RUSIA Y
LA IGLESIA UNIVERSAL
Y es aquí también donde, después de reconocerles a los eslavófilos el
haber comprendido el alcance de este problema, los critica por no haberle dado
una respuesta satisfactoria.
Soloviev entiende que "el carácter
eminentemente religioso del pueblo ruso, así como la tendencia mística que se
manifiesta en nuestra filosofía, en las letras y las artes, parecen reservar a
Rusia una gran misión religiosa"; por eso escribe: "Si Rusia está llamada a decir su palabra al mundo,
no será desde las regiones brillantes del arte y de las letras, ni de las
alturas soberbias de la filosofía y de las ciencias, de donde esa palabra
descenderá, sino de las sublimes y humildes cimas de la religión". Soloviev
reconoce que en esto coincide con los eslavófilos; lo que los separa de ellos,
es que, para éstos, el fondo de la esencia nacional rusa es la Ortodoxia o la
religión de la Iglesia greco-rusa, opuesta a las comuniones occidentales, mientras
que para él, esta pretensión es errónea, pues la verdadera Ortodoxia tiene en
común con los occidentales, la substancia religiosa cristiana.
En realidad, lo que se opone a Roma es la pseudo-ortodoxia de los
teólogos anti-católicos, cuyo punto fundamental es el ataque al Sumo Pontífice:
"Toda vuestra ortodoxia, toda vuestra idea rusa, no es pues, en el fondo,
más que una protesta nacional contra la potestad universal del papa". "Ese
odio protestante contra la monarquía eclesiástica, para hablar al espíritu y al
corazón, debería ser justificado por algún principio positivo". Pero éste
no existe, desde que la Ortodoxia jamás ha podido realizar un verdadero
concilio ecuménico, que sería la autoridad y la forma de gobierno que podría
pretender oponerse al papado. Pero un concilio ecuménico no sólo no ha sido
realizado desde hace mil años en Oriente, sino que también, "nuestros
mejores teólogos (Filareto de Moscú, por ejemplo), confiesan que es imposible
realizarlo, mientras la Iglesia oriental permanezca separada del
Occidente".
"El papado es un principio positivo, una institución real, y si
los cristianos orientales creen que ese principio es falso, que esa institución
sea mala, a ellos corresponde realizar la deseable organización de la iglesia.
En lugar de ello, se nos remite a recuerdos arqueológicos, sin dejar de
confesar la imposibilidad de darles alcance práctico".
Con implacable lógica, Soloviev llega a la alternativa, para los
ortodoxos, de confesar: "Con los sectarios avanzados, que la Iglesia ha
perdido desde hace cierto tiempo su carácter divino y ya no existe sobre la
tierra; o bien, para evitar tan peligrosa conclusión, reconocer que la Iglesia
universal, privada de órganos gubernamentales y representativos en Oriente, los
posee en su parte occidental". Esto último lleva al reconocimiento de la
legitimidad evangélica del papado. Ahora bien, "si se reconoce al papado
como institución legítima, ¿qué será de la 'idea rusa y del privilegio de la
ortodoxia nacional? No pudiendo fundarse nuestro porvenir religioso en la
Iglesia oficial, ¿no se podría encontrarle bases más profundas en el mismo
pueblo ruso?"
En busca de la respuesta a tal pregunta, Soloviev pasa revista a la
verdad relativa sostenida por los disidentes rusos, en su intento de crear una
iglesia independiente del poder zarista, proclamando que la monarquía y la
Iglesia rusa viven bajo el imperio del anticristo, y remitiendo al fin del
mundo toda esperanza de mejoramiento. Analiza luego la teoría de la Iglesia de
Filoreto, metropolitano de Moscú, quien sostiene que todas las Iglesias
confiesan a Jesucristo, pero que la doctrina de todas las Iglesias
particulares, con ser la misma en el fondo, viene mezclada con opiniones y
errores humanos, originándose de allí las diferencias en la enseñanza. La
doctrina de la Iglesia oriental es la más pura, e incluso puede considerársela
completamente pura. Como las otras comuniones religiosas tienen la misma
pretensión de pureza, no conviene juzgar a los otros, sino abandonar el juicio
definitivo al Espíritu de Dios que, gobierna las Iglesias. Soloviev denuncia el
error de esta concepción que niega, finalmente, a la Iglesia una, infalible e
inquebrantable.
En tercer lugar, Soloviev ataca a los eslavófilos -en especial a
Khornlakov por su definición de la "Iglesia verdadera como la síntesis
espontánea e interior de la unidad y de la libertad en la caridad". "¿Qué
puede objetarse a semejante ideal? ¿Cuál es el católico romano que, al
mostrársele la humanidad entera o una parte considerable de ella, penetrada de
amor divino y caridad fraternal, poseyendo sólo un alma y un corazón, y permaneciendo
así en una libre unión por completo interior, cuál es, digo, el católico romano
que querría imponer a tal sociedad la autoridad exterior y obligatoria de un
poder religioso público?" Este ideal, dice nuestro autor, es el término
hacia el que nos encaminamos desde aquí abajo. Pero "la Iglesia, aquí
abajo, no tiene la unidad perfecta, pero debe contar, sin embargo, con cierta
unidad real, con un vínculo, orgánico y espiritual al mismo tiempo, que la
determine como institución sólida, como cuerpo vivo y como individualidad mora".
La verdadera Iglesia de la tierra debe ser universal, para poder ser la
base de la unidad positiva de todos los pueblos, Debe ser infalible para poder guiar
a la humanidad por el camino verdadero. Debe ser independiente para no
convertirse en instrumento de los poderes de este siglo. Implacablemente, y
basándose en J. S. Aksakov, el último representante de la antigua escuela
eslavófila, Soloviev demuestra que la Iglesia ortodoxa rusa, lejos de tener la
necesaria libertad eclesiástica, está sometida al poder civil. Para concluir su
análisis, cita esta frase, de Aksakov: “... la espada espiritual la Palabra se
cubre de orín, reemplazada por la espada del Estado, y ante el recinto de la
Iglesia, en lugar de los ángeles de Dios, para guardar sus entradas y salidas,
ven se gendarmes e inspectores de policía, custodios de los dogmas ortodoxos,
directores de nuestra conciencia". "Lo que falta a la Iglesia rusa es
el saludable soplo del espíritu de verdad, del espíritu de caridad, del espíritu
de vida, del espíritu de libertad". Y Soloviev saca la conclusión:
"Así, según el insospechable testimonio de un ortodoxo y de un patriota
ruso eminente, nuestra Iglesia nacional, abandonada por el Espíritu de Verdad y
de Caridad, no es la verdadera Iglesia de Dios". "Para evitar esta
necesaria consecuencia, se acostumbra entre nosotros a evocar ad hoc el
recuerdo de otras Iglesias 0rientales, en las que se piensa lo mismo. No
pertenecemos a la Iglesia rusa, dicen, sino a la Iglesia ortodoxa y ecuménica
de Oriente. Fácilmente se concibe que los partidarios de la Iglesia Oriental
separada, no pretendan nada menos que atribuirle unidad real y positiva".
Soloviev demuestra a continuación, que la Iglesia Oriental carece de
homogeneidad. Refiriéndose a las relaciones de las Iglesias rusa y griega,
afirma que el hecho dominante de ellas "es el odio tenaz de los Griegos
para con los Rusos, y el que éstos replican con una hostilidad mezclada de
desprecio. La unidad oficial pende de un hilo, y toda la prudencia sacerdotal
de San Petersburgo y Constantinopla basta apenas para evitar que se rompa tan
frágil lazo. No es ciertamente por caridad cristiana que se trata de conservar
este simulacro de unidad, pero se teme, la revelación "fatal el día de la
formal ruptura entre la Iglesia rusa y la Iglesia griega, todo el mundo sabrá
que la Iglesia Oriental ecuménica no es más que una ficción, que en Oriente
sólo existen Iglesias nacionales aisladas". La conciencia de la necesidad de encontrar un
centro de unidad para la Iglesia universal, llevó, en tiempos pasados, al
intento de crear un casi-papado en Constantinopla o en Jerusalén, y en ambos
casos se dio, como era lógico, un fracaso. Concluye Soloviev el primer libro,
diciendo: "Ante todo debemos reconocer lo que en realidad somos: una parte
orgánica del gran cuerpo cristiano, y afirmar nuestra íntima solidaridad con
nuestros hermanos de Occidente, que poseen el órgano central que nos
falta".
El
primado, de Roma
El segundo está consagrado a demostrar la existencia del primado de
Pedro como institución permanente, sus características, sus lejanas
prefiguraciones, la misteriosa piedra del ,libro de Daniel (2,31-36) que
derribó a la estatua representadora de Ios reinos del mundo, para convertirse
luego en un gran monte, la Iglesia universal, que llena la tierra. Espiga a
continuación en la historia de la Iglesia, para aducir algunos testimonios
sobre el reconocimiento, por los Padres Griegos, de la enseñanza de San León
Magno sobre la primacía del Romano pontífice, y el influjo benéfico de éste en
!a marcha de la Iglesia, tanto en Occidente cuanto en Oriente, deteniéndose
particularmente en el Concilio ecuménico de Calcedonia del año 451, en el que
hubo un reconocimiento de la autoridad suprema del Papa, por parte de todos los
padres orientales. Dos puntos merecen destacarse en este segundo, libro. El
primero, la concreción del amor como aglutinante de la Iglesia, en la
aceptación de la fe universal mantenida por la autoridad del papa. "La
Iglesia universal está fundada sobre la verdad afirmada por la fe. Siendo una
la verdad, la fe verdadera debe también serlo, y como esta unidad de fe no
existe actual e inmediatamente en la totalidad de los creyentes (puesto que no
son todos unánimes en materia de religión), debe residir en la autoridad legal
de un solo jefe, garantizada por la asistencia divina y aceptada por el amor y
la confianza de todos".
El segundo, la caracterización del primado romano calmo" ejercicio
del amor. En búsqueda de presagiosos
destinos sobre la transformación de la capital del imperio de los césares,
Soloviev escribe. "Los mismos Romanos tenían el vago presentimiento de esa
misteriosa transformación. Si el nombre vulgar de Roma significaba en griego
fuerza, y si un poeta de la ilíada en
decadencia, saludaba a los nuevos señores en este nombre: Saludaré a Roma (la
fuerza) hija de Marte; los ciudadanos de la Ciudad Eterna, leyendo su nombre a
la manera semítica, creían descubrir su verdadera significación: Amor. La
antigua leyenda, rejuvenecida por Virgilio, vinculaba el pueblo romano y la
dinastía de César, en particular, a la madre del Amor, y mediante ella, al Dios
supremo.
"Pero su Amor era servidor de la muerte, y su Dios supremo un
parricida... “Roma sería transformada. "Al reemplazar las innumerables
tríadas de dioses parricidas por la única Trinidad divina consubstancial e
indivisible, era necesario dar como fundamento a la sociedad universal una
Iglesia de amor en lugar del imperio de la fuerza. "¿Fue pura casualidad
el que, para proclamar su verdadera monarquía universal, fundada no ya en el
servilismo de los súbditos y la arbitrariedad de un príncipe mortal, sino en la
libre adhesión de la fe y el amor humanos a la Verdad y la Gracia de Dios"
Jesucristo escogiera el momento de llegar con sus discípulos a los confines de
Cesárea de Filipo, la ciudad que un, esclavo de los Césares dedicó al genio de
su amo? ¿Fue casualidad también cuando, para sancionar definitivamente su obra
fundamental, Jesús eligió las inmediaciones de Tiberiades y, frente, a los
monumentos que hablaban del señor actual de la falsa Roma, consagró al futuro
señor de la verdadera Roma, indicándole el nombre místico de la ciudad eterna y
el principio supremo de su nuevo Reino: "Simón bar Jona, me amas más que éstos?"
Estos dos puntos que destacamos están cargados de significación y de
actualidad, para la Eclesiología y para el Ecumenismo. A lo primero nos
referiremos en la lección sobre la Una. Sancta,
y al lo segundo, al final de esta exposición.
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