LA ACCIÓN DE GRACIAS
por el P. Faber
SECCIÓN 1
Olvido de la acción de gracias.
Olvido de la acción de gracias.
(segunda parte)
La acción de
gracias es, pues, la verdadera esencia del culto católico; y así como la
práctica de tan piadoso ejercicio acrecienta nuestro amor, así su olvido nos
descubre claramente el poco amor que atesora nuestro corazón. Si tenemos
fundado motivo para apiadarnos de Dios, permítasenos este lenguaje atrevido de
San Alfonso de Ligorio, por los ultrajes conque los hombres ofenden a su
Majestad soberana, con más sobrada razón deberemos compadecerle viendo la
ruindad y miseria de las acciones de gracias que se atreven a ofrecerle en
agradecimiento a sus singulares mercedes y dádivas graciosas. Aun entre
nosotros no hay cosa tan odiosa como la ingratitud; y la ingratitud es, sin
embargo, el alimento diario que osamos ofrecer al mismo Dios omnipotente. No
existen palabras que puedan encarecer las infinitas larguezas con que el Señor
se ha servido colmar a sus criaturas; son inagotables los riquísimos mineros de
incomparable misericordia que encierran los títulos que tanto le enaltecen, a saber:
de Creador, Rey, Redentor, Padre y Pastor; gusta sobremanera que sus hijos, los
hombres, se muestren agradecidos a las singulares mercedes que tiene la
dignación de otorgarles porque todo cuanto exige de nosotros es amor, y
semejante deseo de parte suya es en sí mismo un acto de infinita caridad hacia
sus criaturas; fue, últimamente, voluntad de Dios hacer depender su gloria
divina de nuestro agradecimiento; ¡y llegará a tal punto nuestra perfidia que
nos atrevamos a negársela con la más negra ingratitud!
Pero lo peor de
todo es que semejante ultraje no se lo hacen aquellos que son enemigos suyos, y
en cuya conversión puede su infinita misericordia ganar ricos tesoros de gloria
entre los hijos de los hombres; le recibe de su propio pueblo predilecto, de
aquellos que frecuentan los Sacramentos y hacen profesión de piedad; de
aquellos, en fin, a quienes está Él diariamente enriqueciendo y colmando con singulares
dones y especiales larguezas del Espíritu Santo. No pocos de nosotros llegamos
a horrorizarnos a la vista del pecado y sacrilegio; afligen nos y angustian
nuestro corazón los días del Carnaval; los escándalos punzan vivamente nuestra
alma, y la herejía causa en nuestro espíritu un verdadero sufrimiento, un
escozor desagradable, bastante parecido al que produce el humo en los ojos. Todo
esto es muy bueno y soberanamente loable; pero con nuestro culpable olvido de
la acción de gracias continuamos rehusando a Dios la gloria que le es debida; a
muy poca costa podríamos glorificar a nuestro Padre Celestial, y difícilmente llega,
no obstante, a ocurrimos semejante pensamiento, y ¿nos atreveremos todavía a
sostener que le amamos real y verdaderamente? Lo único que nosotros debemos hacer
-¿cuántas veces habrá que repetir lo mismo?- es amar a Dios y promover su mayor
gloria.
¡Líbrenos el Señor de
que lleguemos a imaginar que tenemos alguna otra cosa más en que emplearnos! Corramos,
pues, el mundo; demos vueltas por toda la redondez del globo buscando estas
olvidadas perlas de la corona de gloria de nuestro Padre Celestial, y
ofrezcámoselas en rendida adoración. ¿Cómo tenemos valor para desear ocuparnos
en cualquier otro asunto menos en el importantísimo negoció de la gloria de
Dios? Siervos suyos ha habido que llegaron hasta desear no morir nunca, para que,
viviendo siempre en la tierra, glorificasen a Dios con mayores sufrimientos. Claro
está que no es fácil abriguemos nosotros semejantes deseos; mas pueden
aprovechamos grandemente, porque nos descubren el poco amor que profesamos a
tan cariñoso Padre, y paréceme que semejante manifestación es ya una gran cosa.
Concíbese fácilmente que se engañen los hombres, llegando a persuadirse que
aman a Dios cuañdo ni siquiera mantienen viva una sola centella de ese fuego
celestial; o bien que abriguen deseos de amarle y no sepan cómo hacerlo; pero
¿es posible que uno conozca lo poco que ama a Dios, y la facilidad que tiene
para amarle más cada día, y con todo no
desee hacerlo así? Jesús murió para impedir semejante posibilidad; ¿y habrá
muerto en vano? Perdóneseme si vuelvo a repetir que no encuentro cosa alguna reprensible
en el olvido de la acción de gracias por parte de los pecadores que viven
separados de la gracia de Dios y alejados de los Sacramentos; porque semejantes
sujetos tienen que ocuparse en otros negocios, es a saber: en hacer penitencia,
reconciliarse con su Dios y Señor y lavar de nuevo sus almas en la preciosa
Sangre de Jesucristo. El olvido de la acción de gracias es una ingratitud que
Nuestro Señor dulcísimo ha de echar en cara solamente a aquellos hijos suyos a quienes
ha perdonado sus culpas; a aquellos que viven en su amistad y están gozando
pacíficamente de todos sus privilegios y divinas mercedes; y he aquí una
ingratitud que merece ser notada con especial cuidado, y sobre la cual es
menester que fijemos toda nuestra atención.
Efectivamente:
tengo para mí que las faltas de las personas piadosas -no hablo de aquellos
ligeros deslices y flaquezas propios de la mísera condición humana, sino de las
faltas de tibieza y frialdad- encierra una especial odiosidad que les es
propia, y acaso sea ésta la razón por que emplea Dios en el Apocalipsis un lenguaje
tan inusitado y lleno de viveza y energía contra la flojedad y tibieza. Cuando
los Ángeles preguntaron al Señor, después de la Ascensión gloriosa a los Cielos,
qué heridas eran aquellas que llevaba en sus manos, ¡oh cuán significativa es
la contestación que Nuestro Señor adorable tuvo la dignación de darles! Son,
les dijo, las heridas que he recibido en la casa de mis amigos.
Paréceme no estaría de más que se escribiese un tratado cuyo título fuese el
siguiente: Pecados de las personas piadosas; porque son dichas culpas
muy numerosas y variadas, y contienen una particular malicia y odiosidad,
siendo la ingratitud uno de sus principales caracteres; tenedlo bien presente,
siquiera mientras nos ocupamos en la acción de gracias. He aquí, pues, un
asunto que sólo interesa a los buenos católicos, esto es, a los hombres y
mujeres que oran, que frecuentan los Sacramentos y forman la porción escogida y
devota de nuestras congregaciones; y cualquiera reconvención sobre el
particular se dirige únicamente contra dichos sujetos. Y no es, por cierto,
pequeña consolación que pueda uno expresarse con semejante franqueza; porque
las gentes tibias están por lo común tan pagadas de sí mismas, que, como digo,
es un verdadero consuelo poder llamarlas aparte, hablándolas allí al oído de la
manera siguiente: «Al presente nada tenemos que ver con los pecadores; no
podéis hacerles responsables de cosa alguna; vosotros sois los únicos culpables,
y la reprobación, exclusivamente vuestra; trátase aquí de una obligación que si
no la practicáis por amor de Dios, sois unos miserables y unos malvados;
malvados, sí, bien lo sabéis que éste es el término propio, el epíteto conocido
que se da a los ingratos; y con todas vuestras oraciones y sacramentos no
cumplís, sin embargo, ¡oídlo bien!, con el sagrado deber del agradecimiento a
los beneficios divinos. Dura es ciertamente, ya lo veo, la consecuencia que de
aquí tenéis que inferir; mas ¿por qué no nos resolvemos, así yo como vosotros,
a recitar un humilde Confíteor, rogando a Dios que nos otorgue un pequeño
aumento de gracia, para de esta suerte proporcionar a tan cariñoso Padre el
singular contentamiento de ver cuán diferente es nuestra conducta en lo
venidero? No sin razón débenos repetir con frecuencia: De las faltas
particulares de las personas piadosas, líbranos, Señor.»
Existen
Sacramentos, es verdad para borrar el pecado; mas para la tibieza no hay
absolutamente ninguno. ¡Qué digo ninguno! ¡Si es peor todavía! Pues ¿quién que
haya tenido a su cargo la dirección de las almas no sabe cuánto endurece la Comunión
frecuente a los corazones tibios? ¿Por ventura habéis vosotros conocido diez
personas contagiadas de la tibieza que fuesen todas curadas de semejante enfermedad?
Y las nueve, ¿a qué debieron su curación más que a la vergüenza que causaron en
su ánimo las caídas en culpas mortales? ¡Juego es, ¡ay!, ciertamente bien desesperado,
el aguardar que las cárceles del infierno hagan las veces de las medicinas del
Cielo, arriesgando en semejante experimento nada menos que la eternidad! La
Biblia es una revelación de amor, mas no la única; para cada uno de nosotros
existe además una revelación particular y personal del divino amor, la cual
consiste en la consideración de aquella providencia paternal con que Dios ha tenido la dignación de velar por nosotros
durante todo el curso de nuestra vida mortal. Porque ¿quién es capaz de
contemplar la larga cadena de gracias de que se va componiendo su vida desde la
hora en que recibió el bautismo hasta el presente, sin un sentimiento de
sorpresa a la vista del infatigable esmero y cuidadosa solicitud que el amor de
Dios ha desplegado hacia su persona? La
manera como se han dispuesto las cosas para su dicha y mayor felicidad; la desaparición
de obstáculos, mientras a ellos se acercaba, y puntualmente cuando le parecían
insuperables; las tentaciones trocadas en mercedes, y aquello mismo que a primera
vista creía un castigo, enteramente cambiado en prueba muy regalada del divino
amor; toda tribulación ha sido para él un singular beneficio del Cielo; los conocimientos
casuales tuvieron su significación e hicieron su oficio a las mil maravillas;
cualquiera diría que el mismo amor, con toda su previsión, no hubiera podido
tejer diferentemente la tela de su vida; aun cuando los hilos hubiesen sido puro
amor, y nada más que amor, al pronto ni siquiera tenía conciencia de semejantes
portentos, ni sabía que Dios sé hallaba tan cerca de su persona, porque no hay
cosa de menos ostentación que el amor paternal.
Cuando Jacob formó
su cabecera de duras piedras, y se echó a dormir, aunque tuvo la visión de la
escala, nada vió de extraordinario en aquel sitio; despertó del sueño y
exclamó: Verdaderamente, el Señor se encuentra en este lugar, y yo no
lo sabía. Deseando Moisés ver a Dios, colócole el Señor en un agujero de la
peña, le amparó con su diestra mientras pasaba su gloria inefable, y le dijo: Quitaré
luego mi mano, y verás mis espaldas, pero no podrás ver mi rostro. Tal
es siempre la conducta de Dios: muéstrase con nosotros tierno, y amoroso, y
benigno, y compasivo; arde nuestro corazón dentro del pecho, como ardía el de
aquellos dos discípulos que iban hablando con Jesús por el camino de Emaus;
pero hasta después de haberse alejado de nuestra vista no sabemos con entera
certidumbre que fuese el mismo Dios, Señor nuestro. Así es que sólo por la meditación podemos llegar á conocer a Dios; es menester
que, a semejanza de la Santísima Virgen María, ponderemos las cosas que se van
sucediendo; que, cual otro Isaías, rumiemos y pensemos detenidamente las
maravillas del Señor; que a ejemplo, en fin, de Jacob y David, guardemos en la
memoria las divinas misericordias; que las pesemos y contemos, y hagamos de
ellas una grande estimación.
Incesantemente
estaba el primero ocupado en recordar su vida aventurera; Dios era para aquel
Patriarca el Dios de Bethel, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac. ¿Cuál fué también
la reprensión de David a su pueblo, sino que había olvidado al Dios que hizo
cosas grandes en Egipto, obras maravillosas en la tierra de Canaán. y terribles
y espantosos portentos en el mar Rojo? Los beneficios que conocemos son más que
suficientes para encendernos en la llama del divino amor, y eso que nunca
llegaremos a conocer la mitad de ellos hasta el día del juició; porque,
¿quiénes somos nosotros para que Dios haya tenido la dignación de legislar en favor
nuestro, y hecho al mismo tiempo todos los esfuerzos posibles para complacemos?
¿No tenía ningún otro mundo que gobernar? ¿No existían otras criaturas más
sabias, y más santas, y más bellas que nosotros? Sin embargo, lo que a nosotros más nos preocupa es la predestinación
y el castigo eterno del infierno, devanándonos los sesos discurriendo sobre
aquello que no podemos alterar ni aun comprender. Paréceme que semejante
conducta es la cosa más irracional del mundo; porque si bien poseemos bastantes
nociones acerca de la Divinidad, pocas, o acaso ninguna, tenemos fuera de
aquellas que el mismo Señor ha tenido la dignación de revelamos; así es que,
cuando argüimos contra Dios, apóyanse nuestros razonamientos no sobre aquello
que vemos, sino sobre lo que el Señor en su infinita bondad se ha servido
enseñarnos de sí mismo. Ahora bien: es preciso observar aquí, y por lo común
pasa enteramente desapercibido que el objeto principal de las enseñanzas de Dios
es su misericordia infinita e inefable condescendencia. La severidad divina es
el lado obscuro de la Majestad soberana y tremenda del Altísimo, no sólo a
causa del espanto que infunde en el ánimo, sino también por habernos dado el
Eterno acerca de ella nociones muy escasas. Pero tratándose del amor ha sido
copioso, explícito, minucioso; explica, repite, razona, arguye, persuade, se queja,
invita, halaga, ensalza; de su inexorable indignación solamente una que otra
vez deja caer alguna expresión de sus divinos labios; asústanos con la
revelación de sus terribles juicios, mas como espanta únicamente movido del amor
hacia sus hijos los hombres, afánase luego por explicarla, y suavizarla, y armonizarla.
Pero no es esto sólo: las expresiones más espantosas sobre la alteza de sus
juicios son desahogos más bien que revelaciones salidas de su boca divina;
explosiones del asombro que embargaba el ánimo de sus criaturas, de Job, por
ejemplo; de Isaías, de Pedro y de Pablo. Y aun cuando así no fuese, la terribilidad
de semejantes frases es en sí misma una nueva prueba de su amor; porque
¿podemos acaso nosotros adivinar lo que su sabiduría y misericordia infinitas
quieren darnos a entender con semejante manera de conducirse? Así como no vemos
sino un sólo lado de la luna, así tampoco nos es concedido ver más que un lado
de Dios; ¿cómo conocer, pues, aquello que no vemos? ¿Quién es capaz, en efecto,
de contar las varias manifestaciones de la infinita bondad de Dios, los
ingeniosos artificios de su misericordia y las maravillas de su compasión hacia
los hombres, criaturas suyas? ¿Esfuérzase por llamar nuestra atención acerca de
semejantes finezas de su amor, pero nosotros de todo nos cuidamos menos de
esto; afanámonos por aquello mismo que El quisiera que apenas pensáramos, y desdeñamos
ponderar todas aquellas inefables muestras de cariño paternal que se digna
darnos, y que son personales entre Él y nosotros, toques reales y sensibles de
su abrasada caridad. Mientras el Señor se está dando trazas por ordenar y
enderezar las cosas para ganar nuestro amor, nosotros, con descaro
inconcebible, trabajamos por contrariar y poner estorbos a su ternura y
excesiva longanimidad y paciencia. Considerad por un momento la incomparable
grandeza de ser dichosos por Dios; poneos en la balanza y pesaos con El, y
entonces veréis qué cosa es ocupar su divino entendimiento, llamar su atención,
probar su paciencia y provocar su amor. El mismo pensar en Dios es un blando
lecho donde podemos acostarnos y descansar- tranquilamente cuando más nos agrade;
el recuerdo de su Majestad soberana causa en nuestro ánimo un gozo mayor que la
visión de un Ángel, y es más vistoso y regalado que el rostro bellísimo de
María, que tan embelesador y hechicero le hará aquella su dulce y agraciada
sonrisa al saludar, gozosa, en la gloria a nuestras almas justificadas y
ricamente engalanadas con el precioso ropaje de la santificación y los
brillantes aderezos de todas las virtudes. Que sea un Dios tan rico en perfecciones
y misericordia es más, incomparablemente más, que un simple reposo y descanso
apacible; es un gozo y dicha inefable que se haya servido amarnos con eterno
amor, y que sea nuestro Padre muy cariñoso es un gozo sobre todo gozo, y el mismo
Cielo incoado en la tierra. ¿No será, pues, una maravilla del mundo que se
tributen al Altísimo tan escasas acciones de gracias; un prodigio más grande
que el raro ejercicio de la oración, y un portento, últimamente, casi tan
asombroso como el por tentó incomparable de que Dios tenga la dignación de amarnos
con tan encendido amor de su corazón?
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