convento de las
Adoratrices, Ejutla.
La Gran
Profanación
(primera parte)
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Dejo
ahora mi pobre pluma, para hacer este relato, íntegramente en las vigorosas
manos del fervoroso sacerdote colimense, quien con el seudónimo de Spectator,
que me creo obligado a respetar aún ahora, escribió uno de los más hermosos
libros que sobre esta época de la persecución se han escrito, con el título de
Los Cristeros del Volcán de Colima. Libro perfectamente documentado, como que
el autor fue testigo presencial de muchos de los sucesos que narra; y que para
mí no tiene más defecto, si puede llamarse defecto a eso, que el de haberse
concretado a los hechos y martirios de los católicos de la región de Colima. ¡
Que no hubiera extendido su admirable labor a toda la inmensa legión de
nuestros mártires mexicanos!... Spectator será, pues, el narrador de este
episodio, uno de los más vergonzosos para la conspiración anticristiana, como
uno de los más gloriosos para el catolicismo mexicano. Aseguro a mis lectores
que saldrán ganando. Ejutla es un pueblo humilde colocado entre altas montañas
que lo aprisionan; eclesiásticamente pertenece a la Diócesis de Colima y
civilmente al Estado de Jalisco. Sus moradores son de espíritu muy cristiano.
Entre éstos y los de las altas rancherías de las faldas del Volcán de Fuego y
el Nevado, puede decirse, que casi no hay diferencia en cuanto a la pureza de vida,
pero sí en cuanto a instrucción; pues Ejutla fue, no hace aún muchos años, el
centro de cultura de la región. Hubo ahí un Seminario que dio muchos y dignos
sacerdotes a la Diócesis de Colima; un colegio para niñas que era el mejor en
más de setenta kilómetros a la redonda, y un convento de Adoratrices del
Santísimo Sacramento, que existía aún en los tiempos de que se habla.
Era
el 27 de octubre de 1927; la mañana estaba limpia, el cielo azul, el viento se
agitaba frío, como presagio del cercano invierno. Contrastando con la hermosura
del día, la angustia se reflejaba en los semblantes; de boca en boca circulaba
la noticia de que se aproximaban los soldados callistas y todos temblaban de
zozobra. En efecto, serían las 11 de la mañana, cuando se vio avanzar por el Sureste,
una columna de federales a cargo del general Juan B. Izaguirre. Cuando los
cristianos habitantes del lugar se cercioraron de la realidad del peligro,
dejando casas y posesiones huyeron en gran parte a las montañas para refugiarse
entre las malezas, en los barrancos o en las entrañas de las cuevas. Al llegar
las fuerzas de Izaguirre. ocuparon el poblado y lograron aprehender a muchos de
los que huían. Una de las primeras casas que invadió la soldadesca fue el
convento de las Adoratrices, cuya superiora, la Rev. Madre María de los
Remedios, estaba enferma de gravedad. Para aquellas santas mujeres el atropello
fue terrible; en un momento quedó su casa llena de soldados: templo, azoteas,
celdas, corredores, escuela, jardines, huerta. Luego el estruendo de los
muebles que destrozaban y echaban por puertas y ventanas los soldados; los
hachazos con que eran derribadas las puertas, los gritos incoherentes de
aquellos vándalos, el ruido de las espuelas sobre las tarimas y encementados. .
. pero en medio de todo la mano omnipotente de Dios protegiendo a sus esposas
de una profanación. (La profanación la tomó el Señor Sacramentado sobre Sí).
Las religiosas estaban lívidas de angustia. Eran como las 6 de la tarde cuando
Izaguirre ordenó que las Adoratrices abandonaran su casa y en pequeños grupos
comenzaron a salir. ¿A dónde irían? ¡Sólo Dios lo sabía! Sin techo, sin
alimentos, sin dinero y hasta sin abrigos. Muchas usaron su delantal a guisa de
chal o de bufanda. Pálidas, con el dolor pintado en el semblante, cabizbajas
unas, otras con los ojos elevados al cielo, iban a donde la Providencia las
llevase; el Señor Omnipotente, que las había librado del hálito emponzoñado de
la soldadesca, no las abandonaría nunca. Sólo quedaron en la casa, la superiora
enferma y algunas hermanas religiosas para hacerle compañía, pero careciendo de
todo alimento para sí y para la venerable paciente. Entre tanto dos religiosas
intentaron salvar el copón del Divinísima Sacramento, llevándolo consigo fuera
de la población. Sin ser molestadas llegaron hasta la última casa, cuando ya
oscurecía; pero ¡ay! los soldados del retén se encontraban allí. Trataron estos
impíos de registrarlas y cuando hubieron descubierto los vasos sagrados que
llevaban aquellas fugitivas, se lanzaron sobre ellas para arrebatárselos. La
religiosa que traía el copón, depositó en su chal las hostias consagradas y lo
entregó vacío. La compañera se arrodilló y dijo temblando:
—
¡Es el Dios que os ha de juzgar! ¡Viva Cristo Rey! Aquellos hombres al oír a la
religiosa que con su ferviente ¡Viva Cristo Rey! hacía profesión de su fidelidad
a Jesucristo, se pusieron furiosos y la golpearon en la cara con las culatas de
sus máuseres. ¡ A una mujer indefensa e inocente! Entre tanto, otros pusieron
una soga al cuello de la otra religiosa, la que envuelta en su chal y contra su
pecho defendía las sagradas hostias, y con un puñal la amenazaban queriendo que
las soltara. Pero las agredidas no manifestaron temor alguno. —Pueden matarnos
si gustan; pueden matarnos ustedes. Nosotras no tememos a la muerte. No
obstante los esfuerzos de las pobres monjitas para consumir las hostias consagradas,
muchas cayeron al suelo en los movimientos de lucha tan desigual. . .
¡
El sacrilegio ... la horrible profanación estaba consumada . . .!
Un
soldado de sentimientos más humanos, estaba aterrado, e intervino enérgicamente
para que dejasen libres a las religiosas; y éstas pudieron huir mientras los
enemigos quedaban disputándose entre sí los vasos sagrados. Tres días más
tarde, pisoteadas por los caballos y por los mismos impíos, fueron recogidas
por los fieles, de entre la tierra y la basura del camino, algunas de las
hostias santas, hechas ya pedazos . . . Otras se las había llevado el viento. .
. Entre tanto Sor María de los Remedios, la superiora enferma, continuaba en su
lecho rodeada de unas pocas religiosas, que no quisieron abandonarla y de
rodillas, en torno de ella, estaban lívidas de espanto. ¡Et erat nox. . .'Ya
era de noche. Los callistas, a cada instante penetraban en la habitación de la
Madre, molestando a las pobres monjas cuanto podían, insultándolas y amenazándolas
soezmente.
La
enferma estaba angustiadísima, no ya por el temor de la muerte, sino por sus
pobres hijas, a quienes veía como pobrecitas ovejas en medio de aquellos lobos
rabiosos sin poder defenderlas. Hubo un momento en que quedaron solas en la
habitación, y entonces, confiando en el poder de Dios, cerraron la puerta y la
atrancaron por dentro cuanto les fue posible, con cuanto pudieron encontrar. Los
perseguidores se pusieron furiosos con esto y entre gritos, insultos y amenazas
pretendían echar abajo la puerta; pero ésta resistió maravillosamente, porque
las religiosas por dentro, más que con obstáculos naturales, la estaban
sosteniendo con oraciones fervientes, que de rodillas y temblando no dejaban de
elevar al poder de Dios contra el que nada pueden los hombres. A la mañana
siguiente resolvieron las religiosas sacar del convento a la enferma, pues
aquella situación era insostenible, y ella con tanta angustia se agravaba por
momentos; la pusieron en un colchón, y cuando de esta manera la llevaban, los
soldados de Izaguirre se dieron cuenta de ello, y a golpes con los máuseres,
las hicieron soltar su carga, cayendo al suelo la atribulada Superiora, y
echaron fuera a las afligidas hermanas a pesar de su resistencia en dejar así a
la Superiora. (Todo el día, dice otro relato, quedó la santa mujer tirada en el
suelo del corredor de la casa; hasta que por fin al día siguiente las hermanas
lograron entrar y sacarla para llevarla a un jacal tan sucio y lleno de
alimañas, que era un horror, donde estuvieron los dos días 30 y 31 de octubre,
alimentándose todas con sólo una agua de canela nauseabunda)
Desde
su llegada al jacal la enferma se encontraba en estado comatoso, continúa
Spectator, y así en lenta y prolongada agonía duró hasta la mañana del primero
de noviembre, la alegre fiesta de Todos los Santos, en que su alma voló al
Señor para recibir la doble corona de mártir y de esposa fiel. Entre las
religiosas expulsadas había una, Sor María Rosa, que merece especial mención. Tenía
esta mártir, refiere Spectator, unos cuarenta años de edad y pertenecía a una
de las familias más piadosas de Ejutla. A los 22 años ingresó en el convento de
las Adoratrices del Santísimo Sacramento. Desde el noviciado se empezó a
distinguir por su vida santa. Sus compañeras la consideraban como la regla
viviente. Fue primero Maestra de novicias y en 1922 fue electa Vicaria.
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