El Islam:
Una Ideología Religiosa
¿POR
QUÉ UNA IDEOLOGÍA?
El término ideología aplicado
a la religión de Muhamad no es una ocurrencia nuestra. En su oportunidad fue
usado por Maxime Rodinson para dar cuenta y razón de la religión islámica
cuando se ocupó del asunto en su libro sobre Mujamad. No obstante, detrás del
uso de una misma palabra, hay en Rodinson un trasfondo, llamémoslo filosófico,
que difiere totalmente de éste que constituye el fundamento de nuestra personal
posición. Para Rodinson la ideología nace de los cambios introducidos en el
pueblo árabe por la fuerza de una economía comercial que impone, a la antigua
organización tribal comunitaria, otra de tipo individualista sugerida por el
auge de los nuevos criterios económicos. Indudablemente, para
Rodinson no existe la religión como una realidad independiente de un estado
particular de conciencia determinado por una relación específica entre el
hombre y los medios de producción. La religión se convierte así en un ingrediente
de la compleja respuesta que damos a las necesidades prácticas de la vida y que
constituye algo así como la salsa poética en la dura prosa del proceso
económico. Menos racionalista que el Profesor Rodinson, creo que la religión es un
conocimiento rodeado de una serie de prácticas cultuales que el hombre ha recibido
del propio Dios, con las características de un contrato de adhesión, cuyas
cláusulas debe respetar si quiere organizar su vida de acuerdo con los designios
de la Divina Providencia. Se suele hablar también de
religión natural con el propósito de señalar el conocimiento que el hombre
adquiere de Dios a través del mundo físico y las experiencias de su realidad
anímica. Pero así como no existe un estado de naturaleza absolutamente puro de
todo compromiso sobrenatural con Dios, no existe tampoco una religión natural
que no se encuentre efectivamente complicada con las revelaciones de la proto-tradición
o de las tradiciones históricas conservadas por los distintos pueblos que componen
el abigarrado mosaico de nuestro curso terrenal. La religión no es, en mi
perspectiva, un fenómeno de conciencia condicionado por todas las incidencias
de nuestra trayectoria temporal y mucho menos la consecuencia inevitable de una
situación social cualquiera, por mucho que se multipliquen los ingredientes de
su composición. Así como la creación misma, la religión es un don de Dios, y se
tiene que haber perdido todo contacto con el fundamento creador del universo para pensar
de una manera distinta y buscar la fuente de un proceso en donde no hay ninguna
realidad fontal sino los dones gratuitos de la creación y la revelación.
Hecha esta primera
advertencia que consideramos fundamental, admitimos que, indudablemente, las
ideologías son creaciones del espíritu humano con el deliberado propósito de
dar una explicación justificativa del poder que asume un determinado grupo de
hombres, para conducir a los otros en una dirección distinta de aquélla que la
Providencia ha fijado. Esta substitución de los designios divinos por otros de
humana apariencia es lo que suele tener de común la ideología con la religión y
lo que conduce a muchos hombres a confundirlas, pasando por alto sus claras diferencias. Cualquiera sea el origen del libro que
nosotros conocemos con el nombre reduplicativo de "El Corán", la
intención de su autor fue, en un primer momento, la de enseñar a los árabes el
contenido del Pentateuco. Hay a lo largo del Corán referencias muy
claras a este respecto, y solamente un fuerte deseo de ver en él una
manifestación religiosa original ha impedido advertirlo. La religión predicada
por Muhamad está íntimamente ligada al monoteísmo israelita según la forma que
éste tomó cuando se produjo la escisión provocada por el advenimiento de
Cristo. Es pues un judaísmo por su inspiración fundamental, pero un judaísmo
ideológico, en tanto su decisión religiosa es de rechazo a la cuenca viva de la
revelación para encerrarse en la clausura de un propósito humano.
No es faena fácil para los
historiadores de oficio examinar el origen de este libro y poner alguna
coherencia en la sucesión de los "suras" que constituyen su
contenido. Si bien la tradición islámica es unánime en atribuir su autoría al
profeta Muhammad, la forma en que fue recogido su mensaje y el ordenamiento del
texto da lugar a tantas contradicciones y divergencias que resulta casi imposible aceptar todas las leyendas que circulan
en tomo a la manera en que fue escrito. Lo que ha llegado hasta nosotros tiene,
al parecer, su apoyo en la predicación de Muhammad, pero no se puede decir con
rigor que sea la obra de un solo autor, sino más bien de una legión de
copistas, intérpretes y compiladores, que tuvo por resultado la "vulgata"
llamada de Osmán, unos sesenta años después de la muerte del Profeta. La
clasificación realizada en .el texto tradicional es, como afirma Gastón Wiet,
de una singular arbitrariedad: "Los distintos capítulos (sura),
ciento catorce en total, están ordenados según su longitud: los más largos
a la cabeza y los más cortos al final, sin tomar en consideración la cronología
de las revelaciones hechas al profeta. Ahora bien, como el libro santo tiene
partes que se contradicen, los musulmanes se han visto en la necesidad
de buscar una relación cronológica entre los suras para saber, en caso
de prescripciones contrarias, cuál es la que abroga y cuál la que
permanece" (WIET, G. L'Islam, Histoire Universelle de "La Pléiade",
T. 11, p. 54, Gallimard, París, 1957).
La faena historiográfica,
si bien se piensa, conspira decididamente contra la atmósfera de seguridad y
firmeza que los verdaderos fieles querían imponer al Corán. Para ellos,
lo que Muhammad escuchó del Angel Gabriel y lo que contiene la vulgata de Osmán
son una misma y única cosa, una copia fiel del libro que existe desde toda la
eternidad en el cielo y que junto al trono de Allah, está custodiado por los Santos Angeles. Esta
versión paradigmática del libro no coincide nada con lo que está a la vista y
hace falta la fe rotunda de un auténtico musulmán para aceptarla sin atender
los reclamos de la crítica histórica. Así como no hay seguridad en el origen de
los textos, tampoco la hay acerca de la lengua en que fueron primitivamente
escritos y aunque sus más apasionados defensores consideran que fue "el
árabe elocuente y puro", los censores dictaminan que esa lengua
todavía no existía y nace a la vida precisamente con el Corán propagado
con la vulgata de Osmán. Nada arredra a un verdadero creyente cuando se trata
del libro sagrado: ni los datos filológicos sobre la evolución del idioma
árabe, ni los conocimientos aportados por las ciencias en torno a la3 formas
literarias y su difusión en el mundo antiguo. El Corán es un poema, un
código legislativo, un libro religioso y una narración de los sucesos
relacionados con la prédica de Muhammad. Es todas estas cosas y algunas otras
que se pueden descubrir cuando se lo examina con el debido celo. Un lector
desapasionado y objetivo, a la manera de nuestros hombres de ciencia, puede no
descubrir ninguno de estos géneros. Renan, que titubeó mucho tiempo en
clasificarlo con certeza, terminó diciendo que constituía una colección de discursos
de índole diversa, sin que esta declaración lo dejara demasiado contento.
Para los verdaderos
creyentes, y los musulmanes lo son por antonomasia, es el libro sagrado y punto
de partida de una disciplina religiosa que se impuso a la anarquía de su
temperamento y los lanzó a la conquista del mundo, con una fuerza, una fe y un
fanatismo pocas veces igualado en el curso de la historia. Decir que es un libro
religioso, sin añadir una serie de explicaciones que permitan distinguirlo de otros
de la misma especie, es un abuso de confianza. Sin dudas, hay en el Corán una
serie de verdades que pertenecen al elenco tradicional de la religión revelada
y, como es fácil de advertir, esas nociones son de procedencia bíblica, y ha
sido con mucha posterioridad a la prédica de Muhammad cuando surgió la idea de
reclamar para el Corán una originalidad que la simple lectura de sus-
textos hacía completamente innecesaria y que el más simple cotejo dejaba ver
sin ninguna dificultad. Hay verdades religiosas pero no una nueva revelación;
apenas un amaño discreto para poner esos principios al alcance de la
imaginación árabe sin que se advierta, en lo más mínimo, un esfuerzo por elevar
las mentes a un encuentro con Dios que permita hablar de un itinerario
perfectivo. Todo lo contrario, el Corán parece destinado a despertar una
afluencia pasional incontenible que lance el alma del creyente en una empresa
de conquista político militar y de ninguna manera en la faena de la
contemplación mística.
La disciplina impuesta a
los fieles no tiene designios de enmienda ascética, a no ser los impuestos por
la vida militar y la exaltación del valor frente a la muerte, sostenido por una
visión del más allá en perfecta correspondencia con las inclinaciones más salaces
del erotismo. La salvación no es la obra de una purificación espiritual, sino
de la obediencia pasiva a los jefes religiosos y políticos de la comunidad islámica.
La guerra santa es el sacramento único que abre para el creyente las puertas
del cielo. Esto explica por qué razón la paz enmohece el espíritu del musulmán
y termina lanzándolo a las querellas inútiles, a la pereza y el abandono. El Corán
inspira un acto de fe del que ha desaparecido todo movimiento de reflexión
inteligente y por eso mismo no se conoce, entre los musulmanes, algo semejante
a la teología cristiana. Se niega el trinitarismo cristiano con los argumentos
más rudos y la ofuscación más absoluta; y aun cuando se dice por ahí que Jesús
fue el Verbo de Dios, sólo se quiere afirmar que se trata de un profeta en nada
diferente de los otros por cuya boca Dios ha hecho sentir su voluntad. El
misterio de la Encamación está negado por principio y cualquier discusión en
tomo al mismo despierta la cólera del musulmán que ve en peligro la
consistencia de su monoteísmo. Si se examinan los deberes religiosos
prescriptos por el Corán y los actos del culto que los encuadran, se
verá sin esfuerzos su perfecta simplicidad y la absoluta prescindencia de
cualquier movimiento interior destinado a poner la conducción del alma en las
facultades más nobles del espíritu. Cinco son las obligaciones que el musulmán
debe practicar para tener su alma en buenas relaciones con Dios: confesar que Allah es el único Dios y Muhammad su profeta. Esto
cuantas veces fuese necesario y especialmente en las circunstancias solemnes de
la vida y cuando se prevé la hora de la muerte. Cuatro plegarias son de
observancia: al alba, al mediodía, a la oración y a la noche. El creyente tiene
que colocarse orientado hacia la Meca para no olvidarse jamás del centro de
donde partió su conquista. Las plegarias pueden hacerse solitariamente o en conjunto.
Cuando son varios los que se congregan para orar, uno de ellos dirige la
ceremonia con las prosternaciones y saludos correspondientes. La preparación
previa a la plegaria exige un acto de purificación que consiste en lavarse el
rostro, las manos, los antebrazos y los pies. Conviene que se haga con agua
pura o en su defecto con arena. Respecto a la posibilidad de una purificación
interior no se dice nada. Existe entre los musulmanes una práctica del ayuno
aparentemente muy riguroso. Durante los treinta días del mes de Ramadán, noveno
del año lunar musulmán, el creyente no puede comer, ni beber, ni fumar, ni
tener relaciones sexuales durante el día, entre la salida y la puesta del sol. Todo
buen musulmán debe dar a su comunidad religiosa el décimo de sus entradas y tiene
la obligación de un viaje ritual a la Meca, cuya ejecución implica un
repertorio bastante complicado de actos puramente externos pero que condicionan
las predisposiciones de obediencia y sumisión a la ley del Profeta.
El Corán fija la
constitución de la familia islámica sobre la poligamia. Se entiende que un buen
musulmán no puede tener más de cuatro mujeres. La apología de esta forma
matrimonial podemos leerla en la introducción al libro sagrado en su reciente edición
argentina. N o es necesario estar dotado de un exagerado pudor para comprender
el grado de sometimiento a los sentidos que semejante unión significa. Se
entiende que el privilegio de tener un serrallo, por modesto que sea, supone,
para los creyentes menos favorecidos por la fortuna, tener que resignarse a la
poliandria o, en el mejor de los casos, a una monogamia aceptada sin
entusiasmo. En una organización social dominada por la presencia vigilante de
los clanes el matrimonio es, ante todo, un acto político y tiene por propósito
fundamental la unión de las familias. De aquí la importancia que tiene para los
jefes contraer fructuosas alianzas con los grupos familiares más poderosos. Muhammad
no dejó de rendir cálido tributo a esta costumbre solidaria, pero fue
ampliamente superado por sus sucesores en cuanto la extensión del Islam impuso
numerosas alianzas. Se ha exagerado un poco la actitud despectiva del árabe con
respecto a la mujer. El Corán recomienda la dulzura y el buen trato para
con las mujeres, los niños y los ancianos. No obstante, su ética es
esencialmente masculina, y son los hombres válidos los que llevan sobre sus
espaldas tanto el peso como el honor de la guerra que santifica y salva. La mujer
pertenece al mundo secreto y privado del hombre, al "harem", cuyo
significado apunta a esa situación de secreta privacidad.
Muhammad, luego de la
muerte de su primera mujer, que tuvo el extraño privilegio de ser única,
concertó trece matrimonios según los analistas más inclinados a dejar
constancia de los hechos bien fundados. Otros anuncian que tuvo quince mujeres.
De cualquier modo es un número que muchos imanes hubieran tenido como cantidad
desdeñable y en absoluto indigna de un hombre de su alcurnia. Por supuesto, los
simples soldados podían practicar libremente el onanismo, la pederastia o la
bestialidad, sin que ninguno de estos vicios fuera especialmente condenado o
cerrara para siempre las puertas del Paraíso para quienes morían en combate. Muhammad
comprendió muchos de los inconvenientes que traía la poligamia y escribió, no
sin mostrar un cierto desengaño: "que nunca llegaréis a hacer
reinar la concordia entre vuestras mujeres, cualesquiera fuera vuestra
buena voluntad". Añadió, a continuación, con el propósito de evitar
algún intempestivo intento de subversión mujeril: "Los hombres son los
pastores de las mujeres, porque Dios los prefirió a ellas y, además,
porque las sustentan de su peculio. Las buenas esposas deben ser
tímidas, conservar su pudor en ausencia del esposo, porque Dios las vigila. En cuanto
aquellas de quienes sospecháis deslealtad, exhortadlas y dejadlas solas
en sus lechos; si persisten castigadlas, pero si os obedecen no las provoquéis,
porque Dios es excelso, grande" (Sura 4, aleya 34). Por supuesto, este
régimen, lejos de aplacar, aumenta la lujuria del temperamento árabe y suele provocar
algunos desmanes de la concupiscencia, eso que Muhammad, con gran amplitud de
espíritu, llamó obscenidades: copular con la madre, con la hija, con las
hermanas, con las nodrizas, hermanas de leche, nueras, suegras o hijastras bajo
tutela. El consejo coránico es evitar tales atropellos, pero ante el hecho
consumado se debe confiar en Dios que es indulgentísimo y misericordioso
(S.4-A1.23). La indulgencia de Allah para con las debilidades humanas es tan generosa
que no hace falta ningún esfuerzo ascético para conquistar la plenitud
paradisíaca. Diríamos, forzando un poco las líneas de una reflexión, que no
pretende entrar en dificultades teológicas, que así como no existe una teología
ascética, no hay en el Corán ni la sombra de un esfuerzo para alcanzar
una cierta perfección espiritual. Esto nos obliga a
considerar con atención el carácter religioso de este libro, porque si bien se
advierte en él una preocupación constante por confirmar el legalismo de la "Torah"
judía, existen también otras dos intenciones que conviene destacar: en primer
lugar, refutar los principios cristianos refundiendo la prédica de Cristo en el
ámbito del legalismo talmúdico y, en segundo lugar, provocar una exaltación agresiva
de la fe para servir un objetivo de conquista político militar. El Antiguo Testamento
es un libro religioso y aunque narra las peripecias del pueblo elegido en sus
relaciones con Dios, el protagonista del drama es siempre Yavé, y hasta tal
punto que el pueblo que recibe la revelación tiene valor en tanto muestra
fidelidad a las verdades propuestas para su conservación y su difusión entre
los hombres. El pueblo israelita es una comunidad sacrificial que Yagé ha
tomado para sí, como vehículo de una finalidad esencialmente religiosa.
La relación del Corán con
el pueblo árabe, aparentemente, obedece a una disposición semejante pero tiende
a transformarse, a poco andar, en un instrumento de agresión conquistadora.
Todo cuanto podía haber de negativo en la transformación del pueblo de Israel
cuando rechazó al Cristo, aparece en el Islamismo sin ninguno de los atenuantes
que hacen tan complicada la situación espiritual del judío moderno. En este
último persiste siempre el sentimiento de su dependencia de un juicio divino que lo obliga a un examen cuidadoso en la justificación de sus actos. En una
perspectiva histórica puramente humana, el advenimiento de Cristo decepcionó la
expectativa mesiánica del judío. Esperaban que el enviado de Yavé los pusiera a
la cabeza de todas las naciones como pueblo sacerdotal, pero Jesús puso de
relieve la universalidad del mensaje religioso y colocó al primogénito a la
misma altura de los gentiles. Esto hirió profundamente el orgullo judío, se
resintió y se cerró para siempre en la clausura de una esperanza carnal
orientada con preferencia a la destrucción del cristianismo o a su corrupción
en un mesianismo del aquende.
Los árabes admitieron del
judaísmo un esquema de simplificación activista y violenta y rechazaron con
desprecio todo cuanto en el cristianismo podía haber de profundo y misterioso.
Consideraron blasfemo hablar de Trinidad, porque no existía para ellos ni el
más leve interés en tomar la naturaleza de Dios como objeto de una meditación.
Eso era griego para ellos. Lo esencial es conocer la voluntad divina, que se
expresa en la ley, y poner en ejecución sus mandatos, que consisten en
conquistar las naciones por Allah. Si los otros no "desisten de cuanto
dicen, un severo castigo azotará a los blasfemos entre ellos". (Sura
5, Aleya 73). Estos esquemas favorecen la acción y desconciertan a los preguntones
que complican la fe con sus problemas. A lo largo del Sura 5, el autor del Corán
se empeña en advertir que Cristo y María enseñaron la obediencia a la ley y en
ningún momento se consideraron a sí mismos como divinidades, ni se compararon
con Dios. Por esas razones la prédica de Jesús debe inscribirse en una línea de
absoluta fidelidad a la "Torah" y no en la de esa falsa
ruptura que alegan los cristianos. No hay misterio trinitario, ni encarnación,
ni gracia santificante, y por eso se puede decir con tranquilidad que el
Islamismo rechaza formalmente la religión, pero acepta reemplazar la voluntad
de Dios con los designios de su fiereza conquistadora.
No existe el pecado original,
ni la naturaleza caída; la mayor parte de las faltas se borran con una simple
penitencia exterior, porque en el fondo no constituyen agravios a Dios, sino
delitos disciplinarios que deben ser corregidos con la férula del gobernante. En
sentido estricto y formal, el Islam no es una religión, ni constituye un brote
privilegiado de la tradición primordial. Es una ideología, como afirma
Rodinson, pero totalmente apoyada en el judaísmo y sin otra complicación
mesiánica que la imposición del Islam por la fuerza de las armas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario