CONTINUACION
AL PROLOGO DEL LIBRO DE LOS MARTIRES CRISTEROS
(Final)
Imposible pasar en silencio un
testimonio de la Sagrada Escritura, que es al mismo tiempo un ejemplo propuesto
por el Espíritu de Dios inspirador de la Biblia, acerca de la licitud y
obligatoriedad, en ciertos casos, de una defensa armada contra una agresión
injusta. Ciento cincuenta años hacía que
los judíos estaban sometidos a los Seléucidas, cuando la tiranía de Antíoco Epífanes,
les obligó a tomar las armas para defender su fe. Refugiados en el desierto, en
donde se creían seguros de todo ataque, Judas y los suyos, supieron que
millares de sus conciudadanos, sorprendidos durante el descanso sabatino,
acababan de dejarse matar heroicamente, sin lanzar siquiera una piedra. El
libro I de los Macabeos (cap. II), dice: Y cada uno de ellos dijo a su prójimo:
si todos obramos como han procedido nuestros hermanos y no luchamos contra los
gentiles para defender nuestras vidas y nuestra ley; en poco tiempo nos
borrarán los enemigos de sobre el haz de la tierra. Y tomaron ese día esta
resolución: luchemos contra cualquiera que venga a hacernos guerra el sábado, y
no muramos todos como murieron nuestros hermanos sin combatir... Y Judas
Macabeo dijo (cap. III): Combatiremos pues, para salvar nuestras vidas y
nuestra ley; y el pueblo exclamó: Reconstruyamos las ruinas de nuestro pueblo y
luchemos por nuestro pueblo y nuestro santuario. Y todos clamaron al cielo con
voz potente diciendo... Tu santuario ha sido pisoteado y profanado y tus
sacerdotes están agobiados por el duelo y la humillación... Y Judas Macabeo
dijo: Armaos y sed valientes y estad todos dispuestos para luchar mañana,
contra estas naciones que se han juntado para arruinarnos y destruir nuestro
santuario; porque es mucho mejor que muramos en el campo de batalla, que el que
veamos las desgracias de nuestro pueblo y la ruina de nuestras cosas santas.
Que se cumpla la voluntad del cielo. A mi humilde parecer, con estas
palabras del libro Sagrado, se justifica por el mismo Dios, la resistencia
cristera de nuestros mexicanos. Pero no basta para merecer el
nombre de mártires coram Deo el morir por un fin bueno o con las armas en la
mano, en una empresa bélica lícita absolutamente. Es preciso que ese fin bueno no
sea de carácter meramente humano como lo es por ejemplo, el libertar a la
patria de una invasión extranjera; no; es preciso que sea de orden
sobrenatural: los derechos de Dios, el reinado de Jesucristo, la libertad de la
Iglesia, la salvación de las almas de nuestros prójimos, la preservación de la
fe y de la religión.
Todo esto lo encontramos en la
epopeya cristera de nuestra patria. Los mexicanos cristeros, que murieron en
los combates, fueron a elegidos no por ningún interés terreno, sino por la
causa de Dios, de la fe y de la religión. Todo ello está como sintetizado en el
grito de guerra, que por primera vez, como lo reconoce todo el mundo, resonó en
los campos de batalla de México: ¡Viva Cristo Rey! Acaso, y yo soy el primero
en reconocerlo, algunos de aquellos soldados desvirtuaron con otros
sentimientos humanos y aún viciosos, aquel primero, que los llevara a la lucha.
Pero esto es el abuso, que lo hubo en algunos casos. No por ser soldados de una
causa justa y santa, dejaban de ser hombres, y acaso en algunos (pocos
ciertamente) un espíritu de venganza, una crueldad en el abatimiento del
enemigo, ¡qué sé yo!, pudo sustituir, aún en los mismos momentos de su muerte,
al noble y santo fin de defender los derechos de Dios únicamente.
Por esta razón el martirio de
los cristeros que murieron con las armas en las manos, no será nunca martirio
coram Ecclesia. La Iglesia no elevará al honor de los altares a los que,
mártires coram Deo, que sí conoce hasta el último sentimiento del corazón del
hombre, murieron con las armas en la mano, aún en caso de defensa legítima. Y
por eso, en el estudio preparatorio para la declaración de un verdadero
martirio, la Iglesia se fija en las virtudes de que dio muestra en los momentos
del martirio, aquel a quien juzga que debe elevar al honor de los altares. Ni
la Iglesia ni ninguno de nosotros en particular y en privado, puede suponer, a
menos de pruebas en contrario, que hubo en cualquiera de ellos esa sustitución
de sentimientos. Pero de cierto la Iglesia no lo puede saber, y para declarar a
uno, verdadero mártir de Cristo, es preciso que esté cierta de que hasta el
último instante permaneció fiel y puro su sentimiento sobrenatural de amor a
Dios, a Jesucristo y a su fe cristiana. Y esa es la razón por qué en
estas semblanzas de nuestros mártires, no voy a incluir ninguna de los que
murieron en los combates, o con las armas en la mano tratando de defenderse aun
legítimamente como acabo de decir.
Dios les habrá dado la corona
de los mártires; nosotros sólo bendeciremos su memoria y los consideramos como
héroes cristianos.
Comprenderán mis lectores que
no me es posible en estos artículos estampar todos y cada uno de tantos nombres
gloriosos sobre todo los de los que murieron en los combates, parte porque
muchísimos me son desconocidos y parte porque sería interminable. Este trabajo,
lo más completo posible, está ya hecho en el libro que recomendé a todos los
mexicanos: El Clamor de la Sangre. Allí los encontrarán y aún por orden
alfabético. Vuelvo a decir que es un libro que no debe faltar en ninguna
biblioteca mexicana.
Tendré, pues, que espigar en esa abundante
literatura acerca de nuestros mártires y en mis propios recuerdos de aquellos
terribles días, algunas, las más que me sea posible, de aquellas gestas inmortales
de las víctimas generosas del comunismo en nuestra patria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario