HACIA TODOS
LOS VIENTOS
Cuando a un hombre se le cae una finca, lo primero que hace es averiguar las causas de la caída. Y si descubre que no había cimientos suficientemente duros y recios, al reconstruir la finca procura traer fuertes piedras que hagan imposible en lo sucesivo aquel derrumbamiento. Nosotros los católicos hemos visto con nuestros propios ojos la caída estrepitosa del edificio de la sociedad y en estos momentos andamos entre escombros. Sin embargo, poco nos hemos preocupado por conocer con toda claridad la verdadera causa del desastre. Y si hemos de ser sinceros y deseamos sanar, debemos empezar por reconocer que nada nos ha perjudicado tanto como el hecho de que los católicos nos entregamos a vivir con éxtasis en nuestros templos y abandonemos todas las vías abiertas de la vida pública a todos los errores. En lugar de haber estado en todas partes, especialmente allí donde hicieron su aparición los portaestandartes del mal, nos encastillamos en nuestras iglesias y en nuestros hogares. Y allí estamos todavía. Nos parece que basta rezar, que basta practicar muchos actos de piedad y que basta la vida del hogar y del templo, para contrarrestar toda la inmensa conjuración de los enemigos de Dios. Y les hemos dejado a ella la escuela, la prensa, el libro, la cátedra en todos los establecimientos de enseñanza, les hemos dejado todas las rutas de la vida pública y no han encontrado una oposición seria y fuerte por los caminos por donde han llevado la bandera de la guerra contra Dios. Y han logrado arrebatarnos a la niñez, a la juventud, a las multitudes, a todas las fuerzas vivas de la sociedad con rarísimas excepciones. Y nos han arrebatado todas esas fuerzas, porque claro está que con nuestra acción recluida dentro de nuestros templos y de nuestras casas, no hemos podido defender, no hemos podido amurallar el alma de las masas, de los jóvenes, de los viejos ni de los niños. Y tenemos necesidad urgentísima de que nuestros baluartes se alcen dentro y fuera de nuestras iglesias y de nuestros hogares, para que cada corazón, cada alma, nos encuentre en plena vía pública para conservar los principios que hemos sembrado en lo íntimo de las conciencias, dentro del santuario del hogar y del templo. Y si la guerra contra Dios se ha enconado furiosamente en la calle y en todas las vías públicas, y las paredes de nuestras iglesias han tenido que sufrir recios golpes, ha sido, fundamentalmente, porque la acción de los católicos se ha limitado a hacerse sentir dentro de los templos y de las casas. Y urge que en lo sucesivo, cada católico rectifique radicalmente su vida en este punto y tenga entendido que hay que ser soldado de Dios en todas partes: iglesias, escuelas, hogar; pero sobre todo allí donde se libran las ardientes batallas contra el mal.
Porque si continuamos como hasta ahora, entregados al éxtasis en nuestras casas e iglesias y no procuramos luchar también afuera, el próximo cataclismo nos dejará a los cuatro vientos y tendremos que sentarnos como el célebre Mario a llorar sobre las ruinas de nuestros hogares, por no haber querido combatir en todas las vías y en todos los caminos por donde galopan los corceles del ejército del mal. Procuremos hallarnos en todas partes con el casco de los cruzados. Dentro y fuera de los templos, alcemos la bandera de Dios y combatamos sin tregua, con las banderas desplegadas a todos los vientos.
UNA PREGUNTA
Es desolador que sean
expulsados los sacerdotes católicos extranjeros, porque de sobra sabemos que
ellos han sido colaboradores fieles y decididos en la obra de nuestra
civilización; es desolador que se reduzca, sin tomar para nada en cuenta las
necesidades religiosas de los católicos, el número de sus sacerdotes, es
desolador solamente pensar que será quizá suspendido el culto y que muchos
espíritus tendrán que perecer sin auxilios necesarios para hacer el último
viaje o cuando menos, para continuar el trabajo noble de su perfeccionamiento
moral. Claro está que esa desolación no la sienten ni la pueden sentir más que
los que conservan y tienen nociones claras acerca del valor que tienen los
factores religiosos y morales respecto a la vida humana. Y por esto, y ante
todo, somos los católicos los que lamentamos esos aspectos brutales que reviste
actualmente la persecución. Sin embargo, es necesario hacer notar que si es
desolador que los enemigos de Dios y de la Iglesia acuchillen conciencias por
todas partes y no descansen talen y corten y maten pensamientos en las
escuelas, en los mismos templos y hacia todos los rumbos; hay algo que tal vez
es tan desolador como esos acontecimientos y es el hecho de que los católicos
por más que lamenten lo ocurrido, no se entreguen desde luego a la obra
irremplazable, urgente, necesaria de defender el patrimonio de nuestras
tradiciones. Y no se crea que vamos a abogar en estas líneas por el recurso de
la espada y de las ametralladoras, ni vamos a indicar que los católicos deben
presentarse ante los perseguidores a protestar, ni que se publiquen hojas
resonantes y apóstrofes ardientes de maldición. La defensa a que queremos
referirnos es una defensa al alcance de todos, por una parte, y por otra, una
defensa lógica, adecuada y que consiste en darnos a la ora de rodear el rico e
inapreciable patrimonio de nuestras creencias no de bayonetas, sino de medios
suficientemente eficaces para que las ideas católicas penetren en todas partes,
enraícen en todos los corazones, se hagan fibra vital en todos los hogares, y
en todas las voluntades y así se logre el fracaso total de la persecución.
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