19 DE NOVIEMBRE
SANTA ISABEL DE
HUNGRIA, DUQUESA
DE TURINGIA
DE TURINGIA
Epístola – Prov; XXXI, 10-31
Evangelio – San Mateo;
XIII, 44-52
LAS FAMILIAS DE SANTOS. —
Si bien todos los elegidos brillan en el cielo con un resplandor propio, Dios se complace en agruparlos por
familias, como lo hace en la naturaleza con los astros del Armamento. En el cielo de los Santos, lo que preside a esta agrupación de
constelaciones es la gracia; pero a veces parece que Dios quiere recordarnos aquí que gracia y naturaleza
le tienen por común autor; y a pesar de la caída, invitando a una y a otra a honrarle a la vez en sus elegidos, hace de la santidad
como un patrimonio augusto que
se transmiten de generación en generación los miembros de una misma familia terrena. Entre estas razas benditas ocupa un puesto
de grandeza singular la antigua línea
real de Hungría, a la que el
capricho de los parentescos la permite llevar a todas las casas coronadas
de la decrépita Europa el ascendiente
de una santidad que muchos de
sus hijos adquirieron. La más
ilustre de éstos, y la más amable también, es Santa Isabel. Después de San
Esteban, San Emerico y San Ladislao
se nos presenta ella como la más
encantadora armonía de la naturaleza,
juntamente con su hija Gertrudis de
Turingia, su tía Eduvigis de Silesia y sus primas o sobrinas y resobrinas Inés
de Bohemia, Margarita de
Hungría, Cunegundis de Polonia, Isabel
de Portugal.
MODELO DE VITUDES. —
"Ella es, escribía Pío XI, la gloria de su pueblo; la mujer fuerte,
igual a la que el autor de los Proverbios
colma de alabanzas y cuyas
espléndidas virtudes se deben recordar",
Ahora bien, Dios nos presenta a Santa Isabel como un modelo acabado de caridad
con los pequeños y los pobres, de
humildad y de unión con Dios. Desde
su infancia, eran sus delicias poder socorrer las necesidades de los desgraciados y, al llegar a la edad en que pudo disponer de
su fortuna, la puso al servicio
de los enfermos que ella misma
cuidaba en un hospital fundado a sus
expensas, y de las viudas y huérfanos, a quienes iba a visitar en sus
miserables chozas. En su gran
humildad, ella fué la primera en Alemania
que entró en la Orden Tercera de San Francisco, y quiso vivir pobre a ejemplo de su Seráfico Padre, aceptando el ser despojada de
todos sus bienes; y, cuando éstos la
fueron devueltos, continuó viviendo en una pobre cabaña, para parecerse más a Jesucristo, que se hizo
el más pobre de los hombres.
Finalmente, en medio de todas sus obras
de misericordia y de todas sus
pruebas, conservaba unida su alma
a Dios mediante una oración fervorosa. Por eso, la Liturgia la puede aplicar,
mejor que a otra cualquiera, esta antífona del Oficio de las Santas: "Desprecié
los tronos del mundo por el amor de mi Señor Jesucristo. A él le veo y le amo; a él le escogí y en él puse mi
confianza."
VIDA. —
Isabel
nació en 1207;
era hija de Andrés II, rey de Hungría. Apenas contaba cuatro años
cuando vino a la corte de
Turingia, donde se casó en 1221 con
el landgrave Luis. Matrimonio feliz: el
príncipe comprendió admirablemente a su jovencísima esposa y la dió libertad para practicar sus devociones y
sus penitencias al mismo tiempo que él abría de par en par su bolsa a su inagotable caridad. Esposa y madre
ejemplar: Isabel se levantaba de noche y pasaba largas horas en oración. Comenzaron las pruebas con la partida del
duque Luis a la Cruzada. Tan
pronto como supo su muerte (1227)
y la de Enrique Raspan, hermano del landgrave, renunció a los Estados del difunto. Arrojada de su casa con sus cuatro hijos, el último de los cuales sólo
contaba unos meses; sin recursos, tuvo que buscar en pleno invierno una casa
que la crueldad de su cuñado
prohibía a los habitantes procurársela.
Entonces experimentó la mayor indigencia y se consideró feliz al conseguir un
cortijo donde ponerse al abrigo.
Poco después se la devolvió su fortuna;
pero ella quiso continuar entre
sus pobres. En medio de ellos, en
una casucha de paredes de paja y barro, murió el 17 de noviembre de 1231, a los 24 años. Cuatro después, la canonizaba
Gregorio IX y su culto se extendió rápidamente a toda la Iglesia.
PLEGARIA. —
¡Qué lección das al mundo al subir al cielo, oh
Santa Isabel! La pedimos con la Iglesia para nosotros y para todos nuestros hermanos en la fe: consigan
tus ruegos de Dios misericordioso
que se abran nuestros corazones a
la luz de las enseñanzas de tu vida y desprecien la felicidad del mundo para
estimar únicamente los consuelos del cielo. Nos lo dice hoy mismo el Evangelio en honor tuyo: El reino de
los cielos es semejante a un tesoro
escondido, a una perla de valor
infinito; el hombre sabio y
ducho en negocios vende todo lo que tiene para adquirir el tesoro o la perla. Buen negocio que supiste entender, afirma la Epístola, y que constituyó a tu alrededor la
fortuna de todos: de tus afortunados
súbditos, ayudando a los cuerpos y levantando a las almas; de tu noble esposo,
que gracias a ti, ocupó una silla entre los príncipes que supieron trocar la diadema terrena por la eterna corona; y
finalmente de todos los tuyos,
de los que fuiste la gloria más pura y de los cuales muchos te siguieron tan de cerca por el camino del renunciamiento que lleva al
cielo. Intercede por tu desventurado país que sufre en nuestros días una
persecución tan atroz. Concede a
todos los sacerdotes y fieles que imiten y consigan los frutos del sacrificio
de su primer Pastor y perseveren
siempre fieles a la fe católica, apostólica y romana. Y tu
oración tenga poder suficiente
sobre el corazón de Dios para
alcanzar que se abrevien los días de prueba y que Hungría, libre ya pronto de
sus enemigos, vuelva a ver los días claros de su historia pasada y que
"Alemania tan puesta a prueba aprenda también que sólo de la caridad de
Cristo hay que esperar la salvación de
las naciones"
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