sábado, 4 de junio de 2016

Memorias de de un mártir Cristero o “Entre las patas de los caballos”

“Dios es eterno y no tiene prisa.”


Ellos pelean con una máquina que exprofeso se han fabricado, y los católicos contestan con frases y posturas. En la prosa de la vida el triunfador es quien escribe la historia y no será la epopeya que ustedes forjan la que figure en sus páginas.

-Nuestros actos están en el corazón del pueblo -replicó Efrén-. Así sean ellos quienes escriban la historia, para las generaciones venideras Plutarco Elías será un tirano cruel, y el Padre Pro un mártir venerado.

-Convengo en ello -contestó Don Artemio--, pero no se lucha en la forma que ustedes lo hacen para alcanzar esta meta.

Se pelea para triunfar y en eso los callistas les llevan ventaja. A muchos cristeros les basta con haberse sacrificado y si fracasan volverán a encerrarse dentro de sí mismos, fincando su orgullo en resistir aislados, como esas enormes rocas que la erosión no ha podido dañar y quedan enhiestas en medio de un panorama de desolación, después de que las fuerzas de la naturaleza han arrastrado a su alrededor las tierras de cultivo y desprovisto de vegetación y de vida el paisaje; pero esas rocas también son campo estéril y su dureza a nadie beneficia.

-Juzga usted a la ligera -replicó un oficial-; queremos triunfar y ponemos en ello nuestro empeño. Nos han lanzado a la calle, a la trinchera, no volveremos a encastillarnos. No somos la roca enhiesta, sino más bien el grano de mostaza, el fermento que se propaga.

-Además -continuó Efrén-, Dios es eterno y no tiene prisa.
Usted pretende infundadamente que nuestra generación remedie todos los males y coseche los frutos. No es que nos agrade ser sacrificados, pero si dentro del plan Providencial ése es nuestro papel, lo aceptamos gustosos.

-Allí radica su fuerza -exclamó Don Artemio-. Por eso el gobierno, con todos sus recursos, no puede, ni podrá con ustedes.

Es que lógicamente debieron haberse rendido ya en varias ocasiones, pues humanamente estaban derrotados; pero no se dieron cuenta de ello. Creyeron era táctica de lucha de su Dios y resistieron al castigo en espera del milagro. Permítame que lo diga: sinceramente admiro su fe. Yo me consideraba católico, porque creo en Dios; pero mi trato con los cristeros me ha hecho ver que me falta el espíritu.

-Más que un falso rezandero, vale un pecador sincero, y nunca es tarde mientras la vida alcance -dijo Adalberto.

-¡No! mi filosofía es otra -contestó Don Artemio-. Soy enemigo del sufrimiento. A nadie hago mal. Si otros sufren a consecuencia de mis actos es cosa de ellos, que no puedo controlar. No soy caritativo, ni generoso, pero sólo la gente contenta es capaz de agradarme y en la euforia de mi vida, doy porque me embarga el gusto. Les traigo municiones porque esto nos proporciona un mutuo beneficio. Lo que hagan con ellas no es asunto mío.

-¿No le parece excesivamente egoísta su punto de vista? -preguntó el oficial.

-Soy liberal. Dejo hacer y sólo pido reciprocidad. Podría ser militar de alto grado o funcionario de categoría; pero eso no me haría más feliz, ni me permitiría vivir a mi manera. En política se mata o se muere, y yo acabaría siendo sacrificado.

-Es que precisamente para vivir a mi manera combato al tirano que me exige viva como él quiere -dijo el oficial.

-Ustedes pelean por la libertad; yo la compro, y dejo a todos contentos. ¿Qué quiero traerles parque? Lo traigo. Afortunadamente la bola ha creado un funcionario mordelón, para quien todo tiene un precio.

-¡Su actitud es monstruosa! -exclamó indignado el oficial-o ¿Cómo podría progresar un país donde todo pueda obtenerse de ese modo?

-No se exalte, jovencito. Los funcionarios mordelones de todos modos son útiles, pues constituyen un obstáculo para el abuso de los particulares. Serán necesarios mientras no mejore la calidad humana, que es lo que en el fondo falla.

-Así es -comentó Efrén-: falla lo humano. A muchos repugnan las viejas normas que los reaccionarios seguimos empeñados en llamar decencia, y para vivir a gusto y en paz consigo mismos se crean sus propias filosofías. ¡Bien haya Don Artemio que guarda para sí las suyas! El mal está en quererlas imponer a otros. Pero dejemos una discusión que no ha de modificar nuestros modos de ser y oigamos cantar a Adalberto y sus muchachos.

-El que no conoce a Dios onde quera s'hinca -dijo el aludido-. Yo prefiero morir chivito que llegar a señor.




XX

EN LOS LÍMITES DEL ESTADO OPERABA con éxito un grupo mandado por un joven conocido por sus hombres y en toda la región como El Charrín. Sus actos de audacia eran incontables. En el breve período de un mes se convirtió en el terror de las defensas rurales.

Fusiló varios caciques de horca y cuchillo, saqueó las oficinas públicas e hizo intransitables muchos caminos. Su nombre corría de boca en boca. La gente del pueblo lo consideraba el brazo justiciero del Señor. Para los callistas era un bandolero valiente e inaccesible. Le veían, o se imaginaban verle, al mismo tiempo en varios sitios diferentes y muy distantes unos de otros. Los soldados y los agraristas agotaban sus fuerzas en su persecución. Algunos actos de crueldad y despojo cometidos por sus propios enemigos le fueron atribuidos. Su nombre quedó ligado a todos los actos heroicos o audaces ocurridos en aquella región.

Si un amigo buscaba al Charrín le era fácil encontrarle. Entraba a las poblaciones solo y sin armas. Recorría sus calles principales y alternaba con policías y militares. Si los esbirros le buscaban nadie le había visto. Desconocían su paradero. Al Cuartel General del Ejército Libertador llegaron quejas en su contra. Se le acusó por el plagio de católicos ricos, a quienes exigió fuerte rescate bajo amenaza de muerte. Aun cuando considerado como cristero, Charrín operaba autónomamente, al igual que muchos otros: consecuencia natural de la espontaneidad del movimiento. El control y disciplina de esos grupos se iba logrando lentamente y en ello ponían gran empeño nuestros jefes, de quienes recibimos la orden de entrevistarnos con el Charrín y aclarar su posición, así como averiguar el fundamento que pudieran tener las acusaciones que sobre él pesaban.  La comisión tenía en sí graves riesgos y dificultades; pero nos habíamos acostumbrado a no medirlas. El mayor Tejeda quiso formar parte de la comitiva, dada la categoría del Charrín y las grandes ventajas que podían obtenerse de la coordinación de las actividades de nuestros grupos con las del suyo. Como escolta fueron Adalberto y cuatro de sus hombres, bien armados y pertrechados.

Efrén conocía maravillosamente el terreno y por varios días nos fue guiando con mucha seguridad. En ciertas partes caminamos de noche, y en otras, donde se sentía seguro, lo hacíamos a la luz del día. Las jornadas eran largas. Comíamos poco y apenas si dormíamos; pero ya para entonces se había operado en: mí una transformación. Me sentía como endurecido y con mucha mayor resistencia. Adelgacé, pero crecí; mis hombros y pecho se ensancharon. Aparentaba no ya diecinueve años, pues me creían de veintitrés          veinticuatro.  Al recorrer aquellas campiñas pude darme cuenta de su enorme valor estratégico. Vistas de lejos se ven maravillosamente verdes, pero al penetrar en ellas se descubre el inexorable fracaso a que está condenada una lucha entre tropas regulares y guerrilleros. Doscientos hombres pueden desafiar con éxito a todo un ejército. En torno de cada parcela los campesinos han levantado [5randes cercas de piedra y plantado árboles cuyas ramas caen sobre ellas, formando excelentes pantallas. Los caminos quedan encajonados entre estas cercas. El Charrín había convertido aquello en una enorme fortaleza; cada cerca podía ocultar una emboscada y cada árbol la muerte.  Las relaciones de Efrén nos fueron abriendo camino para aproximarnos al Charrín y diez días después de la salida de nuestro campamento estábamos frente a él. Nos recibió cordialmente. Le expusimos el objeto de nuestra visita y nos dijo:

-Ya hablaremos, para todo hay tiempo; pero primero seamos amigos.

Mandó preparar una barbacoa y dispuso todo para la celebración de una velada en nuestro honor.

-Hay que alegrarse cuando se puede -dijo-: esta vida es dura y se necesita ánimo para resistir.

Al caer la noche prendieron una gran hoguera y nos sentamos a su alrededor.

-No hay cuidado -comentó Charrín-; los guachos no se acercan de noche. Les hemos tendido muchas emboscadas, atraídos por la luz de las hogueras! El fuego devoraba los leños lanzando alegres llamaradas. Efrén y yo nos sentamos sobre un árbol derribado. El Charrín trajo unas botellas de tequila y las hizo circular.

-¡Hay buenos cantores entre nosotros! -exclamó-o A ver, muchachos... Lo que ha de sonar que suene.

Todos guardaron silencio, que fue roto por el rasgueo de las guitarras. Sus notas evocaban en nosotros recuerdos de cosas muy lejanas. La melancolía de aquella música sencilla era como ave aprisionada que, tras breve vuelo, se posa siempre en un mismo lugar. Entre estrofa y estrofa ejecutaban un rasgueo alegre e indisciplinado. Después las voces que cantaban dialogando; graves unas, agudas otras.

Los temas de las canciones eran igualmente sencillos y tristes. Jacalito, jacalito, que estás tras de la montaña, Te quedates solitito. ¡Ay! se "jue" la que mi alma extraña.

Al siguiente día fuimos con el Charrín y su estado mayor al casco de una hacienda a tratar los asuntos que nos llevaban. El Charrín demostró tener una clara inteligencia, libertad de espíritu y seguridad en sí mismo.

Con entusiasmo le habló Efrén de la conveniencia de unificar nuestros esfuerzos bajo una sola dirección.

-¿y quién es el jefe? -preguntó Charrín.

-La jefatura suprema corresponde al Comité Directivo de La Liga Defensora de la Libertad -le respondí.

-A mí me gusta entenderme con quen sea hombre particular, de carne y hueso como nosotros -dijo el Charrín-. Se le toma ley y nos la toma. No trato con amos que quieran serios aunque las personas cambien.

-Es que nuestros jefes son hombres como ustedes o como yo -le argumentó Efrén-: René Capistrán Garza, Gorostieta, Degollado y tantos otros en toda la República. El conjunto de todos ellos forma el estado mayor del movimiento y a ese conjunto le corresponde la jefatura.

-Así podemos entendemos: mentando a la gente y que ésta sea de ley, pos pa qué queremos jefes que sean como la espada de Santa Catarina, que relumbra y no corta. Pos pal caso acá tenemos más y mejores santos.

Dándose cuenta del carácter vivo del Charrín, el mayor Tejeda le planteó con mucho modo la necesidad de mantener en alto el prestigio de la causa, evitando muertes innecesarias y actos que pudieran calificarse de anárquicos.


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