CAPITULO XXXII
UN LIBERALISMO SUICIDA:
LAS REFORMAS POST-CONCILIARES
Los espíritus leales y algo perspicaces hablan de “la crisis de la
Iglesia” para señalar la época post-conciliar. Antaño, se había hablado de “la
crisis arriana”, de “la crisis protestante”, pero jamás de “la crisis de la
Iglesia”... Desgraciadamente, no todos coinciden en asignar las mismas causas a
esta tragedia. El Card. Ratzinger, por ejemplo, ve bien la crisis, pero
disculpa totalmente al Concilio y a las reformas post-conciliares. Comienza por
reconocer la crisis: “Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente
a las esperanzas de todos, comenzando por las del Papa Juan XXIII y, después,
las de Pablo VI (...)
“Los Papas y los Padres conciliares esperaban una nueva unidad católica
y ha sobrevenido una división tal que –en palabras de Pablo VI– se ha pasado de
la auto crítica a la autodestrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo, y se ha
terminado con demasiada frecuencia en el hastío y en el desaliento. Esperábamos
un salto hacia adelante, y nos hemos encontrado ante un proceso de decadencia...”
He aquí luego la explicación de la crisis dada por el cardenal: “Estoy convencido que los males que hemos experimentado en estos veinte
años, no se deben al concilio ‘verdadero’, sino al hecho de haberse desatado en
el interior de la Iglesia ocultas fuerzas agresivas, centrífugas,
irresponsables o simplemente ingenuas, de un optimismo fácil, de un énfasis en
la modernidad, que ha confundido el progreso técnico actual con un progreso
auténtico e integral. Y, en el exterior, al choque con una revolución cultural:
la afirmación en Occidente del estamento medio-superior, de la nueva ‘burguesía
del terciario’, con su ideología radicalmente liberal de sello individualista,
racionalista, hedonista.” Más adelante el Card. Ratzinger denuncia aquello que le parece la
verdadera causa “interior” de la crisis: un “anti-espíritu del Concilio”: “Se contrapuso, ya durante las sesiones y con mayor intensidad en el
periodo posterior, un sedicente ‘espíritu del Concilio’, que es en realidad su
verdadero ‘anti-espíritu’. Según ese pernicioso Konzils-Ungeist, todo lo que es
‘nuevo’ (o que por tal se tiene: ¡cuántas antiguas herejías han reaparecido en
estos años bajo capa de novedad!) sería siempre y en cualquier circunstancia
mejor que lo que se ha dado en el pasado o que lo que existe en el presente. Es
el anti-espíritu, según el cual la historia de la Iglesia debería comenzar con
el Vaticano II, considerado como una especie de punto cero.”
Entonces el cardenal propone su solución: volver al verdadero Concilio,
considerándolo no “como un punto de partida del cual uno se aleja corriendo,
sino más bien como una base sobre la cual es necesario construir sólidamente”. Estoy de acuerdo para buscar las causas exteriores de la crisis de la
Iglesia, particularmente una mentalidad liberal y amante de los placeres que se
ha extendido en la sociedad, incluso cristiana. Pero precisamente ¿qué ha hecho
Vaticano II para oponerse? ¡Nada! O más bien, ¡Vaticano II ha empujado en ese
sentido! Usaré una comparación: ¿Qué pensaríais vosotros si ante la amenaza de
un maremoto, el gobierno holandés decidiera un día abrir sus diques para evitar
el choque? ¿Y si se disculparía después de la inundación total del país
diciendo: “No fue culpa nuestra sino del maremoto”? Es exactamente lo que hizo
el Concilio: ha abierto todas las barreras tradicionales al espíritu de mundo
cuando anunció su apertura al mundo, por la libertad religiosa, por la
constitución pastoral sobre La Iglesia en el mundo de este tiempo Gaudium et
Spes, que son el espíritu mismo del Concilio, ¡Y no el anti-espíritu! En cuanto al anti-espíritu, acepto su existencia en el Concilio y
después del Concilio, con las opiniones completamente revolucionarias de los
Küng, Boff, etc... Que dejaron bien atrás a los Ratzinger, Congar, etc. Concedo
que ese anti-espíritu ha gangrenado completamente los seminarios y
universidades; y allí el Ratzinger universitario y teólogo, ve bien los
estragos: es su dominio.
Pero afirmo dos cosas: lo que el Card. Ratzinger llama “anti-espíritu
del Concilio” no es más que la conclusión extrema de teorías de teólogos que
fueron expertos en el Concilio. Entre el espíritu del Vaticano II y el llamado
anti-espíritu no veo más que una diferencia de grado y me parece inevitable que
el anti-espíritu haya influido sobre el espíritu mismo del Concilio. Por otra
parte, es el espíritu del Concilio, este espíritu liberal que ya hemos
analizado ampliamente y que es la raíz de casi todos los textos
conciliares y de todas las reformas que le siguieron, el que debe ser puesto en
el banquillo de los acusados. Dicho de otra manera, “acuso al Concilio” me parece la respuesta
necesaria al “excuso al Concilio” del Card. Ratzinger. Me explico: sostengo, y
voy a probar, que la crisis de la Iglesia se reduce esencialmente a las
reformas post-conciliares que emanan de las autoridades oficiales más
importantes de la Iglesia y en la aplicación de las doctrinas y directivas del
Vaticano II. ¡Nada, entonces, de marginal ni de subterráneo en las causas
esenciales del desastre post-conciliar! No olvidemos que son los mismos hombres
y ante todo el mismo Papa Pablo VI que hicieron el Concilio y que luego lo
aplicaron metódica y oficialmente, usando su autoridad jerárquica: así el nuevo
misal de Pablo VI ha sido ex decreto sacrosanta oecumenici concilii Vaticani II
instauratum, auctoritate Pauli P.P. VI promulgatum. Sería entonces un error decir: “pero las reformas no comenzaron en el
Concilio”. Sin duda sobre algunos puntos las reformas han ido más allá de la
letra del Concilio; por ejemplo, el Concilio no había pedido la supresión del
latín en la liturgia, pedía solamente la introducción de la lengua vernácula;
pero como lo he dicho, en el espíritu de aquellos que abrieron esta pequeña
puerta, el fin era llegar al cambio radical. Pero en definitiva, basta
verificar que todas las reformas se refieren oficialmente al Vaticano II: no
sólo la reforma de la Misa y la de los sacramentos, sino también la de las congregaciones
religiosas, seminarios, asambleas episcopales; la creación del sínodo romano,
la reforma de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, etc... Me limitaré a tres de esas reformas: la supresión del Santo Oficio, la
política abiertamente pro-comunista del Vaticano II y el nuevo concordato entre
la Santa Sede e Italia.
¿Cuál ha sido el espíritu de esas reformas?
La supresión del Santo Oficio
No invento nada, pues yo mismo hice la pregunta al Card. Browne, quien
estuvo largo tiempo en el Santo Oficio: “¿El cambio del Santo Oficio en la
Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe, es un cambio accidental,
superficial, un cambio de etiqueta solamente, o es un cambio profundo y
radical?” El cardenal me respondió: “un cambio esencial, es evidente”. En
efecto, el tribunal de la fe dejo su lugar a una oficina de búsqueda teológica.
Se dirá lo que se quiera, pero es la realidad. Las dos instrucciones sobre la
teología de la liberación, por tomar este ejemplo, lejos de llegar
concretamente a una condenación clara de esta “teología” y de sus autores,
¡tuvieron por resultado clarísimo el alentarlos! ¿Por qué? porque el tribunal
se transformó esencialmente en una oficina de búsqueda. Es un espíritu
radicalmente diferente, un espíritu masónico: no hay verdad poseída, se está
siempre en búsqueda de la verdad. Se pierden en discusiones entre los miembros
de una comisión de teólogos del mundo entero que no llegan más que a escribir
textos interminables cuya con-fusión refleja la incoherencia de sus autores. Prácticamente no se condena más, no se señalan ya las doctrinas
reprobadas, no se marca a los herejes con el hierro rojo de la infamia no se
les pide callarse un año, se declara: “Esta enseñanza no es digna de una
cátedra de teología católica”, nada más. Prácticamente la supresión del Santo
Oficio está caracterizada, como yo le escribía al Santo Padre,
por la libre difusión de los errores. El rebaño de las ovejas de Nuestro Señor
Jesucristo está entregado, sin defensa, a los lobos rapaces.
La práctica pro-comunista de la Santa Sede
La “Ostpolitik”, o política de la mano tendida hacia el Este, no data
del Concilio, desgraciadamente. Desde Pío XI y Pío XII se establecieron
contactos, a sabiendas o no de esos Papas, que desembocaron en catástrofes
felizmente limitadas. Pero con ocasión del Concilio y desde entonces, se asiste
a pactos verdaderos; os he dicho como compraron los Rusos el silencio del
Concilio sobre el comunismo. Después de Vaticano II, los acuerdos del Helsinki
fueron patrocinados por el Vaticano: el primer y el último discurso fueron pronunciados
por Mons. Casaroli, quien fue consagrado arzobispo para esa circunstancia. La
Santa Sede pronto manifestó hostilidad hacia todos los gobiernos
anticomunistas. En Chile, la Santa Sede sostuvo la revolución comunista de
Allende de 1970 a 1972. El Vaticano actúo así por medio de sus
nunciaturas y por el nombramiento de cardenales tales como Tarancón (España),
Ribeiro (Portugal), Aramburu (Argentina), Silva Henríquez (Chile), de acuerdo
con la política pro-comunista de la Santa Sede. ¡El peso de tales cardenales y
arzobispos de las metrópolis, es considerable en esos países católicos! Su
influencia es determinante sobre las conferencias episcopales que, por
nombramiento de obispos revolucionarios llegan a ser en mayoría favorables, a
la política de la Santa Sede, y opuestos a los gobiernos. ¿Qué puede entonces
hacer un gobierno católico contra la mayoría del episcopado que trabaja contra
él? ¡Es una situación horrorosa! Asistimos a una increíble subversión de
fuerzas. La Iglesia se transforma en la principal fuerza revolucionaria en los
países católicos.
El nuevo concordato con Italia
La política liberal de la Santa Sede, en virtud de los principios del
Vaticano II, apunta a la supresión de los Estados todavía católicos. Es lo que
ha sido realizado por el nuevo concordato entre la Santa Sede e Italia.
Madurado durante doce años de discusiones, y no es pequeña cosa, ese texto ha
sido adoptado por el Senado italiano, como lo relataron los diarios del 7 de
diciembre de 1978, luego de haber sido aprobado por la comisión de-signada por
el Estado italiano, así como por la comisión del Vaticano. En vez de analizar
ese acto, he aquí la declaración del presidente Andreotti hecha ese día para
presentar el documento: “(...) He aquí una disposición de principio. El nuevo texto del artículo
primero establece solemnemente que el Estado y la Iglesia Católica, son, cada
uno en su orden propio, independientes y soberanos.” Esto ya es falso: “soberanos”, sí, es verdad, es lo que enseña León XIII
en Immortale Dei; pero “independientes”, ¡no! “Es necesario, dice León XIII,
que haya entre los dos poderes un sistema de relaciones bien ordenadas, no sin
analogía con aquél que en el hombre constituye la unión del alma y del cuerpo.”
¡León XIII dice “unión”, no dice “independencia”! Os remito al capítulo en el
cual hemos tratado de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pero he aquí
la continuación del texto del discurso del Presidente italiano: “En principio, es el abandono concluido de manera recíproca del concepto
del Estado confesional, según los principios de la Constitución y en
armonía con las conclusiones del Concilio Vaticano II.” Por lo tanto ya no puede existir un Estado católico, un Estado
confesional, es decir que profese una religión, ¡que profese la verdadera
religión! Se decidió por principio en aplicación del Vaticano II. Y luego, en
consecuencia de ese principio, la legislación del matrimonio está trastornada,
la enseñanza religiosa igualmente. Todo esto está lleno de elementos que
conducen a la desaparición de la enseñanza religiosa. En cuanto a los bienes
eclesiásticos, se hicieron acuerdos previos entre el Estado y las religiones
metodista, calvinista y hebraica. Todas estarán en pie de igualdad.
Quiero subrayar que esta voluntad de suprimir todas las instituciones
católicas de la vida civil, es una voluntad de principio. Se afirma, sea por
boca de ese presidente italiano, sea por la del Card. Casaroli y de Juan Pablo
II, sea por la de teólogos como el Card. Ratzinger, como en definitiva en el
texto de la declaración conciliar sobre la libertad religiosa, que no debe
haber más “bastiones” católicos. Es una afirmación de principio. En particular
no debe haber más Estados católicos. Otra cosa sería decir: “Nosotros consentimos en aceptar la separación de
la Iglesia y del Estado porque la situación en nuestro país ha cambiado
completamente por la malicia de los hombres, la nación no tiene más mayoría de
católicos, etc..., entonces estamos dispuestos a sufrir una reforma
correspondiente de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, bajo la presión
de los hechos, pero no estamos de acuerdo con el principio de laicización del
Estado y de las instituciones públicas.” Sería perfectamente legítimo decir eso
en los países en los cuales la situación ha cambiado verdad
Pero decir globalmente que en nuestra época, en todos los países, el
régimen de unión entre la Iglesia y las instituciones civiles ha sido superado,
es absolutamente falso. En primer lugar porque ningún principio de la doctrina
cristiana puede jamás “ser superado”, incluso si su aplicación debe tener en
cuenta las circunstancias; ahora bien, el régimen de unión es un principio de
la doctrina católica, tan inmutable como esta misma. Había durante
y después del Concilio, estados todavía enteramente católicos (España,
Colombia, Valais suizo) o casi (Italia, etc.) cuya laicización era totalmente
injustificada. Tomando un ejemplo, el Card. Ratzinger dice exactamente lo contrario en
su libro Los Principios de la Teología Católica: “Casi nadie contesta hoy que los concordatos español e italiano trataban
de conservar demasiadas cosas de una concepción del mundo que desde largo
tiempo no correspondía más a las circunstancias reales. “De igual manera casi nadie puede negar que a este apego a una
concepción caduca de las relaciones entre la Iglesia y el Estado correspondían
anacronismos semejantes en materia educativa. “Ni los abrazos ni el ghetto pueden resolver de manera duradera para el
cristiano, el problema del mundo moderno. El ‘desmantelamiento de los
bastiones’ que Urs von Balthasar reclamaba en 1952 era efectivamente un deber
acuciante. “Le fue necesario (a la Iglesia) separarse de muchas cosas que hasta ese
momento le daban seguridad y le pertenecían casi por naturaleza. Le fue
necesario abatir viejos bastiones y confiarse a la sola protección de la fe.” Como se puede comprobar son las mismas trivialidades liberales que hemos
señalado ya en los escritos de John Courtney Murray y de Yves Congar:
la doctrina de la Iglesia en la materia se reduce a una “concepción del mundo”
relacionada con una época caduca, y la evolución de las mentalidades hacia la
apostasía es vista como algo indiferente, irremediable y generalizado. En fin,
Joseph Ratzinger no tiene más que desprecio o indiferencia para el Estado
católico y las instituciones que resultan de él, como defensa que constituye
para la fe.
Una sola pregunta queda: estas gentes ¿son todavía católicas siendo que
para ellas el reino social de Nuestro Señor Jesucristo es un concepto anticuado?
Y segunda pregunta que os haré: ¿me equivoco al decir que la sociedad cristiana
y católica, y en definitiva la Iglesia muere no tanto de los ataques de los
comunistas y de los masones, como de la traición de los católicos liberales que
después del Concilio pusieron en obra las reformas post-conciliares?
Admitid entonces conmigo los hechos, el liberalismo conciliar conduce
ahora la Iglesia a la tumba. Los comunistas son clarividentes, como lo muestra
el siguiente hecho. En un museo de Lituania, consagrado en parte a la
propaganda atea, se encuentra una gran foto del “intercambio de instrumentos”
con ocasión de la firma del nuevo concordato italiano entre el presidente y el
Card. Casaroli. La foto está acompañada de este comentario: “El nuevo
concordato entre Italia y el Vaticano, gran victoria para el ateísmo.” Todo
comentario me parece superfluo.
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