“Dios es eterno y no tiene prisa.”
Ellos pelean con una máquina que
exprofeso se han fabricado, y los católicos contestan con frases y posturas. En
la prosa de la vida el triunfador es quien escribe la historia y no será la
epopeya que ustedes forjan la que figure en sus páginas.
-Nuestros actos están en el corazón del pueblo -replicó Efrén-. Así
sean ellos quienes escriban la historia, para las generaciones venideras
Plutarco Elías será un tirano cruel, y el Padre Pro un mártir venerado.
-Convengo en ello -contestó Don Artemio--, pero no se lucha en la forma
que ustedes lo hacen para alcanzar esta meta.
Se pelea para triunfar y en eso los callistas les llevan ventaja. A muchos
cristeros les basta con haberse sacrificado y si fracasan volverán a encerrarse
dentro de sí mismos, fincando su orgullo en resistir aislados, como esas enormes
rocas que la erosión no ha podido dañar y quedan enhiestas en medio de un
panorama de desolación, después de que las fuerzas de la naturaleza han
arrastrado a su alrededor las tierras de cultivo y desprovisto de vegetación y
de vida el paisaje; pero esas rocas también son campo estéril y su dureza a
nadie beneficia.
-Juzga usted a la ligera -replicó un oficial-; queremos triunfar y
ponemos en ello nuestro empeño. Nos han lanzado a la calle, a la trinchera, no
volveremos a encastillarnos. No somos la roca enhiesta, sino más bien el grano
de mostaza, el fermento que se propaga.
-Además -continuó Efrén-, Dios es eterno y no tiene prisa.
Usted pretende infundadamente que nuestra generación remedie todos los
males y coseche los frutos. No es que nos agrade ser sacrificados, pero si
dentro del plan Providencial ése es nuestro papel, lo aceptamos gustosos.
-Allí radica su fuerza -exclamó Don Artemio-. Por eso el gobierno, con
todos sus recursos, no puede, ni podrá con ustedes.
Es que lógicamente debieron haberse rendido ya en varias ocasiones,
pues humanamente estaban derrotados; pero no se dieron cuenta de ello. Creyeron
era táctica de lucha de su Dios y resistieron al castigo en espera del milagro.
Permítame que lo diga: sinceramente admiro su fe. Yo me consideraba católico,
porque creo en Dios; pero mi trato con los cristeros me ha hecho ver que me
falta el espíritu.
-Más que un falso rezandero, vale un pecador sincero, y nunca es tarde
mientras la vida alcance -dijo Adalberto.
-¡No! mi filosofía es otra -contestó Don Artemio-. Soy enemigo del
sufrimiento. A nadie hago mal. Si otros sufren a consecuencia de mis actos es
cosa de ellos, que no puedo controlar. No soy caritativo, ni generoso, pero
sólo la gente contenta es capaz de agradarme y en la euforia de mi vida, doy
porque me embarga el gusto. Les traigo municiones porque esto nos proporciona
un mutuo beneficio. Lo que hagan con ellas no es asunto mío.
-¿No le parece excesivamente egoísta su punto de vista? -preguntó el
oficial.
-Soy liberal. Dejo hacer y sólo pido reciprocidad. Podría ser militar
de alto grado o funcionario de categoría; pero eso no me haría más feliz, ni me
permitiría vivir a mi manera. En política se mata o se muere, y yo acabaría
siendo sacrificado.
-Es que precisamente para vivir a mi manera combato al tirano que me
exige viva como él quiere -dijo el oficial.
-Ustedes pelean por la libertad; yo la compro, y dejo a todos
contentos. ¿Qué quiero traerles parque? Lo traigo. Afortunadamente la bola ha
creado un funcionario mordelón, para quien todo tiene un precio.
-¡Su actitud es monstruosa! -exclamó indignado el oficial-o ¿Cómo
podría progresar un país donde todo pueda obtenerse de ese modo?
-No se exalte, jovencito. Los funcionarios mordelones de todos modos
son útiles, pues constituyen un obstáculo para el abuso de los particulares.
Serán necesarios mientras no mejore la calidad humana, que es lo que en el
fondo falla.
-Así es -comentó Efrén-: falla lo humano. A muchos repugnan las viejas
normas que los reaccionarios seguimos empeñados en llamar decencia, y para
vivir a gusto y en paz consigo mismos se crean sus propias filosofías. ¡Bien
haya Don Artemio que guarda para sí las suyas! El mal está en quererlas imponer
a otros. Pero dejemos una discusión que no ha de modificar nuestros modos de
ser y oigamos cantar a Adalberto y sus muchachos.
-El que no conoce a Dios onde quera s'hinca -dijo el aludido-. Yo
prefiero morir chivito que llegar a señor.
XX
EN LOS LÍMITES DEL ESTADO OPERABA con éxito un grupo mandado por un
joven conocido por sus hombres y en toda la región como El Charrín. Sus actos
de audacia eran incontables. En el breve período de un mes se convirtió en el
terror de las defensas rurales.
Fusiló varios caciques de horca y cuchillo, saqueó las oficinas públicas
e hizo intransitables muchos caminos. Su nombre corría de boca en boca. La
gente del pueblo lo consideraba el brazo justiciero del Señor. Para los
callistas era un bandolero valiente e inaccesible. Le veían, o se imaginaban
verle, al mismo tiempo en varios sitios diferentes y muy distantes unos de
otros. Los soldados y los agraristas agotaban sus fuerzas en su persecución.
Algunos actos de crueldad y despojo cometidos por sus propios enemigos le fueron
atribuidos. Su nombre quedó ligado a todos los actos heroicos o audaces
ocurridos en aquella región.
Si un amigo buscaba al Charrín le era fácil encontrarle. Entraba a las
poblaciones solo y sin armas. Recorría sus calles principales y alternaba con
policías y militares. Si los esbirros le buscaban nadie le había visto.
Desconocían su paradero. Al Cuartel General del Ejército Libertador llegaron
quejas en su contra. Se le acusó por el plagio de católicos ricos, a quienes
exigió fuerte rescate bajo amenaza de muerte. Aun cuando considerado como cristero,
Charrín operaba autónomamente, al igual que muchos otros: consecuencia natural
de la espontaneidad del movimiento. El control y disciplina de esos grupos se
iba logrando lentamente y en ello ponían gran empeño nuestros jefes, de quienes
recibimos la orden de entrevistarnos con el Charrín y aclarar su posición, así
como averiguar el fundamento que pudieran tener las acusaciones que sobre él
pesaban. La comisión tenía en sí graves
riesgos y dificultades; pero nos habíamos acostumbrado a no medirlas. El mayor
Tejeda quiso formar parte de la comitiva, dada la categoría del Charrín y las
grandes ventajas que podían obtenerse de la coordinación de las actividades de
nuestros grupos con las del suyo. Como escolta fueron Adalberto y cuatro de sus
hombres, bien armados y pertrechados.
Efrén conocía maravillosamente el terreno y por varios días nos fue
guiando con mucha seguridad. En ciertas partes caminamos de noche, y en otras,
donde se sentía seguro, lo hacíamos a la luz del día. Las jornadas eran largas.
Comíamos poco y apenas si dormíamos; pero ya para entonces se había operado en:
mí una transformación. Me sentía como endurecido y con mucha mayor resistencia.
Adelgacé, pero crecí; mis hombros y pecho se ensancharon. Aparentaba no ya
diecinueve años, pues me creían de veintitrés veinticuatro.
Al recorrer aquellas campiñas pude darme
cuenta de su enorme valor estratégico. Vistas de lejos se ven maravillosamente
verdes, pero al penetrar en ellas se descubre el inexorable fracaso a que está
condenada una lucha entre tropas regulares y guerrilleros. Doscientos hombres
pueden desafiar con éxito a todo un ejército. En torno de cada parcela los campesinos
han levantado [5randes cercas de piedra y plantado árboles cuyas ramas caen
sobre ellas, formando excelentes pantallas. Los caminos quedan encajonados
entre estas cercas. El Charrín había convertido aquello en una enorme
fortaleza; cada cerca podía ocultar una emboscada y cada árbol la muerte. Las relaciones de Efrén nos fueron abriendo
camino para aproximarnos al Charrín y diez días después de la salida de nuestro
campamento estábamos frente a él. Nos recibió cordialmente. Le expusimos el
objeto de nuestra visita y nos dijo:
-Ya hablaremos, para todo hay tiempo; pero primero seamos amigos.
Mandó preparar una barbacoa y dispuso todo para la celebración de una
velada en nuestro honor.
-Hay que alegrarse cuando se puede -dijo-: esta vida es dura y se necesita
ánimo para resistir.
Al caer la noche prendieron una gran hoguera y nos sentamos a su
alrededor.
-No hay cuidado -comentó Charrín-; los guachos no se acercan de noche. Les
hemos tendido muchas emboscadas, atraídos por la luz de las hogueras! El fuego
devoraba los leños lanzando alegres llamaradas. Efrén y yo nos sentamos sobre
un árbol derribado. El Charrín trajo unas botellas de tequila y las hizo
circular.
-¡Hay buenos cantores entre nosotros! -exclamó-o A ver, muchachos... Lo
que ha de sonar que suene.
Todos guardaron silencio, que fue roto por el rasgueo de las guitarras.
Sus notas evocaban en nosotros recuerdos de cosas muy lejanas. La melancolía de
aquella música sencilla era como ave aprisionada que, tras breve vuelo, se posa
siempre en un mismo lugar. Entre estrofa y estrofa ejecutaban un rasgueo alegre
e indisciplinado. Después las voces que cantaban dialogando; graves unas,
agudas otras.
Los temas de las canciones eran igualmente sencillos y tristes. Jacalito,
jacalito, que estás tras de la montaña, Te quedates solitito. ¡Ay! se
"jue" la que mi alma extraña.
Al siguiente día fuimos con el Charrín y su estado mayor al casco de
una hacienda a tratar los asuntos que nos llevaban. El Charrín demostró tener
una clara inteligencia, libertad de espíritu y seguridad en sí mismo.
Con entusiasmo le habló Efrén de la conveniencia de unificar nuestros
esfuerzos bajo una sola dirección.
-¿y quién es el jefe? -preguntó Charrín.
-La jefatura suprema corresponde al Comité Directivo de La Liga Defensora
de la Libertad -le respondí.
-A mí me gusta entenderme con quen sea hombre particular, de carne y
hueso como nosotros -dijo el Charrín-. Se le toma ley y nos la toma. No trato
con amos que quieran serios aunque las personas cambien.
-Es que nuestros jefes son hombres como ustedes o como yo -le argumentó
Efrén-: René Capistrán Garza, Gorostieta, Degollado y tantos otros en toda la
República. El conjunto de todos ellos forma el estado mayor del movimiento y a
ese conjunto le corresponde la jefatura.
-Así podemos entendemos: mentando a la gente y que ésta sea de ley, pos
pa qué queremos jefes que sean como la espada de Santa Catarina, que relumbra y
no corta. Pos pal caso acá tenemos más y mejores santos.
Dándose cuenta del carácter vivo del Charrín, el mayor Tejeda le
planteó con mucho modo la necesidad de mantener en alto el prestigio de la
causa, evitando muertes innecesarias y actos que pudieran calificarse de
anárquicos.
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