). Por eso, "cuando comiencen a suceder estas cosas,
abrid los ojos y alzad la cabeza, porque vuestra redención se acerca"
(Lúe. 21, 28). Por su parte, S. Pablo nos
revela que todas las creaturas suspiran con nosotros, aguardando con grande
ansia ese día de la resurrección, que él llama de "la manifestación de los
hijos de Dios", y de "la redención de nuestro cuerpo" (Rom. 8,19
ss.). Y en otro pasaje, de donde está tomado el texto del frontispicio del
Cementerio del Norte de Buenos Aires, que pone en boca de los difuntos las
palabras: "Expectamus Dominum": "Esperamos al Señor",
vuelve a consolarnos el Apóstol, diciendo: "Pero nuestra morada está en el
cielo, de donde asimismo estamos aguardando al Salvador Jesucristo Señor
nuestro, el cual transformará nuestro cuerpo, y le hará conforme al suyo
glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio
todas las cosas" (Fil. 3, 20-21).
A LA LUZ DEL NUEVO TESTAMENTO
Con estas claves divinas
nos será posible penetrar el misterio de Job, pero no ciertamente de un modo
racional, sino con las luces que nos trajo el Verbo Encarnado, que viniendo a
este mundo, iluminó a todo hombre (Juan 1,9); luces que solamente son prodigadas
a los humildes o pobres de espíritu, por el Paráclito o Consolador que
descendió en Pentecostés; es decir, vemos una vez más cómo, según la fórmula de
S. Agustín, gracias al Nuevo Testamento se revelan los misterios del Antiguo. No
hay problema humano que no reciba luces del Evangelio. San Juan Crisóstomo,
gran apóstol de la Sagrada Escritura, nos la muestra superior a todo ameno
huerto de flores y frutos: "Delicioso es el verde prado, ameno el jardín;
pero más lo es la lectura de la Sagrada Escritura, En aquéllos, flores que se
marchitan; en ésta, pensamientos frescos y vivos. Allí, el soplo del céfiro;
aquí, el hálito del Espíritu Santo. En los primeros cantan las cigarras; en los
segundos, los profetas. La lozanía del huerto y la del prado dependen de la
estación; la Escritura, así en verano como en otoño, siempre está verde y
cargada de fruto." Estos frutos son muy especiales para los que sufren,
pues Jesús vino precisamente a traer la "Buena Nueva" (Evangelio) a
los pobres, a los tristes, a los oprimidos, a los cautivos y a los ciegos. Así
definió Él mismo su misión (Luc. 4, 18 ss.; 7, 22) en palabras del Profeta que
así lo anunciaba ocho siglos antes (Is. 61, 1 s.). A esto llamó Él mismo
"anunciar el Reino de Dios" (Luc. 4, 43). No puede, pues, sorprender
que el Nuevo Testamento nos dé, sobre el misterio de Job y del dolor, luces que
antes se ignoraban, así como nos hace también entender en los Salmos y en los
Profetas cosas cuyo alcance ellos mismos ignoraban, puesto que Dios no les
dictaba para ellos mismos, sino para otros. San Pablo, hablando solamente de su
propia misión en el Nuevo Testamento, nos dice que a él mismo le ha sido dado
el anunciar las incomprensibles riquezas de Cristo y explicar a todos la economía
del misterio que había estado escondido desde el principio en Dios que todo lo
creó, a fin de que los principados y las potestades en los cielos conozcan hoy,
a la vista de la Iglesia, la sabiduría multiforme de Dios según el designio
eterno que Él ha realizado en Jesucristo Señor nuestro (cfr. Ef. 3, 8 ss.).
LA PERSONALIDAD DE JOB
Job no es ni siquiera un
hombre de la Antigua Alianza, pues pertenece a la época de los Patriarcas,
anterior a Moisés y por tanto a la Ley. Tampoco forma parte del pueblo escogido
de Israel, y sin embargo, practica el más perfecto monoteísmo y aun ejerce en
su familia funciones sacerdotales (1,5). Se muestra ejemplarmente caritativo con
el prójimo (29, 12-17), y llega hasta proclamar —cosa admirable e inexplicable
sin una revelación del plan divino— su firme esperanza en el Redentor que
traerá la resurrección de los cuerpos (19, 25-27). El Apóstol Santiago (5, 11),
nos lo presenta como ejemplo de la paciencia que llega a feliz término. Y con
todo, San Pablo no lo incluye en su gran lista de los antiguos héroes de la fe
(Heb. 11). La importancia del libro de Job se concentra principalmente en el
problema del dolor y del mal en general. Y puesto que no hay vida humana sin
dolor, sino que al contrario todos nos vemos sitiados por ejércitos de males,
por eso la figura del paciente Job ha llegado a ser como un símbolo del género
humano; pero infinitamente más alto que él está en la Nueva Alianza, el
"Ecce Homo", el "Varón de Dolores" (Is. 53, 3), sumo
Arquetipo del hombre con todos sus dolores y tormentos; único que resumió en su
Humanidad santísima todas las miserias humanas, todas las penas y angustias,
hasta el dolor y la vergüenza de la cruz (Filip. 2,8).
JOB, FIGURA DE CRISTO
No cabe la menor duda de
que Job es figura del Redentor, al cual se asemeja no solamente como justo y a
la vez paciente, sino más todavía por la esperanza que pone en Aquel que le
resucitará: "porque yo sé que vive mi Redentor, y que yo he de resucitar
de la tierra en el último día, y de nuevo he de ser revestido de esta piel mía,
y en mi carne veré a mi Dios; a quien he de ver yo mismo en persona y no por medio
de otro, y a quien contemplarán los ojos míos" (19, 25-27). La afirmación
de los Santos Padres y Teólogos de que es figura de Jesucristo, arroja la
primera luz sobre el porqué del caso de Job. De ahí que a este libro como al Salterio,
se aplica la siguiente observación de un piadoso prelado: "En vano se pretendería
agotar su profundidad; ellos son una verdadera extensión del Evangelio, porque
en ellos David y Job, representando al Salvador, se nos muestran sufriendo, con
un corazón semejante al de Jesús, en muchas vicisitudes que no pudieron
ocurrirle a Él, como son por ejemplo la ingratitud de los hijos, los dolores y
angustias de la enfermedad, etc.; lo cual completa nuestra enseñanza para que
podamos unirnos a Cristo en todas las circunstancias de nuestra vida
cotidiana." El sentido típico (typo = figura) de la figura de Job resalta
singularmente de la reprobación que él recibe de los que debieron ser sus
amigos, y que presentándose como tales, no hicieron sino aumentar su dolor.
"Todos los que me miran hacen mofa de mí. Hablan con sus labios y menean
la cabeza" (Salmo 21, 8). Tal dice David profetizando a Cristo. Esto nos enseña
a sufrir una de las pruebas más dolorosas para el hombre: la incomprensión e
ingratitud de los hombres, parientes y amigos. Claro está que si el saber este
sentido típico aumenta muchísimo el valor educativo de la figura de Job, ello
es en cuanto nos lleva a levantar de él los ojos y fijarlos en la contemplación
de Cristo. No ha de pretenderse, pues, que la asimilación de ambas figuras haya
de ser completa. Siempre quedará, sobre todo, la diferencia esencialísima de
que sólo Jesús tuvo y pudo tener méritos propios. Y sólo ellos pudieron tener
valor de Redención.
JUICIO GENERAL SOBRE LA CONDUCTA DE JOB
De todas maneras podemos,
con los datos disponibles, sintetizar el juicio sobre la conducta de nuestro
héroe. Dice S. Agustín que si se le preguntase acerca de la posibilidad de que
un hombre pasase sin pecado por esta vida, él contestaría afirmativamente,
mediante la gracia de Dios que no sólo nos muestra lo que hemos de hacer, sino
también nos hace capaces de quererlo y de realizarlo (Filip. 2, 13). Pero,
agrega, que exista realmente un tal hombre sin pecado, no lo creo (Ench. Patr.
1720). Esta opinión de S. Agustín es perfectamente bíblica, pues ya Salomón
enseña que "no hay hombre que no peque" (III Rey. 8, 46; II Par. 6,
36). Cfr. Prov. 20, 9; Ecl. 7, 21; Salmo 142, 2. Y S. Juan nos previene:
"Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no
hay verdad en nosotros" (I Juan 1,8). Frente a esta doctrina podemos decir
terminantemente que Job era y había sido un justo, en primer lugar porque el
mismo Dios así lo afirma desde el principio del Libro (1, 8) y también porque
Job, lejos de atribuirse a sí mismo esa justicia, es el primero en decirle a
Dios: "¿Quién podrá volver puro al que de impura simiente fue concebido?
¿Quién sino Tú solo?" (14, 4). Véase a este respecto otra bellísima
actitud del Patriarca en 9, 15. Esto, empero, que Job expresa ante la majestad
de Aquel que solo es santo, no lo dice ante sus amigos calumniadores, empeñados
en hacerle confesar infidelidades que él no había cometido. Porque en su conciencia
el Espíritu Santo le da testimonio de su rectitud, como enseña S. Pablo (Rom.
9, 1; 2, 15; II. Cor. 1,12). Quedamos, pues, en que nuestro Patriarca era, ante
Dios, justo y lo era ya mediante esa fe que justifica en Cristo y que S. Agustín
no vacila en atribuir a Job, diciendo: "Mente conspiciens Christi
justitiam"; esto es: "Viendo en espíritu la justificación que nos
viene de Cristo" (cfr. Rom. 3, 26).
LA FALLA DE JOB ¿CUÁL ES LA FALTA DE JOB?
Tratemos ahora de penetrar
más hondamente en el misterio. ¿Qué es lo que le faltó a Job? Vemos que Dios
empieza haciendo de él una aprobación verdaderamente extraordinaria, extensiva
a toda su vida anterior a las pruebas y a la disputa que forman todo el drama:
"No hay otro como él en la tierra, varón sencillo y recto, y temeroso de
Dios, y ajeno de todo mal obrar" (1, 8). Vemos también que al final y aun
refiriéndose a la actitud de Job en la discusión misma, Dios vuelve a
justificarlo, al propio tiempo que censura a los amigos: "Estoy altamente
indignado contra ti y contra tus dos amigos, dice el Señor a Elifaz, porque no
habéis hablado con rectitud en mi presencia, como mi siervo Job... y el Señor
se aplacó en gracia de Job (42, 7-9). Sin embargo, hay una falla de Job. Dios
le hace, con paternal benignidad, un reproche irónico, para mostrarle que en
algo no ha acertado. El discurso del Señor (cap. 38-42) no se ocupa sino de
establecer que sólo el Creador gobierna el mundo y se reserva sus secretos. Pero,
¿qué tiene que ver esto con los sufrimientos de Job? ¿Acaso él ha pretendido
penetrar esos secretos de la naturaleza? No los naturales, pero sí los
designios de Dios con respecto a él. Y de aquí viene el reproche con que Dios
le acusa, de haber oscurecido el plan divino con discursos sin inteligencia
(38, 2). Cierto que no ha pecado, pues lo hizo por contestar los pérfidos
ataques de sus amigos. Pero el Señor le da a entender que mejor habría hecho en
no inquietarse por eso. No porque le haya ofendido a Él, sino porque ha sufrido
inútilmente, como quien pretende dar coces contra el aguijón" (Hech. 9, 5)
o penetrar lo impenetrable.
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