Breve
relato sobre el Anticristo
(Fin)
Entonces, el Anciano Juan dijo: “Hijitos míos, no estamos ya muertos. He
aquí lo que ahora quiero deciros. Es tiempo que nosotros cumplamos la última
oración de Cristo: que sus discípulos sean uno como ‘Yo soy uno con el Padre. Por esta unidad cristiana, hijitos
queridos, es necesario que honremos a nuestro querido hermano Pedro y permitamos
que, finalmente, pueda ser el pastor de la grey de Cristo. Aquí estoy, hermano”,
y abrazó a Pedro. El Profesor Pauli se aproximó a ellos y dijo: “Tu es
Petrus.
Jetzt ist es ja gründlich erwiesen un ausser jedem Zweifel gesetz” . Se dirigió hacia el Papa y estrechó
calurosamente su mano derecha, dando asimismo la izquierda al Anciano Juan con
estas palabras: “So also, Väterchen, nun sind wir ja Eins in Christo” . Y fue
así que tuvo lugar la unión de las iglesias en una noche oscura, en un lugar
solitario. Pero la oscuridad se dispersó de improviso por una luz fulgurante.
Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol y con la luna bajo
sus pies, y sobre ella una corona de doce estrellas. El signo
permaneció en el mismo lugar por un cierto tiempo y después, silenciosamente,
se movió hacia el sur. El Papa Pedro alzó su báculo y exclamó:
“¡Esta es nuestra señal! ¡Sigámosla!” Y se encaminó en dirección a la
visión —seguido por los dos ancianos y por la multitud de cristianos— hacia el
monte de Dios, el Sinaí…
(En este punto el lector se detuvo.)
La Dama: Pues bien,
¿por qué no continúa?
El Señor Z: El
manuscrito termina aquí. El padre Pansofi no pudo terminar el relato. Ya enfermo,
me expresó su deseo de escribir cuanto tenía en mente tan pronto mejorase. Pero
no mejoró, y la parte final del relato la llevó consigo a la tumba en el
monasterio de Danilov.
La Dama: Pero,
ustedes recuerdan lo que les ha narrado; por favor, cuéntennoslo.
El Señor Z: Recuerdo
solo las líneas principales. Después que los líderes espirituales y representantes
de la cristiandad se refugiaron en el desierto de Arabia, donde multitudes de
creyentes fieles a la verdad y provenientes de todas partes del mundo se habían
reunido, el nuevo Papa (Apolonio) con sus milagros y prodigios fue capaz de
corromper fácilmente a todos los cristianos superficiales que no habían perdido
aún la fe en el Anticristo. Él anunció que los poderes de sus llaves habían
abierto las puertas del mundo terreno y las del mundo de ultratumba. La
comunión entre vivos y muertos, y también entre hombres y demonios, empezó a
ser parte de la vida cotidiana y comenzaron a aparecer nuevas y sorprendentes
formas de fornicación mística e idolátrica. El Emperador comenzó a sentirse
seguro y firme en el plano religioso y, habiéndose rendido a las sugestivas
voces insistentes de su padre "secreto", no acababa de declararse a
sí mismo la única encarnación de la suprema deidad, cuando inesperadamente un
nuevo problema se le presentó: los judíos se alzaron contra él. Esta nación,
cuyos miembros alcanzaban para entonces los treinta millones, había participado
activamente en la preparación y consolidación del éxito del superhombre en todo
el mundo. Cuando el Emperador trasladó su residencia a Jerusalén, divulgando
entre los judíos el rumor de que su objetivo principal era erigir a Israel como
centro del dominio universal, los judíos lo reconocieron como su Mesías y su
exultación y devoción no conocieron límites. Pero de improviso se rebelaron, llenos
de indignación y sedientos de venganza. Este cambio, sin duda predicho por las Escrituras
y la tradición, fue explicado por el Padre Pansofi en su relato de una manera muy
simple y realista. Explicó que los judíos, que consideraban al Emperador un
perfecto judío, inesperadamente descubrieron que éste no había sido
circuncidado. Aquel día todo Jerusalén, y al día siguiente toda Palestina,
estaban amotinadas. La devoción, hasta entonces ilimitada y ferviente hacia el
salvador de Israel, el Mesías prometido, se transformó en un odio igualmente
ilimitado y ardiente hacia el pérfido timador e insolente impostor. Todo el
poder hebreo se alzó como un solo hombre, y sus enemigos vieron con sorpresa, que
el alma de Israel en lo más hondo no vivía sólo de codiciosos cálculos sobre su
lucro, sino también del poder de un profundo sentimiento: la esperanza y la
fuerza de fe eterna en el Mesías. El Emperador, tomado por sorpresa por una tal
rebelión, perdió el control de sí mismo y declaró la pena de muerte para todos
los rebeldes, judíos o cristianos. Miles y decenas de miles que no lograron
armarse a tiempo fueron masacrados sin piedad. Pero pronto un ejército de
judíos, de un millón de hombres, ocupó Jerusalén y encerró al Anticristo en
Jaram-esh-Sherif. Éste tenía a su disposición sólo una pequeña guarnición que
no podía resistir a tan poderosos enemigos. Con ayuda de las artes mágicas de
su papa, el Emperador logró abrirse camino entre las líneas de sus atacantes y,
rápidamente, llegó nuevamente hasta Siria con una armada poderosa de diferentes
tribus de paganos.
Los judíos salieron a buscarlo a pesar de sus pocas esperanzas de éxito
en la victoria. Precisamente cuando las vanguardias de ambos ejércitos estaban
por encontrarse, estalló un terremoto de intensa violencia. Un enorme volcán,
con un cráter gigante, se alzó en medio del Mar Muerto, cerca al lugar donde
habían acampado las fuerzas imperiales. Ríos de fuego corrieron hacia un enorme
lago incandescente, arrastrando consigo al Emperador mismo y sus innumerables
fuerzas, además del papa Apolonio, que siempre estaba junto al Emperador y
cuyos poderes mágicos fueron absolutamente inútiles. Mientras tanto, los
judíos, espantados y temblorosos, corrieron hacia Jerusalén, clamando por
auxilio al Dios de Israel. Al contemplar la Ciudad Santa, un enorme relámpago
rasgó el cielo de Oriente a Occidente, y vieron a Cristo descender del cielo en
vestiduras reales y con las heridas de los clavos en sus extendidas manos. Al
mismo tiempo, una multitud de cristianos, guiados por Pedro, Juan y Pablo, se
acercaba desde el Sinaí hacia Sión, mientras de diversos lugares, acudían
presurosos aquellos que habían sido injustamente asesinados por el Anticristo,
entre los que se encontraban cristianos y judíos. Retornaron a la vida y por
miles de años, vivieron y reinaron con Cristo.
El padre Pansofi quería terminar así su relato, cuyo objeto no era la
catástrofe del universo sino solamente el fin de nuestra evolución histórica:
aparición, apoteosis y destrucción del Anticristo.
El Político: ¿Y creen
ustedes que este fin esté ya próximo?
El Señor Z: Bueno, en
escena habrá aún bastante de charlas y muecas, pero el drama ya está escrito
hasta el final, y ni los actores ni el público pueden cambiar nada de él.
La Dama: Pero,
¿cuál es el significado de este drama? Tampoco entiendo por qué su Anticristo
puede odiar tanto a Dios si él mismo no es malo en esencia, sino bueno.
El Señor Z: Ese es el
punto. No es malo esencialmente. Ese es el significado del drama. Retiro mis
palabras precedentes, que "el Anticristo no puede ser explicado sólo por proverbios";
puede comprendérsele sólo con un proverbio, que por lo demás es simple: "No
todo lo que brilla es oro". El esplendor de un bien artificial no tiene
valor alguno.
El General: Observen,
además, sobre qué cosa cae el telón de este drama histórico: ¡sobre la guerra,
sobre el encuentro de dos ejércitos! Nuestra conversación, pues, termina donde
comenzó. ¿Qué le parece, príncipe? ¿¡Príncipe!? … ¡Maldición! ¿¡Dónde está el príncipe!?
El Político: ¿Es que
acaso no lo vieron? Se fue calladamente en aquel momento patético cuando el
Anciano Juan ponía entre la espada y la pared al Anticristo. No quise interrumpir
la lectura entonces, y más tarde, lo olvidé.
El General: ¡Dios mío!
Se escapó, se escapó por segunda vez. Ha sabido controlarse por un rato, pero
no resiste largamente. ¡Oh, Dios mío!
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