-¡Amo a Dios!
-¡Espero en Dios!
LA OFENSIVA CALLISTA, HECHA CON DERROCHE de fuerza y elementos, no modificó la situación. A
costa de centenares de bajas en sus filas, sólo lograron hacemos cambiar la
posición de dos de nuestros campamentos, los cuales quedaron firmemente establecidos
en otros puntos, hasta los cuales no nos persiguieron, escarmentados por las
terribles pérdidas sufridas. Un pequeño grupo de cristeros se estableció en
Cedillo a veinte kilómetros de Colima. Las pérdidas nuestras fueron mucho
menores, como regularmente sucedía, pues, salvo contadas excepciones, los
lugares de combate los determinábamos nosotros. Con las tropas de línea nos manteníamos
en actitud defensiva; sólo atacábamos cuando las condiciones nos eran
propicias.
Los partes oficiales exageraban siempre nuestras pérdidas. En más de
una ocasión algún jefecillo exhibió sus bajas como cuerpos de cristeros muertos
en combate, con lo que no sólo pretendía cubrirse de gloria, sino seguir percibiendo
los haberes de los muertos, pues mientras durara la campaña resultaba posible
continuar considerándolos en la nómina de los vivos. La defensa de las
poblaciones está en manos de agraristas armados, lo que nos favorece, pues éstos
son elementos mal preparados y poco disciplinados, a los que podemos batir con
facilidad. Sólo lamentamos que el pueblo pacífico tenga que sufrir muchas
tropelías de estas milicias imitación soviet, mandadas por Comisarios Ejidales
que se constituyen en amos de vidas y haciendas.
Se aproximaba el 28 de octubre de 1928, día de Cristo Rey, y decidimos
celebrarlo dignamente en la cabecera de distrito a que corresponde nuestro
cuartel. La gente del pueblo es favorable a nuestra causa y la guarnición la constituían
unos cincuenta agraristas bien armados, los cuales ocupaban un fortín
estratégico que domina la plaza principal y las entradas. Se planeó
cuidadosamente un golpe de mano que fue coronado por el éxito. La víspera del
ataque entraron subrepticiamente al pueblo treinta de los nuestros,
perfectamente equipados; protegidos por los vecinos se distribuyeron en varios
lugares; de madrugada cayeron de sorpresa en las casas del comisario ejidal y
del presidente municipal, los secuestraron y pusieron a buen recaudo.
Al despuntar el día una pequeña partida se aproximó al pueblo disparando
sus armas y a galope tendido cruzó varias calles de las protegidas contra el
fuego del fortín, con lo que de éste salieron la mayor parte de los componentes
de la guarnición. Los libertadores fingieron batirse en retirada y así lograron
sacar del caserío a los agraristas. Entonces los que estaban ocultos en la
población atacaron el fortín empleando granadas de mano que lanzaron con ondas,
y lograron la rendición de los que en él quedaban. Los que salieron a perseguir
a los cristeros cayeron en una emboscada que se les tendió en las goteras de la
ciudad, con lo cual quedaron liquidados.
La población se volcó en las calles aclamando a Cristo Rey y al
Ejército Libertador. Las mujeres, siguiéndonos en nuestra marcha, nos ofrecían
jarritos con leche o café, quesos, pan y otras cosas. Una vez posesionados de
la plaza, se apostaron guardias y el resto nos dedicamos a preparar la
festividad. La población se engalanó. De los balcones colgaban cortinajes,
banderas y moños de papel; todos, con gran entusiasmo, pusieron algo para dar
brillantez a los festejos. Al caer la noche, yendo con Adalberto en busca de un
anciano sacerdote que había permanecido oculto en una humilde casa de las
orillas del pueblo, caminábamos por una calle sumida en tinieblas y cuya tranquilidad
contrastaba con el bullicio de la calle principal, cuando Adalberto me dijo:
-¡Mira! y vi a un hombre que con su rifle amagaba a un comerciante,
mientras otro saqueaba la caja y cargaba con objetos de valor.
-¡Eso sí que no! -gritó Adalberto, y de un salto entró en la tienda y
se abalanzó sobre el que empuñaba el arma. Corrí a ayudarle, pues el bandido se
defendía y su cómplice iba a usar su rifle. Los gritos del comerciante llenaron
la calle y atrajeron una patrulla que acabó de someter a los ladrones,
-ConsÍgnelos por asalto a mano armada y uso indebido de insignias del Ejército
Libertador
-dijo Adalberto al jefe de la patrulla, Juzgados y convictos de su
delito, fueron condenados, Con empeño se trabajó la noche entera para
acondicionar la iglesia del lugar, que había sido saqueada e incendiada y de la
cual sólo quedaban los ennegrecidos muros y restos chamuscados de altares.
En ella celebramos el día de Cristo Rey. Allí estaba Dios rodeado de su
pueblo. Su cruz sobre el altar y su altar sobre escombros. En vez de cúpula, la
bóveda del cielo; en lugar del reflejo de los emplomados, el sol caía de lleno
sobre el altar.
Al Evangelio el sacerdote dijo: ¡Cristo Rey está aquí, y no tenemos
campanas que canten a gloria! No al órgano, lo han destruido, Los muros sin
cortinajes. La pompa se ha ido, no hay oro, no hay plata: se lo han llevado las
uñas rapaces; pero está tu pueblo ioh Cristo! Este pueblo predestinado que has
armado a través de los siglos, al que diste una inteligencia clara como nuestro
cielo; refractario a las nebulosidades, enemigo de caóticos, sistemas,
inquieto, volador, libre, a veces hasta el libertinaje; de voluntad altiva,
independiente, amiga de lo grande y noble; valiente hasta la temeridad, amante
de los peligros. Viviendo en un suelo de tesoros fabulosos no se materializa;
no quiere recargar sus alas con polvo de oro y plata. Caritativo, dadivoso,
manirroto; satisfecho con la medianía y acostumbrado a la pobreza; vive de ideas
y de ideal. Pueblo artista... soñador, sentimental, volcánico, impasible en el
dolor, confiado hasta la presunción; con una fe robusta, inconmovible, que
puede desviarse hasta la superstición. Con una esperanza inextinguible, en
ocasiones hasta la ilusión.
Tu pueblo despierta gozoso y alborozado en los días felices para la
familia, la Patria o la Religión. Canta, aplaude, ríe y enronquece lanzando vivas.
Otros días, cuando la catástrofe ha tocado a sus puertas; cuando el furor
inhumano de la persecución lo hiere, tu pueblo, que vive de espíritu Más que de
materia, que cree y ama lo de acá abajo y lo eterno, siente vibrar su alma y
bullir el corazón. Fuerte, inquebrantable, sin armas, sin esperanzas tal vez,
corre a la trinchera, al sacrificio. Sabe morir lanzando el grito vencedor de
iViva Cristo Rey! ¿Cómo surgió este pueblo admirable de una amalgama
heterogénea de tribus y países distintos, donde étnicamente no hubiera podido
ser realidad una nación? ¿Cómo fue posible que de la conquista, el odio y la
barbarie surgiera este pueblo pletórico de virtudes cristianas? Dios lo quiso y
mandó para cumplir esta misión a su propia Madre, haciéndola mexicana. Tomó las
facciones y los vestidos de nuestro pueblo; la Virgen de Guadalupe bajó del
cielo a nuestra tierra Habló en su lengua al indio Juan Diego, a los mexicanos:
Hijitos míos, muy amados, soy vuestra madre, quiero quedar entre vosotros.
Han pasado cuatro siglos y con los siglos las tempestades, la racha
demoledora, y sin embargo aquí está tu pueblo con su fe vigorosa, lozana, inmortal.
Tu amor tiene tan profundas raíces en nuestros pechos, que nadie lo arrancará. La
gente escuchó sobrecogida de emoción. Destacábanse los cristeros con sus armas
y cananas en cruz. Al frente de ellos ondeaba la bandera tricolor, ostentando
sobre el campo blanco la imagen de la Virgen india y la leyenda Guardia
Nacional. A la hora de la Consagración vibró el clarín, los libertadores
presentaron armas y la bandera se inclinó respetuosa. Al terminar la Misa
surgieron las bélicas cadencias de nuestro himno nacional, que entonamos todos,
conmovidos hasta las lágrimas. Después se organizó un desfile en que tomó parte
todo el pueblo. Encabezados por sus respectivos jefes, marcharon los vecinos de
ocho cuarteles en que está dividida la jurisdicción parroquial, llevando
banderas y estandartes; después siguieron muchas personas de los pueblitos y
rancherías vecinas. En la plaza se proclamó solemnemente la Realeza de Jesucristo
y juramos serie fieles. Al terminar hubo veintiún descargas de fusilería. El
pueblo vibraba de entusiasmo y no se saciaba. Por la noche organizaron los
vecinos imponente ceremonia. Del incendiado Templo Parroquial sacaron una enorme
cruz medio quemada. La cargaba un hombre, que se doblaba bajo su peso. Los
demás le seguían detrás, en compacto grupo. Las mujeres, de rodillas, hacían
valla.
Subiendo lentamente la empinada calle que conduce al fortín, rezaban un
misterio del rosario, hacían un alto y mientras otros sustituían al que cargaba
la Cruz, cantaban:
-"Aclárote, Santa Cruz, puesta en el Monte Calvario: en ti murió
mi. Jesús para dar eterna luz y salvamos del pecado".
Frente a cada casa, a lo largo de todo el trayecto, se habían prendido
grandes fogatas que daban a la escena tonos y sombras que la hacían
impresionante.
En la cima del monte se plantó la Cruz y toda la gente, como una sola,
exclamó:
-¡Creo en Dios!
-¡Amo a Dios!
-¡Espero en Dios!
Al día siguiente se nombraron autoridades, y éstas procuraron que todo
volviera a la normalidad. Los vecinos pudientes cedieron muebles a la
destartalada escuela Municipal y acudieron los niños, que la habían abandonado
como protesta por las enseñanzas desmoralizadoras que en ella pretendió
impartir un maestro rural, enviado exprofeso y en substitución de la antigua
maestra del pueblo. Se fundó un dispensario médico, como primer paso para un
hospital, del que carecía la población.
Fueron días felices en que vislumbramos el triunfo. De los municipios
próximos vinieron comisiones de vecinos, varias de ellas encabezadas por sus
funcionarios, reconociendo gustosos la autoridad de nuestros jefes. Las tropas
federales no daban señales de actividad y numerosos agraristas entregaron sus
armas o solicitaron ser dados de alta en el Ejército Libertador. Efrén me envió
al municipio de Corralillo para tomar la protesta de las nuevas autoridades elegidas
por el pueblo. La ceremonia fue sencilla, pero conmovedora. La gente, aunque
inculta, tenía un gran sentido de la Patria. Estando allí, llegaron noticias de
que en el casco de la ex hacienda de La Escoba había un cristero gravemente
herido que necesitaba auxilio. A falta de médico mandé por Marta, que era
excelente enfermera, y con dos hombres más de escolta partimos en seguida,
tomando algunas precauciones, pues el lugar a donde íbamos estaba fuera de la
zona que podíamos considerar como nuestra. Atravesamos un bosque pisando blanda
alfombra de hojas secas y verde musgo. A la cabeza iba Juan, caminando
despacio, escrutando el terreno delante de nosotros. Después seguía Marta, su
hermana. Llevaba un sencillo vestido oscuro. Estaba muy guapa y de buen humor.
Parecía bailar, tan ligero era su paso. Enseguida iba yo y más atrás Usebio, un
muchacho muy joven y simpático que me sonreía cuando me volvía a verlo. Otras
veces sonreía para sí, como recordando algo placentero. Pasamos la noche bajo
un cobertizo. Uno montaba guardia, mientras les demás dormían. Al llegar a la
zona peligrosa redoblamos nuestras precauciones. Juan miraba constantemente a
izquierda y derecha y hacía frecuentes altos para escuchar.
Por la tarde del segundo día avistamos el casco de La Escoba. Antes de
cruzar la explanada que nos separaba, nos detuvimos en un pinar. La calma era
absoluta. Sólo se oía el rumor de un arroyuelo que pasa frente a las derruidas
construcciones. El edificio había sido abandonado años atrás, a causa de los
revolucionarios. No tenía puertas ni ventanas, y las plantas que crecían en su
interior asomaban su verde follaje a través de los claros. Grandes sauces se
alzaban a la orilla del riachuelo, ocultando partes de la construcción. Juan
ordenó me despojara del rifle y las cananas y avanzara solo con Marta. Mientras
caminábamos, acariciaba la cacha de la pistola que llevaba en mi bolsillo. Recorrimos
la planta baja sin novedad. Una escalera de piedra nos condujo a la parte alta.
De los pisos sólo quedaban las vigas de madera que los soportaban. Dimos voces
que retumbaron, en la soledad de las piezas interiores, y figurábasenos que
alguien contestaba a nuestro llamado. Me abrí de piernas sobre las dos primeras vigas y di la mano a Marta,
quien avanzó. Ella hizo otro tanto en las siguientes y así, apoyándonos uno en
otro, caminamos cautelosamente. Estábamos a punto de alcanzar la puerta del
cuarto próximo, cuando escuchamos pasos precipitados bajo nosotros. Dos hombres
entraron corriendo y apuntaron sus rifles, gritando:
-¡Alto ay, jijos de tal, o los "quebro"!
Logramos penetrar violentamente a la pieza vecina. En el rincón formado
por el muro y la mocheta de la puerta nos refugiamos apretados uno contra otro.
Saqué mi revólver y disparé contra ellos. Creo haber herido a alguno. Soltaron
una maldición y salieron corriendo por donde habían llegado. Después escuchamos
algunos tiros. Supusimos que Juan y Eusebio les habían disparado al verlos
salir. Marta se había abrazado a mí y quietos nos quedamos a la expectativa.
Próximo a mí sentí latir su corazón. Sus grandes ojos negros brillaban
extraordinariamente y un vivo color rojo tiñó su apiñonada tez. Se repuso, y
separándose me dijo:
-Vaya, auxilie a Juan.
Salí al claro de un balcón y lo vi avanzar corriendo. En el linde del
bosque estaba Eusebio, con el ojo avizor y el rifle preparado. Los agresores no
volvieron. En una de las piezas interiores encontramos el lecho de paja sobre
el cual reposó el cristero herido. Unas huellas de sangre así lo indicaban.
Junto a unos trapos que le sirvieron de cabecera estaba un rosario, que Marta
alzó y besó con fervor. Emprendimos el regreso lamentando haber llegado tarde.
Marta me observaba a hurtadillas. Al hablar veía a todos, pero me saltaba a mí.
Tenía un gesto tan reservado, que no podía yo creer que momentos antes me
hubiera sonreído. Sus ojos parecían más negros y más grandes, pero no tenían ya
el fuego que en ellos vi a la hora del peligro. Me sentí triste e inquieto.
Temía haberla ofendido y sin ganas de conversar, no despegué los labios en todo
el camino.
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