Carta Pastoral n° 38
UN POCO DE LUZ
SOBRE
LA SITUACIÓN ACTUAL
DE LA IGLESIA
Se
me pide que defina y describa de manera más explícita el mal que en nuestra
época se ha introducido en la Iglesia. Bien comprendo ese deseo de parte de
numerosos católicos o no católicos que permanecen estupefactos, indignados o
consternados al ver difundirse en el seno de la Iglesia —y por medio de sus
ministros— doctrinas que ponen en duda las verdades hasta ahora consideradas
fundamentos inmutables de la fe católica. Mientras que la inteligencia de esos
pastores indignos se rebela contra la autoridad del magisterio infalible de la
Iglesia, su voluntad se rebela igualmente contra los depositarios del poder en
la Iglesia. Si
es verdad que toda autoridad, sea cual fuere, es una participación en la
autoridad de Dios, ¡cuánto más evidente se vuelve eso cuando se trata de la
autoridad que le fue conferida a Pedro y a los apóstoles! El Señor lo dijo: “No
me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os elegí a vosotros” (I Juan, XV,
15). Así ha sucedido siempre en la Iglesia. Aún cuando la designación del
sucesor de Pedro se hace por vía de elección, no por ello su autoridad depende
de sus lectores. Toda
autoridad tiene, en cierta medida, los tres poderes: ejecutivo, legislativo y
judicial. Los obispos poseen esos tres poderes en la medida de su cargo o de su
servicio, es decir, para santificar, predicar y gobernar. La estructura de la
Iglesia es una institución admirable, verdaderamente divina, ya que responde a
la vez a la centralización, a la unidad necesaria y a la descentralización con grandes
posibilidades y libertad de acción. Sumado a ello todos los organismos de
consulta, de mutua ayuda fraternal entre los obispos —y entre los obispos y el
Papa— previstos por el Derecho Canónico, la divina institución de la Iglesia ha
atravesado los siglos siempre fiel a sí misma pero adaptada a todos los lugares
y a todas las circunstancias con un realismo y una unidad notables.
Esa
unidad en la multiplicidad es la que permite a su magisterio, a su palabra,
difundirse en todos los tiempos y en todos los lugares con una permanencia
doctrinal asombrosa. Ramas enteras se han separado del tronco, pero eso no ha
lesionado la estructura y la sustancia doctrinal. Graves errores y herejías han
parecido poner a la Iglesia en peligro, pero con el auxilio del Espíritu Santo,
la institución y la palabra no han variado. Justamente
es eso lo que disgusta soberanamente no sólo a los enemigos tradicionales de la
Iglesia inspirados por el Príncipe de este mundo, sino también, seamos francos,
a la naturaleza humana caída, que siempre vuelve a descubrir en sí ese
miserable sobresalto de rebelión contra la autoridad, vale decir, contra Dios.
El “Non serviam” todavía lo tenemos todos en el alma, aún después del
bautismo. Cuando los asaltos de los adversarios de Nuestro Señor y de su
obediencia encuentran eco en las filas de los fieles y de los pastores de la
Iglesia, entonces se prepara un nuevo desgarramiento en la Iglesia, una nueva
herejía, un nuevo cisma.
Ya
lo dijo con todo acierto Garaudy años atrás en Lovaina, dirigiéndose a los
estudiantes de la universidad: “No podremos colaborar de verdad hasta que la
Iglesia haya modificado su magisterio y su género de autoridad”. Imposible
decirlo más claro. Y cuando sabemos que, en lo que respecta a los que buscan
dominar el mundo —los comunistas y los tecnócratas de la finanza
internacional—, el único obstáculo verdadero para el sostenimiento de la
humanidad es la Iglesia Católica Romana, no tienen por qué sorprendernos los
esfuerzos conjugados de comunistas y masones para modificar el magisterio y la
estructura jerárquica de la Iglesia.
Ganar
una victoria en el Cercano Oriente o en el Extremo Oriente es apreciable, pero
paralizar el magisterio de la Iglesia y modificar su Constitución representaría
un triunfo sin precedentes, porque no basta conquistar los pueblos para abolir
su religión; a veces, por el contrario, se arraiga más. Pero al arruinar la fe
corrompiendo el magisterio de la Iglesia, al sofocar la autoridad personal
haciéndola depender de diversos organismos que resultan mucho más fáciles de
influir y de copar, hace que el fin de la religión católica parezca cosa
posible. Mediante ese magisterio de asambleas se podrá introducir dudas sobre
todos los problemas de la fe, y el magisterio descentralizado paralizará al magisterio
de Roma. Resulta fácil advertir que esos eruditos ataques llevados a cabo por
la prensa mundial, incluso la católica, permitir difundir por todo el mundo
campañas de opinión que perturbarán los espíritus. Todas las verdades del Credo
se bambolearán, todos los mandamientos de Dios, los sacramentos, en una
palabra, todo el catecismo se dará vuelta. De eso tenemos ejemplos sonados. El
magisterio descentralizado pierde el control inmediato de la fe; las numerosas
comisiones teológicas de las asambleas episcopales demoran en pronunciarse,
porque sus miembros están divididos en cuanto a opiniones y métodos. Hace
diez años —y con mayor razón hace veinte—, el magisterio personal del Papa y de
los obispos habría reaccionado inmediatamente, aún cuando entre los obispos y
teólogos hubiera algunos que disentían. Ahora, el magisterio se halla sujeto a
las mayorías. Es la parálisis que impide la intervención inmediata o la vuelve
débil e ineficaz para contentar a todos los miembros de las...
Comisiones o de las Asambleas.
Ese
espíritu de democratización del magisterio de la Iglesia es un peligro mortal,
si no para la Iglesia a la que Dios siempre protegerá, al menos para millones
de almas desamparadas e intoxicadas, en cuya ayuda no acuden los médicos. Basta
leer los informes de las Asambleas a todos los niveles para reconocer que lo
que puede llamarse “colegialidad del magisterio” equivale a la parálisis del
magisterio. Nuestro Señor pidió a las personas que apacentaran su rebaño y no
una colectividad; los Apóstoles obedecieron las órdenes del Maestro y hasta el
siglo XX todo estuvo así. Había que llevar a esta época para oír hablar de la
Iglesia en estado de Concilio permanente, de Iglesia en continua colegialidad.
Los resultados no se han hecho esperar mucho. Todo está patas arriba: la fe,
las costumbres, la disciplina. Podríamos seguir citando ejemplos infinitamente.
Parálisis
del magisterio y desabrimiento del magisterio: esto último se manifiesta por la
falta de definición de las nociones, de los términos empleados, por la ausencia
de puntualizaciones, de distinciones necesarias, de suerte que ya no se sabe
qué se quiere decir cuando se habla: pensemos, si no, en palabras como dignidad
humana, libertad, justicia social, paz, conciencia, etc. De ahora en adelante,
en la Iglesia misma, se puede dar a estas palabras un sentido marxista o un
sentido cristiano con igual convicción. A
la democratización del magisterio le sigue, naturalmente, la democratización
del gobierno. Las ideas modernas sobre este punto son
tales que resultó aún más fácil obtener ese resultado. Se tradujeron en la
Iglesia por el famoso lema de la “colegialidad”. Había que colegializar el
gobierno: el del Papa o el de los obispos con un colegio presbiteral; el del
cura con un colegio pastoral de laicos; todo ello acompañado de comisiones,
consejos, sesiones, etc., antes de que a las autoridades se les ocurra dar
órdenes y directivas.
La
batalla de la colegialidad, apoyada por toda la prensa comunista, protestante y
progresista, pasará a la historia en los anales del Concilio. ¿Se puede decir
que se la haya hecho fracasar? Sería exagerado afirmarlo. ¿Ha tenido pleno
éxito, como deseaban sus autores? Tampoco se podría afirmarlo ya que hemos sido
testigos del descontento manifestado a causa de la famosa “nota explicativa”
agregada a la Constitución dogmática sobre la Iglesia, y últimamente en ocasión
del Sínodo episcopal, el cual querían que fuese deliberativo y no consultivo. Pero
si el Papa personalmente ha conservado cierta libertad de gobierno, ¿cómo no
advertir que las Conferencias episcopales la limitan singularmente? Se pueden
citar varios casos, en estos últimos años, en que el Santo Padre ha revisado
una decisión bajo la presión de una Conferencia episcopal. Ahora bien, su
gobierno se extiende no sólo a los pastores, sino también a los fieles. El Papa
es el único cuyo poder de jurisdicción abarca el mundo entero.
Una
consecuencia mucho más aparente del gobierno colegiado es la paralización del
gobierno de cada obispo en su diócesis. ¡Cuántas reflexiones no han hecho los
mismos obispos al respecto, y qué instructivas! Teóricamente, el obispo, en
muchos casos, puede actuar contra el voto de la Asamblea, a veces hasta en
contra de una mayoría si el voto no es sometido a la Santa Sede; pero en la
práctica, esto resulta imposible. A partir de la finalización de la Asamblea,
los obispos publican las decisiones. Llegan a conocimiento de todos los
sacerdotes y fieles. ¿Qué obispo podrá de hecho oponerse a esas decisiones sin
mostrar su desacuerdo con la Asamblea y sin encontrar espíritus revolucionarios
que le salgan al paso y pongan a la Asamblea en su contra? El obispo es
prisionero de esa colegialidad que debiera haberse limitado a ser organismo de
consulta, de cooperación, pero nunca de decisión.
Es
verdad que San Pío X ya aprobó algunas Conferencias episcopales, pero les había
dado una definición exacta que justificaba plenamente la existencia de esas
Asambleas: “Estamos persuadidos de que esas Asambleas de obispos son de la
mayor importancia para mantener y desarrollar el reinado de Dios en todas la
regiones y en todas las provincias. Cuando los obispos, custodios de las cosas
santas, reúnen de ese modo sus luces, de ello resulta que no solamente perciben
mejor las necesidades de sus pueblos y eligen los remedios más convenientes,
sino que también estrechan los lazos que los unen entre sí” (A los Obispos
de Perú, 24 de septiembre de 1905).
Ese
colegialismo se aplica también en el seno de las diócesis, de las parroquias,
de las congregaciones religiosas, de todas las comunidades de la Iglesia, de
suerte que el ejercicio del gobierno se vuelve imposible: la autoridad se ve
constantemente tenida en jaque. Quien
dice elecciones dice partidos y, por lo tanto, divisiones. Cuando el gobierno
habitual está sometido a votos consultivos en su ejercicio normal, se vuelve
ineficaz. Entonces la que sufre las consecuencias es la colectividad, porque el
bien común ya no puede perseguirse eficaz y enérgicamente.
La
introducción del colegialismo en la Iglesia es un notable debilitamiento de su
eficacia, tanto más que el Espíritu Santo es contristado y contrariado menos
fácilmente en una persona que en una Asamblea. Cuando son las personas las
responsables, actúan, hablan, aunque algunas se callen. En la Asamblea, lo
que decide es el número, mientras que en el Concilio el Papa es quien
decide, aún en contra de la mayoría si así lo considera prudente. El número no
hace la verdad. De
esa manera, la dialéctica se introduce en la Iglesia por el colegialismo o por
la democratización y, por consiguiente, la división, el malestar, la falta de
unidad y de caridad. Los adversarios de la Iglesia pueden regocijarse por ese
debilitamiento del magisterio y del gobierno colegializados. Es una victoria
parcial. Por cierto que desearían que fuese más completa, pero ya se dejan
sentir sus efectos en su favor: el poder de resistencia de la Iglesia al
comunismo, a la herejía, a la inmoralidad, ha disminuido notablemente.
Esos
son los hechos que podemos comprobar y que provocan en la Iglesia una crisis
muy grave. Pero los funestos efectos de esta situación ya están suscitando
saludables reacciones. La Conferencia episcopal española acaba de devolver
nuevamente la responsabilidad de la Acción Católica a los Obispos de las
diócesis, suprimiendo los poderes de dirección del organismo nacional, el cual
es llevado a su justa función, o sea, un vínculo de unión, un encuentro.
El
realismo, el sentido común y, sobre todo, la gracia del Espíritu Santo
contribuirán a dar a la Iglesia aquello que siempre constituyó su vigor y su
adaptación: apóstoles para el magisterio y para el gobierno personales que
actúen según las normas de la santa prudencia y del don de consejo. Así
pudieron salvar a la Iglesia los Agustines, los Atanasios, los Hilarios y
tantos otros.
Monseñor
Marcel Lefebvre
(7 de marzo de 1968)
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