martes, 9 de agosto de 2016

ESCRITOS SUELTOS DEL LIC. Y MARTIR ANACLETO GONZALES FLORES, “EL MAISTRO”

ESTOY DEMASIADO OCUPADO


Los ciegos e incondicionales partidarios del general Obregón  han dado muestras inequívocas de desconfianza en la popularidad de su futuro candidato. Y han formulado una iniciativa consistente en organizar un plebiscito para demostrar la popularidad de Obregón. Se cree que con esto obligarán al ex presidente a aceptar su candidatura. La iniciativa fracasará ruidosamente. En cambio, la candidatura de Obregón alcanzará un éxito completo. ¿Por qué Fracasará esa iniciativa del plebiscito porque el plebiscito es imposible. El pueblo sabe demasiado lo que ale su voto en manos de los políticos; ha estado viendo subir regímenes sobre la punta de las bayonetas y a pesar del voto del pueblo. Sabe que los verá de nuevo subir empinados sobre las puntas de las espadas de los pretorianos.

El pueblo es y ha sido víctima y testigo de todas las profanaciones del voto y se abstendrá de prestarse para repetir la frase y la profanación. Además se encuentra demasiado ocupado. Bonaparte –sentado sobre la Isla de Santa Elena– preguntó ansiosamente a uno de sus centinelas si sabía quién era Jesucristo. El centinela contestó diciendo: “He estado demasiado ocupado para poder ocuparme en averiguarlo”. Una respuesta parecida dará desde hoy mismo el pueblo a los iniciadores del plebiscito: “Estoy demasiado ocupado”. Porque está fatigosamente, afanosamente encorvado sorbe todos los surcos, sobre todos los yunques, sobre todas las herramientas, dentro de las fábricas. Porque su única política es la del trabajo. Los atenienses y los romanos tenían tiempo para presentarse en los comicios a dar su voto y su opinión. Nuestro pueblo no tiene tiempo.

La única participación efectiva que se le ha dejado en la política es ésa: trabajar, trabajar –con los ojos abiertos por el insomnio y con los brazos fatigados por el martillo– para hacer su pan y para saciar el hambre devoradora de los políticos. Ellos –los políticos– no saben más que inventar impuestos para decretarse dietas exorbitantes para hacer sus inmensas fortunas, para hacer sus maniobras, para comprar prensa y adeptos. El pueblo apenas tiene tiempo de sembrar para que los políticos reciban la cosecha sagrada e inmensa, regada bajo el sol.

El plebiscito resulta imposible.

Por falta de tiempo y por sobra de justificada desconfianza, el pueblo no abandonará sus yunques y los surcos donde siembra, para acudir al plebiscito. Está seguro de que los políticos le escupirán la frente por millonésima vez. Y sabe muy bien que corre el riesgo de quedarse sin pan y de no alcanzar a hacer más que el tesoro que devorarán los políticos. Además, el pueblo sabe lo que saben los políticos. Los políticos saben que Obregón –como Carranza– subió por la misma fuerza de nuestra costumbre; y que Obregón es el candidato oficial, porque está tras el aparato de la actual maquinaria administrativa. Diputados, senadores, ministros, munícipes, militares, etc.; éstos son los únicos autores y sostenedores de la candidatura de Obregón. Y toda la última alharaca no ha tenido por objeto demostrar la popularidad de Obregón, sino demostrar que es el candidato.

Cuando menos esto es lo que se ha logrado demostrar. Y claro está que en estas condiciones todo plebiscito resulta inútil. Esto solamente aparentan ignorarlo los políticos, pero o sabe todo el mundo. Y el pueblo no lo ignora. La popularidad no es algo negativo; es algo eminentemente positivo. ¿Obregón es impopular? El pueblo se aguanta y se abstiene hasta de discutir. Y su abstención es una inequívoca señal del desdén hacia la politicomanía andante. Y también es una señal segura de impopularidad. ¿Se cuenta con los políticos? Pues esto basta. Por tanto, el plebiscito resulta inútil.

Pero al mismo tiempo resulta imposible. Porque ante la iniciativa de los políticos –que no tienen otro quehacer que preparar maniobras políticas– el pueblo se abstendrá de tomar parte en el plebiscito. Porque entregado a trabajar para que vivan los políticos y lleno de vida y bien fundada desconfianza hacia todos los revolucionarios, seguirá encorvado sobre sus yunques, sobre los surcos abiertos con su arado y dirá el como el soldado que custodiaba a Napoleón: “Estoy demasiado ocupado para perder el tiempo en plebiscitos inútiles e imposibles”.

CAJEME

Decir que el General Obregón es desde hace mucho tiempo –en nuestro país– el personaje central de la política revolucionaria, es decir una verdad que todo el mundo conoce. Porque muy miope se necesita ser para no haberse dado cuenta de que Obregón es el amo y señor de la política y de los políticos. Sin embargo, de que todos habrán comprendido que Obregón lo es todo en la política actual, no todos habrán fijado su atención en el hecho de que Obregón al mismo tiempo que es en estos momentos el personaje central del carnaval revolucionario, es también la expresión más cabal de la farsa revolucionaria.

Alguien ha sacado a relucir –con motivo del tan debatido tema de la reelección– una frase dicha enfáticamente por Obregón, al sentirse herido por un fragmento de granada villista: “Mutílense los hombres pero no los principios”. Es una frase resonante, lapidaria, digna de fijarse en piedra, en bronce y en granito. Pero como la revolución ha tenido y tiene –aquí y en todas partes– como signo característico el ser una antítesis de las palabras que le sirven de lema, de programa y de bandera, como buen revolucionario tenía y tiene y ha tenido que interpretar su gran frase al revés. ¡Y al revés la ha interpretado! De manera que Obregón personaje central de la revolución es también, en estos momentos, el reverso central –si cabe la expresión– de toda la fraseología hueca de la revolución. Obregón dijo que se mutilarán los hombres, pero no los principios.

Los revolucionarios lo hacen y lo han hecho todo: mutilan a los hombres y mutilan los principios. Más aún: mutilan los hombres, mutilando los principios. La revolución gritó desaforadamente contra los latifundistas y contra los latifundios. Si la revolución hubiera sido una cosa seria y sincera habría acabado con los latifundios y los latifundistas. Pero, después, de sacrificar centenares de hombres, la revolución ha dejado los latifundios y los latifundistas más respetados por la revolución. Y Obregón es un gigantesco latifundista. Todos los días acuden a la Justicia Federal muchos propietarios a pedir defensa y amparo contra los agraristas. Obregón nunca lo ha hecho; no porque sea latifundista ni porque no haya mutilado los principios; sino porque es un latifundista creado y defendido por la revolución. Obregón sabe muy bien la suerte que ha corrido el voto y la suerte que acaba de correr –cuando menos en la Cámara Federal– el lema de don Francisco I. Madero  y hasta estos momentos ni los labios de desaprobación, ni ha vuelto a invocar su frase dicha en Trinidad, ni ha alzado el único brazo que le queda para impedir que –después de la inmensa y sangrienta mutilación de los hombres, hechos por la no reelección– sean también mutilados los principios.

Dentro de pocos días ya habrá abierto sus labios de esfinge para decir lo que opina de la reelección. Los cándidos que piensan que Obregón va a decir que no acepta la reelección se quedarán con un palmo de narices. Porque Obregón –al ser entrevistado por Serrano  y sus acompañantes– de nuevo va a repetir dos o tres frases rimbombantes que ya tiene bien preparadas, muy parecidas a la que hemos citado. Y de nuevo va a decir que la democracia es la más alta conquista de la revolución, que el pueblo es el único soberano, que los principios son inmutables y que deben estar por encime de todos y de todo y de las mezquindades de la política y de los políticos.

Sin embargo, hasta ahora toda la inmensa y abierta conjuración hecha encarnizadamente por los políticos contra el lema de Madero, ha seguido su marcha –a tambor batiente– sin que el célebre manco de Celaya y de León haya salido a la defensa del principio de la no reelección. Ni saldrá a defenderlo. Y si llega a hacerlo lo hará solamente con palabras más o menos ambiguas, con actitudes incoloras, con reticencias sospechosas, sin perjuicio de que acepte su candidatura y sin haber dejado de ser el obscuro director de toda la maniobra reeleccionista.

A nosotros no nos causa extrañeza esta actitud de Obregón. Sabemos de sobra que las revoluciones viven de contrasentidos y de marchar en línea recta contra sus propios programas. Las revoluciones son exactamente el reverso de lo que dicen ser y de los programas que formulan. Y si alguien todavía se atreve a dudarlo a pesar de todas las enseñanzas de la historia, no tiene que hacer más que volver sus ojos a Cajeme. Las revoluciones después de mutilar a los hombres mutilan también los principios.


Cajeme no solamente lo dice: lo grita. Porque Cajeme es ahora el latifundio de un reeleccionista.

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