El silencioso ermitaño
enseña con su propio silencio, socorre con su propia vida, edifica y persuade a
la búsqueda de Dios.
3. Tales beneficios
tienen su manantial en el auténtico silencio, iluminado y santificado por la luz
de la gracia. Incluso en el caso de que el ermitaño que vive en el silencio no
tuviese estos dones de gracia que hacen de él una luz para el mundo, que
hubiese elegido el camino del silencio con el fin de esconderse a los ojos de
la sociedad por pura pereza e indiferencia, incluso entonces prestaría una gran
ayuda a la comunidad en que vivía.
Como el jardinero que
corta las ramas secas y arranca la grama para que no impidan el crecimiento de
las plantas buenas y útiles, y esto es ya mucho. Es un beneficio para la
sociedad que el ermitaño, con su aislamiento, elimine las tentaciones que
seguramente habría aportado al mundo con una vida no precisamente edificante,
sino perniciosa para la moral del prójimo.
Sobre la importancia
del silencio exclama san Isaac el Sirio: «si ponemos sobre un platillo de la
balanza todas las acciones de esta vida y sobre el otro el silencio,
encontraremos que es este último el que hace inclinar la balanza». «No pueden
compararse quienes hacen en el mundo signos y prodigios con quienes viven
conscientemente en el silencio. Prefiere la inactividad del silencio a saciar a
los hambrientos del mundo, o a la conversión de muchas personas a Dios. Es
mejor para ti librarte de los lazos del pecado, que librar esclavos de la
esclavitud.» Incluso los sabios más elementales han reconocido el valor del
silencio. La escuela neoplatónica, que tuvo muchos adeptos bajo la guía del
filósofo Platino, desarrolló en alto grado la vida contemplativa, que es
alcanzable sólo con el silencio. Un escritor espiritual decía que incluso si el
estado evolucionase al máximo grado de cultura y de moral, incluso entonces
sería necesario proveer al pueblo de contemplativo sumándolos a quienes llevan
la común actividad civil, a fin de mantener vivo el espíritu de la verdad y,
recogiéndolo de los siglos pasados, conservarlo para los futuros y transmitirlo
a la posteridad. En la Iglesia, estas personas son los ermitaños, los
anacoretas y los reclusos.
Peregrino
Parece que nadie ha
sabido apreciar la excelencia del silencio como san Juan Clímaco. «El silencio»,
dice, «es la madre de la oración, la liberación de la cárcel del pecado, el
éxito, aunque en muchos no consciente, en la virtud, y una incesante escalada
al cielo». Jesucristo mismo, para mostrarnos los beneficios y necesidad del
silencio y de la soledad, interrumpía con frecuencia la predicación pública y
se retiraba a lugares aislados para orar y tener tranquilidad. Los silenciosos
contemplativos son como pilastras que sostienen la devoción de la Iglesia con
su orar secreto e incesante. En la antigüedad vemos a muchos laicos devotos,
incluidos emperadores y cortesanos, irse a los desiertos de estos callados
anacoretas a suplicar oraciones que les diesen fuerza y la salvación. Es claro,
pues, que también el silencio puede servir al prójimo y contribuir al bien de
la sociedad con su oración solitaria.
Profesor
Sí, pero este modo de
pensar no me resulta fácil entenderlo. Es costumbre entre nosotros cristianos,
pedirse mutuamente oraciones, desear que otros oren por nosotros, y poner especial
confianza en algunos miembros de la Iglesia. ¿No es ésta, pura Y simplemente,
una pretensión egoísta? ¿No será, quizá, una costumbre recibida, un capricho de
la mente, no apoyado en consideración alguna seria? ¿Es que, quizá, necesita
Dios intercesión humana alguna cuando todo lo prevé y obra según su misericordiosa
providencia, no según nuestro deseo, conociéndolo y determinándolo todo antes
de que se lo hayamos pedido, como dice el Evangelio? ¿Puede ser más eficaz la
oración de muchos para influir en sus determinaciones que la oración de uno
solo? ¿Se mostraría Dios parcial en este caso? ¿Es posible que pueda salvarme
la oración de otro, si cada uno de nosotros se salvará o condenará por sus
propias acciones? Por eso, la oración de petición no es, según mi opinión, más
que una piadosa expresión de delicadeza espiritual, que manifiesta humildad y
deseo de complacer a una persona prefiriéndola a otra; pero nada más.
Monje
Si miramos sólo a
consideraciones exteriores siguiendo una filosofía elemental, se puede hablar
así. Pero la razón espiritual, iluminada por El la luz de la religión y educada
por la experiencia de la vida interior, penetra mucho más, contempla con mayor
claridad y revela misteriosamente lo contrario de cuanto habéis afirmado. Para
comprender esto pronto y claramente pondremos un ejemplo y lo verificaremos a
la luz de la palabra de Dios. Un estudiante acude a un cierto maestro para
instruirse. Su escasa capacidad, y más aún su pereza y distracción, le impiden
progresar en el estudio y lo relegan a la categoría de los perezosos y
mediocres. Entristecido y no sabiendo cómo combatir las propias deficiencias,
encuentra a un compañero de clase, mucho más capaz y diligente que él, y le
confía su amargura. Este se compadece y le invita a estudiar con él. «Trabajaremos
juntos», le dice; «estaremos más atentos y animados, y así nos irá mejor».
Comienzan, pues, a estudiar juntos, y el que lo ha comprendido mejor se lo
explica al otro. ¿Y qué sucede después de unos días? El perezoso se convierte
en diligente, comienza a estimar el estudio, su pereza deja lugar al celo, al
ardor y a la inteligencia de las cosas, lo cual tiene un influjo benéfico sobre
su carácter y su vida moral. Y el compañero inteligente, a su vez, aumenta aún
más su bravura y laboriosidad. Los dos se han ayudado mutuamente. Y esto es
perfectamente natural. Dado que el hombre nace entre los hombres, en contacto
con ellos desarrolla su inteligencia, educación, costumbres de vida, emociones,
voluntad..., en una palabra: lo recibe todo del ejemplo de sus semejantes. Y
dado que la vida de los hombres se basa en relaciones muy estrechas y en un
fortísimo influjo de unos sobre otros, cada uno imita a las personas entre las
que vive, asume sus costumbres, conducta y moral. Consiguientemente, el que es
frío puede apasionarse, el necio despertar, el perezoso pasar a la acción,
gracias al interés que hay en sus semejantes. Espíritu puede transmitir se a
espíritu e influir eficazmente uno sobre otro, atraerlo a la oración, a la
atención, aliviarle en el desconsuelo, disuadirle en el vicio, estimularle a
acciones santas. Y así, quienes se ayudan mutuamente, pueden hacerse más piadosos,
espiritualmente más fuertes, más fervientes. He aquí el secreto de la oración
por los demás, que explica la devota costumbre de los cristianos de orar unos
por otros, de pedir oraciones fraternas. Por donde se ve que Dios no se
complace, como los poderosos de la tierra, en las muchas súplicas e
intercesiones. Lo que sucede es que el espíritu mismo, la misma fuerza de la
oración, purifica y despierta al alma por la que se ha ofrecido, y la prepara a
la unión con Dios. Si es tan eficaz la mutua oración de quienes viven en la
tierra deduciremos que, de la misma manera, orar por quien ha dejado la tierra
es recíprocamente benéfico, por la estrecha unión del mundo celestial con el
nuestro. Así las almas de la Iglesia militante pueden ser atraídas a la unión
con las almas de la Iglesia triunfante; o, lo que es lo mismo, los vivos con
los muertos. Todo lo que he dicho es un razonamiento psicológico; pero si abrimos
la sagrada Escritura podemos, también con ella, verificar lo dicho: 1.
Jesucristo dice al apóstol Pedro: «yo he rogado por ti, para que tu fe no
desfallezca» (Lc. 22, 32). Aquí veis cómo el poder de la oración de Cristo
fortalece el espíritu de Pedro y le alienta en Ia tentación contra la fe.
2. Cuando
el apóstol Pedro estaba en prisión, de la Iglesia se levantaba una incesante
oración a Dios por él (Act 12, 5). Aquí se nos revela la ayuda que puede dar la
oración fraterna en las dolorosas circunstancias de la vida.
3. Pero el
mandamiento más claro que nos pide orar por el prójimo nos viene del santo
apóstol Santiago: «confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos
por los otros, para que seáis curados. La oración ferviente del justo tiene
mucho poder» (Sant 5, 16). Mi argumentación filosófica encuentra aquí una
precisa confirmación. ¿Y qué decir del ejemplo que nos da el santo apóstol
Pablo como modelo de la oración mutua? Un escritor observa que este ejemplo del
apóstol Pablo debería enseñamos cuán necesaria es la mutua oración cuando en
tan santo y grande podviznik como él, reconoce la necesidad de la ayuda
espiritual de esta oración. En su carta a los Hebreos la encarece con estas palabras:
«rogad por nosotros, pues estamos seguros de tener recta conciencia, deseosos
de proceder en todo con rectitud» (Hebr 13, 18).Si prestamos atención a esto,
aparece evidente que es irracional fiarse sólo de nuestras propias oraciones y
de nuestro provecho, cuando vemos que un hombre tan santo y tan lleno de gracia
pide humildemente que se una a su oración la del prójimo (los hebreos). Por
eso, en humildad, simplicidad y amorosa unión, no rechacemos ni desdeñemos la
ayuda de las oraciones, incluso las del más débil de los fieles, ya que el
clarividente espíritu del apóstol Pablo no tuvo dudas a este respecto. El pidió
oraciones a todos en general, sabiendo bien que la potencia divina se muestra
perfecta en los débiles (2 Cor 12, 9); puede, pues, ser perfecta, a veces, en
quienes parecen más débiles en la oración. Apoyados en la fuerza de este
ejemplo añadamos que la oración mutua refuerza la unión cristiana en la caridad
mandada por Dios, testimonia la humildad de quien pide la oración, y, por así
decirlo, atrae el espíritu de quien ora. Así se alimenta la mutua intercesión.
Profesor
Vuestros análisis y
testimonios son admirables, pero me gustaría aprender de vosotros el método y
forma precisos de la oración en favor del prójimo. Pienso que si la eficacia y
poder de atracción de la oración dependen de un vivo interés por nuestro prójimo
y, más aún, del influjo constante del espíritu de quien ora sobre el espíritu
de quien pide la oración, ¿no sucederá que con tal estado de ánimo desvíe al
hombre del incesante sentimiento de la presencia invisible de Dios y de la
efusión de su alma ante Dios en la necesidad? ¿No creéis que es suficiente para
atraerla y fortalecerla acordarse sólo dos o tres veces al día pidiendo para
ella la ayuda de Dios? Brevemente: querría saber cómo se debe orar por los
otros.
Monje
La oración ofrecida a
Dios, por cualquier motivo que sea, no debe, y no puede, distraer de la unión
con Dios. Si es una oblación ofrecida a Dios, es evidente que deberá serlo en
su presencia. En cuanto al método de la oración por los otros, es necesario
observar que la fuerza de este tipo de oración consiste en la sincera compasión
cristiana para con el prójimo, y según sea esta compasión, así influirá en el
otro. Por lo tanto, en el momento en que te acuerdas de él -de tu prójimo-, o
en el tiempo establecido para hacerlo, conviene evocar mentalmente su imagen
ante la presencia de Dios y ofrecer la oración en la forma siguiente: «Señor
misericordiosísimo, hágase tu voluntad, que quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad; salva y socorre a tu siervo N.
Acoge este mi deseo como un grito de amor que tú mismo has mandado.» Ordinariamente
debe repetirse esta oración siempre que el alma se vea inclinada a ello o bien utilizar
las cuentas del rosario. Sé por experiencia cuán benéficamente obra esta
oración sobre aquel por quien es ofrecida.
Profesor
Creo mi deber recordar
siempre vuestra edificante conversación y los iluminados pensamientos que se
deducen de vuestros argumentos, al tiempo que os confieso a todos vosotros la
reverente gratitud de mi corazón.
Peregrino y profesor
Ha llegado el momento
de irnos. Con gran fervor os pedimos que oréis por nosotros y por nuestro
viaje.
Staretz
«El Dios de la paz
que suscitó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, el gran Pastor de las
ovejas en virtud de la sangre de una Alianza eterna, os disponga con toda clase
de bienes para cumplir su voluntad realizando El en nosotros lo que es
agradable a sus ojos, por mediación de Jesucristo, a quien sea la gloria por
los siglos de los siglos. Amén» (Hebr 13, 20-21).
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