El Calvario de un Apóstol
(continuación)
Pero no contaba
con la huéspeda y era que los católicos de Valparaíso, habían decidido
oponerse, a como diera lugar, a la salida de los padres y jóvenes, y poner un
¡hasta aquí! a los desmanes del militarote. El 3 de marzo, todos los habitantes
de la ciudad se habían echado a la calle, con reconcentrada ira, y Ortiz,' que
no tenía a sus órdenes sino quince esbirros, temeroso de que la aventura le
costase la vida, dio órdenes de que se libertara a los detenidos, por el
momento, con la añadidura de que se presentaran ellos voluntariamente y lo más
pronto posible en Zacatecas, a donde tenía que marcharse inmediatamente por "obligaciones
del servicio" y salió de estampida de la población, sin detenerse siquiera
unos momentos para desayunarse, porque la tormenta contra él se formaba
amenazadora en las calles cada vez más llenas de gente resuelta.
Los buenos
vecinos querían oponerse a la orden arbitraria que había formulado Ortiz al
escapar tan vergonzosamente de Valparaíso, de que se 300 presentaran los ya libres,
en Zacatecas por su propia voluntad; pero como medida de prudencia acordaron al
fin. Ema unas de las principales señoras y señoritas de la población marcharan
al día siguiente en coche a la capital del estado, para avistarse con Ortiz y
pedirle amablemente la revocación de la orden. Recibidas por el general con el
lenguaje y modales propios de un tipo cavernario como él, reiteró con grandes
amenazas su orden, sin ceder un ápice. Y las buenas señoras acudieron entonces
al gobernador interino, hombre más moderado, para que influyera en su favor con
el milite. Pero el señor gobernador temía los furores de la fiera, y aconsejó a
las señoras, que hicieran venir a los citados por Eulogio, y él vería la manera
de aplacarlo después, viendo que le habían obedecido.
Y así fue cómo
el 20 de marzo los dos sacerdotes y los tres jóvenes se pusieron en marcha y
llegaron a Zacatecas, dirigiéndose inmediatamente a la casa del gobernador para
ponerse bajo su amparo. Recibidos los sacerdotes y jóvenes por el gobernador de
Zacatecas, éste les aconsejó que se refugiaran en alguna parte mientras hablaba
con Ortiz y los cinco se acogieron al Hospital de San José, en donde se
encontraba una hermana del señor cura, la madre Rafaela, de las Religiosas
Mínimas. Pero al día siguiente los "delincuentes" sin delito,
recibieron un recado del mismo gobernador diciéndoles se presentaran en la casa
del general. Este los recibió con una sarta de insultos y palabrotas propias de
esta clase de gentuza, y después de haberles reprendido por no haber venido más
pronto, y dando orden al secretario de la jefatura de que los consignara al Ministerio
Público, los mandó encerrar en un inmundo sótano, en donde no había más que un
solo petate deshecho para que pudieran descansar, y allí los tuvo del 10 al 13
de marzo. Naturalmente para ahorrarse el gasto de darles de comer, permitió que
algunas señoras católicas de la ciudad les enviaran alimentos y algunas
cobijas.
El 13 de marzo,
ya por orden del Ministerio Público, fueron trasladados a la cárcel de Santo
Domingo, en donde tanta confianza mostraron los guardias de que no se
escaparían, que durante el día los tenían en una celda con las puertas abiertas
y permitieron a todos los que deseaban hablarles, entraran como a un salón de
recepción, lo que aprovecharon los católicos zacatecanos para llevarles alimentos
y otros auxilios necesarios en aquella situación. Por fin el 16 de marzo, el
Juez de Distrito sentenció que fueran puestos en libertad por no haber delito
que perseguir. La justa sentencia se convirtió como era de esperarse, en el
ridículo más sonado y estrepitoso que jamás había tenido el general Ortiz.
Furioso, echando venablos y maldiciones por aquella su boca de alcantarilla,
juró públicamente que había de vengarse del cura Correa, a quien manifestaba el
odio más irracional y perverso. Pero a pesar de las amenazas, de darles él
mismo personalmente la muerte si volvían a Valparaíso, los detenidos y
libertados, con la venia del prelado de la Diócesis, volvieron a la parroquia
en donde fueron recibidos en triunfo, entre lágrimas, vítores y enramadas de
flores por los habitantes, lo que como se comprende fue otro fracaso del jefe
de las armas, y exacerbó hasta lo indecible su odio cavernario.
Llegó por fin
el momento, tan luctuoso de nuestra historia, en que el Episcopado Nacional se
vio obligado por las innumerables exacciones que sufrían de los perseguidores,
los sacerdotes de toda la República, a suspender el culto público y abandonar
las iglesias al cuidado de los seglares católicos. Los que vivíamos en aquellos
días tremendos ya recordaremos el dolor inmenso de toda la nación. Los
sacerdotes naturalmente, absteniéndonos como era debido por obediencia a los
prelados, de ejercer el ministerio en público, tuvimos que convertir a todo el
país en una inmensa catacumba, y en las casas particulares de los fieles, en
los sótanos y las bodegas de las ciudades, en las humildes chozas de las
rancherías, en dondequiera que podíamos estar a resguardo de los furores de la
persecución celebrábamos los santos misterios en privado, ante grupos reducidos
de personas que, recatándose entre las sombras de la madrugada y muchas veces
en las de la noche, iban, como en la antigua Roma en los principios de la
Iglesia, reuniéndose sigilosamente para asistir a la Santa Misa, recibir la
comunión y confesarse. El señor cura Correa fue uno de los denodados e
infatigables apóstoles "circulantes" de aquellos terribles días, y su
labor fue tanto más meritoria y fatigosa, cuanto que se dedicó a recorrer las
rancherías y las humildes moradas de los pobres campesinos donde no se podía
encontrar ninguna de las comodidades, que ofrecían las ciudades. Día y noche
por los vericuetos de las serranías, por las barrancas de la campiña, muchas
veces a pie, algunas en burro u otra cabalgadura, vestido como uno %de los
campesinos, y llevando el Santísimo Sacramento en una cajita lo más decente
posible, guardada en un morral, junto con sus vestiduras sacerdotales, se le
podía encontrar recorriendo aquellos inmensos escondrijos, páramos y pantanos, en
busca de los pobres fieles para llevarles los auxilios espirituales. Ciertamente
que aquellos días fueron para el señor cura una subida al Calvario como la que
precedió a la Crucifixión de Nuestro Salvador.
La situación se
agravaba por momentos, la persecución rugía por todas partes, los católicos
vejados sin consideración eran aprisionados y muchos de ellos asesinados... No
era posible resistir impávidos a tantas ruinas. Y ¡surgieron entonces los
cristeros! En Valparaíso, la parroquia del padre Correa, los obreros del
"Sindicato León XIII" se levantaron en armas y naturalmente, aunque
el señor cura no había tomado parte en aquello, el odio de Eulogio Ortiz, lanzó
la calumnia de que él era el jefe oculto de aquellos valientes. El general
Quintanar, que como vimos juró vengar a los mártires de Chalchihuites, entró en
Huejuquilla donde estaba su familia y logró derrotar completamente a los
federales que huyeron hacia Valparaíso, furiosos por la derrota, que atribuían,
"porque sí", al padre Correa. Este en aquel intervalo había andado en
otras ocupaciones muy distintas de movimientos militares. Temeroso de los
desmanes que inevitablemente habían de cometer las tropas callistas enviadas
contra los cristeros, logró persuadir a varias familias católicas entre las que
se contaba la misma del señor cura, y las Religiosas Mínimas de Huejuquilla y
Valparaíso salieran para Fresnillo en busca de mayor tranquilidad, y a los
muchachos seminaristas del seminario menor, los condujo él mismo primero a
Fresnillo y luego a Aguascalientes, de donde habrían de salir un poco más tarde
para los Estados Unidos, y allí continuar sus estudios juntamente con los del
Seminario
Mayor de
Zacatecas, refugiados también en la nación vecina. Luego volvió a Fresnillo en
diciembre, porque una de sus hermanas había enfermado de gravedad, y allí
continuó su labor apostólica supliendo a los sacerdotes de aquella ciudad, que
habían tenido que salir para otras poblaciones, huyendo de la persecución. Y al
fin el 23 de diciembre, él mismo fue a refugiarse en la Hacienda de San José de
Sauceda de la Municipalidad de Valparaíso, cuyo dueño D. José Ma. Miranda le
había instado, para que se retirase a ella como lugar más seguro.
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