POR QUÉ
SON TANTOS LOS QUE SE
ESFUERZAN EN NEGAR LA EXISTENCIA
DE UN INFIERNO
En primer lugar porque la mayoría de estos están directamente
interesados en ello. Los ladrones destruirían si pudiesen a la Guardia civil;
del mismo modo todos los que “huelen a chamusquina” están siempre dispuestos a
practicar lo posible y lo imposible para persuadirse de que no hay infierno, y
particularmente infierno de fuego: es que conocen interiormente que si existe
es para ellos. Hacen como los cobardes, que se desgañitan cantando. Durante la
noche, a fin de aturdirse y distraer el miedo que los domina. Para darse más ánimo,
procuran persuadir a los demás de que no existe infierno; lo escriben en sus
libros más o menos científicos y filosóficos; lo repiten en todos los tonos, superándose
así unos a otros; y merced a este ruidoso concierto, acaban por creer que nadie
cree en el infierno, y que por consiguiente tienen ellos el derecho de no creer
tampoco. Tales fueron en el último siglo casi todos los corifeos de la
incredulidad volteriana.
Ellos habían afirmado como 1 y 1 = 2, que no había Dios,
ni cielo, ni infierno; estando seguros de ¿ello. Y sin embargo, ahí está la
historia que nos los presenta a todos, unos después de otros, dominados por un
terrible pánico a la hora de la muerte, retractándose, confesándose, pidiendo perdón
a Dios y a los hombres. Uno de ellos, Diderot, después de la muerte de D ’Alembert
, escribía: “Si no hubiese estado yo allí, se hubiera retractado como todos
los demás” . Y aun poco falto para que ¿también lo hiciese el, pues, había
pedido un sacerdote. Nadie ignora que Voltaire en el lecho de la muerte insistió
dos o tres veces para que fuesen a buscar al Párroco de San Sulpicio; pero sus
amigos lo rodearon de modo que el cura no pudo acercarse al anciano moribundo, quien
expiro en un acceso de rabia y desesperación. Se ve todavía en Paris el cuarto
en que paso esta trágica escena. Los que más gritan contra el infierno, creen en
el tan bien como nosotros. A la hora de la muerte cae la máscara, y se ve lo
que había debajo de ella. No escuchemos, pues, los raciocinios sobrado
interesados que les dicta el miedo. En segundo lugar, la corrupción del corazón
es la que hace negar la existencia del infierno. Cuando los impíos no
abandonan la mala vida que al conduce directamente, se ven arrastrados siempre
a decir, ya que no a creer, que no existe.
He aquí un hombre cuyo corazón, imaginación,
sentidos y hábitos diarios están emponzoñados, absorbidos por un amor culpable,
al cual se entrega por completo, sacrificándolo todo a su vil pasión. ! Id a hablarle del infierno! Habláis a un
sordo, y si alguna vez se deja oír a través de los gritos de la carne la voz de
la conciencia y de la fe, pronto le impone silencio, no queriendo oír la verdad
que perturba sus placeres. Intentad hablar del infierno a esos jóvenes libertinos
que pueblan la mayor parte de nuestros liceos, talleres, oficinas y tabernas:
os contestaran con estremecimientos de cólera y con diabólica sonrisa, más
poderosos para ellos que todos los argumentos de la fe y del buen sentido. No
quieren que haya infierno. Hable hace poco con uno que por un resto de fe había
venido. Lo exhorte como mejor supe a que no se deshonrase a sí mismo como hacía,
a que viviese como cristiano, como hombre y no como bestia. “Todo esto es
hermoso y bueno, me respondía, y quizá también verdadero; pero lo que yo se es
que cuando me agarra esta pasión me vuelvo como loco; nada oigo, nada veo. Si
hay un infierno, iré a el; me es igual”. Y no he vuelto a verlo. Y los avaros? y
los usureros? .y los ladrones? !Cuantos argumentos irresistibles encuentran en
sus arcas contra la existencia del infierno! !Restituir lo que han robado!
!dejar su oro y sus escudos! Antes mil muertes, antes el infierno, si es que
existe. Se me llamo a casa de un viejo usurero normando, prestamista por
semanas, que ni aun en presencia de la muerte pudo resolverse a soltar la
presa. Había consentido, no se sabe cómo, en restituir tales y cuales sumas
redondas; no se trataba más que de restituir también ocho francos cincuenta céntimos,'
y el párroco nunca pudo conseguirlo. El desgraciado murió sin sacramentos,
bastando para su corazón de avaro una miserable suma de ocho francos cincuenta céntimos
para hacer desaparecer el infierno. Lo mismo sucede con todas las pasiones
violentas, como el odio, la venganza, la ambición, el orgullo, las cuales no
quieren oir hablar del infierno.
Para negar su existencia lo ponen todo en
juego y nada les cuesta. Todas esas gentes, cuando se les corta la retirada por
medio de alguna de las grandes razones de buen sentido que hemos resumido más
arriba, se excusan con los muertos, esperando así librarse de los vivos. Imaginan
se y dicen que creerían en el infierno si resucitase delante de ellos algún muerto
y les afirmase que realmente existe. Pura ilusión, que Nuestro Señor Jesucristo
se tomó el trabajo de disipar El mismo, como vamos a ver.
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