jueves, 14 de julio de 2016

MONSEÑOR DE SÉGUR - EL INFIERNO, SI LO HAY, QUÉ ES, MODO DE EVITARLO.


II
¿QUÉ ES EL INFIERNO?



IDEAS FALSAS Y SUPERSTICIOSAS TOCANTE AL INFIERNO

Ante todo descartemos con cuidado las imaginaciones populares y supersticiosas que alteran en tantos entendimientos la noción verdadera y católica del infierno. Forjan se algunos un infierno de capricho, un infierno ridículo, y dicen: “Yo no creeré jamás esto: es absurdo, imposible. No, no creo, no puedo creer en el infierno” . En efecto, si fuese el infierno lo que sueñan muchas buenas mujeres, tendríais cien veces, mil veces razón para no creer en él. Todas esas invenciones son dignas de figurar al lado de aquellos cuentos fantásticos con que se arrulla con sobrada frecuencia la imaginación del vulgo. No es esto lo que enseña la Iglesia, y si alguna vez, a fin de impresionar más a los espíritus, algunos autores o predicadores han creído poder emplear aquellos recursos, su buena intención no hace que hayan obrado cuerdamente, atendido que a nadie es lícito desfigurar la verdad y exponerla a la irrisión de las personas sensatas, so pretexto de infundir miedo a los buenos para mejor convertirlos. No ignoro la gran dificultad que se experimenta cuando se trata de hacer comprender a las gentes los terribles castigos del infierno; y como la mayor parte tiene necesidad de representaciones materiales para concebir las cosas más elevadas, es casi necesario hablar de una manera figurada del infierno y del suplicio de los condenados. Es, empero, muy difícil hacerlo con medida, y a menudo, lo repito, con las más excelentes intenciones se cae en lo grotesco No, no es esto el infierno: es grande de muy distinto modo, es de muy diversa suerte temible.

Vamos a verlo.

EL INFIERNO CONSISTE ANTE TODO
EN LA ESPANTOSA PENA
DE LA CONDENACIÓN


La condenación es la total separación de Dios. Un condenado es una criatura total y definitivamente privada de su Dios. El mismo Jesucristo nos manifiesta la condenación como la pena primera y dominante de los réprobos. Recordaréis los términos de la sentencia que contra ellos pronunciará en el Juicio final, y que oportunamente repetimos: “Apartaos de Mí, malditos, e id al fuego eterno, que ha sido preparado para el demonio y sus ángeles”. Ved: la primera palabra de la sentencia del Soberano Juez que nos da a comprender el primer carácter del infierno, que es la separación de Dios, la privación de Dios, la maldición de Dios; en otros términos, la condenación o reprobación.

La ligereza del entendimiento y la falta de fe viva nos impiden comprender en esta vida cuánto contiene de horroroso, espantoso y desesperante la condenación. Hemos sido creados para un Dios de bondad y para Él solo: hemos sido creados para Dios como el ojo está hecho para la luz, como el corazón para el amor. En medio de las mil preocupaciones de este mundo, no lo sentimos, por decirlo así, y nos apartamos de Dios, nuestro único y último fin, por todo lo que nos rodea, por cuanto vemos, oímos, sufrimos y amamos. Mas después de la muerte la verdad recobra todos sus derechos, cada uno de nosotros se encuentra solo, delante de su Dios, delante de Aquél por quien y para quien ha sido creado, el único que debe y puede ser su vida, su felicidad, su descanso, su alegría, su amor, su todo.

Ahora figuraos cuál puede ser el estado de un hombre a quien falta de improviso absolutamente, completamente, la vida, la luz, la felicidad, el amor, en una palabra, lo que es todo para él. ¿Concebís ese vacío súbito, absoluto, en el cual se abisma un ser hecho para amar y poseer a Aquél de quien se ve privado? Un religioso de la Compañía de Jesús, el Padre Surin , célebre en el siglo decimoséptimo por sus virtudes, su ciencia y sus desgracias, experimentó durante cerca de veinte años las angustias de tan terrible estado. Para arrancar a una pobre y santa religiosa de la posesión del demonio, que había resistido a tres largos meses de exorcismos, oraciones y austeridades, el caritativo Padre llevó su heroísmo hasta ofrecerse él mismo por víctima, si la divina Misericordia se dignaba al fin escuchar sus votos y librar a una infortunada criatura. Fue escuchado, y Nuestro Señor permitió, para la santificación de su servidor, que el demonio tomase posesión de su cuerpo y lo atormentase durante largos años. Nada más autentico que los extraños y públicos hechos que marcaron esa posesión del pobre P. Surin, y que sería largo referir aquí. Después de su libertad, recopiló en un escrito, que nos ha sido conservado, lo que recordaba de aquel estado sobrenatural en que el demonio, apoderándose materialmente, por decirlo así, de sus facultades y sentidos, le hacía experimentar una parte de sus propias impresiones y de su desesperación de condenado. “Parecía —dice—, que todo mi ser, que todas las potencias de mi alma y de mi cuerpo se dirigían con indecible vehemencia hacia el Señor mi Dios, que veía era mi suprema dicha, mi bien infinito, el objeto único de mi existencia, y al mismo tiempo sentía una fuerza irresistible que me apartaba de Él, que me retenía lejos de Él, de suerte que creado para vivir, me veía, me sentía privado de Aquél que es la vida; creado para la verdad y la luz, me veía absolutamente repelido por la luz y la verdad; creado para amar, estaba sin amor, estaba rechazado por el amor; creado para el bien, estaba sumergido en el abismo del mal. “No podría, añade, comparar las angustias y la desesperación de aquella inexplicable situación sino con el estado de una flecha vigorosamente lanzada hacia un objeto, del cual la repele incesantemente una fuerza invencible: irresistiblemente impelida hacia adelante, y siempre e invenciblemente rechazada hacia atrás". Y esto no es más que una pálida imagen de aquella espantosa realidad que se llama la condenación. La condenación va necesariamente acompañada de la desesperación, llamando Nuestro Señor a esta última en el Evangelio “ el gusano” que roe a los condenados. Todo es preferible, nos repite, “ a ir a aquella cárcel de fuego, en la que no muere el gusano de los réprobos, ubi vermis eorum non moritur” .Ese gusano de los condenados es el remordimiento, es la desesperación; y se denomina gusano, porque en el alma pecaminosa y condenada nace de la corrupción del pecado, como en los cadáveres los gusanos materiales nacen de la corrupción de la carne. Y aun aquí no podemos formarnos más que una débil idea de lo que son aquel remordimiento y aquella desesperación: en el mundo nada hay perfecto; el mal va siempre mezclado con el bien, y éste con algún mal: por grandes que puedan ser aquí abajo nuestra desesperación y nuestros remordimientos, están siempre templados por ciertas esperanzas, y también por la imposibilidad de soportar el sufrimiento cuando traspasa cierta medida. Mas en la eternidad todo es perfecto como el bien, sin mezcla, sin esperanza ni posibilidad de mitigarlo, como más adelante explicaremos. El remordimiento y la desesperación de los condenados son completos, irremediables, sin sombra ni posibilidad de alivio; tan absolutos como es posible, porque el mal absoluto no existe. ¿Os figuráis lo que puede ser aquel estado de desesperación, privado de toda vislumbre de esperanza? ¡Y este pensamiento tan desgarrador: “Me he perdido por mi gusto y perdido para siempre, por materias, por bagatelas de un instante, cuando tan fácil me hubiera sido salvarme eternamente como tantos otros!”

A la vista de los bienaventurados, dice la Sagrada Escritura, se apoderará de los condenados un terror espantoso, y en sus angustias exclamarán gimiendo: “ ¡Luego nos hemos engañado! Ergo erravimus! Nos hemos extraviado fuera de la vía verdadera; nos hemos internado en los caminos de iniquidad y de perdición; hemos despreciado el camino del Señor. ¿De qué nos han servido nuestro orgullo, nuestras riquezas y nuestros placeres? Todo ha pasado como una sombra; ¡y henos aquí perdidos, abismados en nuestra perversidad!”. Y el escritor sagrado añade lo que más arriba hemos transcrito: he aquí lo que dicen en el infierno los pecadores condenados a la desesperación se añadirá elodio , que es otro fruto de la maldición: “ ¡Apartaos de Mí, malditos!” . ¡Y qué odio! ¡el odio a Dios! ¡el odio perfecto al Bien infinito, a la Verdad infinita, al eterno Amor, a la Bondad, a la Belleza, a la Paz, a la Sabiduría, a la Perfección infinita, eterna! Odio implacable y satánico, odio sobrenatural, que absorbe todas las potencias del espíritu y del corazón del condenado. El condenado no podría aborrecer a su Dios si le fuese dado, como a los bienaventurados, verlo en sí mismo, con todas sus perfecciones y sus indecibles esplendores. Mas no es así como se ve a Dios en el infierno; los réprobos no lo ven sino en los terribles efectos de su justicia, es decir, en sus castigos, odian a Dios como odian los castigos que sufren, como odian la condenación, como odian a quien eternamente les envía la maldición.

En el siglo pasado, en Mesina, un santo sacerdote conjuraba a un poseído, y le preguntaba al demonio: “ ¿Quién eres?

—Soy el ser que no ama a Dios—, respondió el maligno espíritu.

Y en París, en otro exorcismo, el ministro de Dios preguntando al demonio: “ ¿Dónde estás?” respondió enfurecido:

—¡En los infiernos para siempre!

—¿Querrías ser anonadado?

—No, para que pueda odiar siempre a Dios.

De este modo podría hablar cada uno de los condenados. Aborrecen eternamente a Aquél a quien habían de amar. “Pero, se dice alguna vez, Dios es la bondad misma: ¿cómo queréis que me condene?” . Mas no es Dios quien condena, sino que es el pecador el que a sí mismo se condena. En el hecho terrible de la condenación no es la causa de ella la bondad de Dios, sino únicamente su santidad y su justicia. Dios es tan santo como bueno; y su justicia es tan infinita en el infierno, como infinitas son en el cielo su bondad y su misericordia. No ofendáis la santidad de Dios, y estaréis seguros de no ser condenados. El condenado no tiene más de lo que él ha elegido, lo que ha elegido libremente y a pesar de todas las gracias de Dios.


Ha elegido el mal, y tiene el mal; y en la eternidad el mal se denomina, infierno. Si hubiese elegido el bien, tendría el bien, y lo tendría eternamente. Todo esto es perfectamente lógico; y aquí, como siempre, la fe concuerda maravillosamente con la recta razón y la equidad. Así, pues, primer carácter del infierno, primer elemento de la horrible realidad que se llama el infierno: la condenación, con la maldición divina, con la desesperación, con el odio a Dios.

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