Carta Pastoral n° 34
EL SACERDOTE Y NUESTRO SEÑOR
Esta tercera parte del
Decreto, que tendría que ser objeto de meditación frecuente para todos los
sacerdotes, subraya las razones profundas de la vocación sacerdotal, y, en
consecuencia, de la vocación a la perfección. Luego insiste sobre algunas
exigencias particulares necesarias para la obtención de esta perfección, y, por
fin, termina con la ayuda que lleva a esta perfección por diversos medios
eminentemente útiles. Que aquellos que tengan
alguna duda sobre la grandeza y la importancia de su sacerdocio lean
atentamente este texto, y en él encontrarán un alimento para su fe y para el
celo por la santificación propia, que es prenda de la santificación del
prójimo.
1. Vocación
del sacerdote a la perfección
Desde la primera línea se
afirma el principio fundamental: “Sacramento Ordinis Presbyte-ri Christo
sacerdoti configurantur” (12). Siempre habría que volver a este principio
para conformarlo todo a él. El Concilio invita a los
sacerdotes a reflexionar, más quizás de lo que se hacía en otros tiempos, sobre
la necesidad de adquirir la perfección, a fin de ser cada vez más “viva
instrumenta Christi Æterni sacerdotes ut mirabile opus eius… persequi
valeant” (cap. III nº 1). Por eso el Sínodo exhorta con vehemencia “vehementer
hortatur” a todos los sacerdotes, a fin de que se apliquen a la búsqueda de
esta perfección, de esta santidad que los hará instrumentos más aptos para la
santificación del pueblo de Dios. El Decreto pone de nuevo el
acento sobre la necesidad que tiene el sacerdote de santificarse, lo que supone
en la actividad y en la actitud habitual del sacerdote un sentido profundo de
la fe por la lectura de las Escrituras que dispensa a los fieles; el Decreto
retoma por su cuenta la fórmula de Santo Tomás “comtemplata, aliis tradere”,
a fin de que, en el ejercicio mismo de la predicación y la palabra, los
sacerdotes estén enseñando unidos a Jesucristo. Pero sobre todo el Concilio
insiste en el sacrificio de la Misa, y de la Misa diaria “enixe comendata”,
de lo cual dice explícitamente el Sínodo, “munus suum præcipuum sacerdotes
adimplant”. Luego, como una consecuencia de la santidad, de esa caridad que
resulta del sacrificio eucarístico, el Concilio señala al sacramento de la
Penitencia que se dispensa a los fieles: benéfica consideración para aquellos
que tienen que escuchar numerosas confesiones. Esta caridad se expresará
también en la oración pública del breviario y, por fin, en el don total de sí
mismos para el pueblo de Dios. Sin embargo, los Padres del
Concilio han examinado las dificultades que tienen muchos sacerdotes para hacer
la síntesis, la unidad de su vida en medio de las múltiples ocupaciones
diversas que tienen que cumplir en el curso de su apostolado diario.
Indican entonces un principio
fundamental: siempre la mirada se fija en el modelo de sacerdote que es Nuestro
Señor: “Los sacerdotes, a imagen de Nuestro Señor, encontrarán la unidad de
su vida en la realización de la voluntad del Padre y en el don de sí mismos
para el rebaño que les está confiado”. ¿Cuál será la fuente de esta
unidad? El sacrificio eucarístico quod ideo centrum et radix totius vitæ
Presbyteri exstat… Pero eso no podrá obtenerse más que si los sacerdotes
penetran de una manera cada vez más íntima en el misterio de Cristo por medio de la oración. También encontrarán esa
voluntad de Dios en la fidelidad a la Iglesia, en la comunión con sus obispos y
con sus hermanos en el sacerdocio. Estas páginas son ricas en
las luces de la fe, en la sublime y gran vocación del sacerdote, otro Cristo.
Ojalá podamos volcar esta realidad al alma de nuestra vida sacerdotal.
2.
Exigencias espirituales particulares en la vida del sacerdote
La primera disposición
fundamental es la de no buscar su voluntad, sino la voluntad de aquel que los
ha enviado. ¿Por qué? Porque la sabiduría de Dios trasciende las fuerzas y la
sabiduría humana. De ahí la necesidad de la obediencia a todos los que tienen
la carga de la autoridad. Esta obediencia, libremente abrazada y consentida,
pide que los sacerdotes propongan sus sugestiones e iniciativas a sus
superiores, permaneciendo siempre dispuestos a someterse a su juicio. La
humildad y la obediencia los harán más conformes a Cristo, que se ha hecho
obediente hasta la muerte. Otra exigencia para el
sacerdote, conforme a la Tradición de la Iglesia y recomendada por el ejemplo y
la palabra de Nuestro Señor, es la castidad por medio de la práctica del
celibato. ¿Cómo entender de una manera
general y tradicional esta exigencia de la Iglesia?Siempre por el principio
enunciado al comienzo de ese capítulo. Las alusiones de Nuestro
Señor a la perfección de esta continencia son numerosas y suficientemente
claras, y Él mismo ha dado el ejemplo, que fue seguido por los que ha amado con
su amor de predilección.
La castidad sacerdotal por
amor de Nuestro Señor y de las almas será una de las palancas más eficaces del
apostolado. Así manifiestan su fe en el origen de su sacerdocio en Dios que no
extrae su origen de la carne, su amor sin divisiones por Cristo, y por este
amor su disponibilidad para el servicio de Dios y de los hombres. Son también
el signo de la vida futura, en donde los hijos de la resurrección tampoco se
casarán. El Concilio renueva
solemnemente su deseo de mantener esta exigencia por la santidad del sacerdote
y su perfección, por el honor de la Iglesia y la salvación de las almas. Pide a
los sacerdotes y hasta a los fieles que tengan en gran estima a esta castidad
sacerdotal. En fin, la tercera exigencia
para la perfección del sacerdote es su libertad hacia las cosas de este mundo.
Tiene que permanecer libre a fin de ser dócil a la voz de Dios y debe
conducirse hacia los bienes de este mundo con una real prudencia esclarecida
por la fe. Sin duda tendría que emplear los medios necesarios para su
subsistencia y su apostolado, pero el Concilio insiste en la necesidad del
desapego, de la pobreza, sobre la utilidad de una cierta puesta en común de los
bienes de los cuales uno dispone. Esta virtud nos ayudará a ser nuevamente
imitadores de Nuestro Señor, quien por nosotros se ha hecho pobre. Estas consideraciones son
eminentemente benéficas para nosotros, religiosos que hemos hecho el juramento
de practicar estas virtudes con toda nuestra alma y todas nuestras fuerzas
delante de Dios y de la Iglesia.
3. Auxilios
para la vida sacerdotal
Fuera el ejercicio consciente
de su santo ministerio, los sacerdotes gozan también de otros medios para
santificarse, medios que la Iglesia aconseja y a veces impone.
El Decreto enumera, entonces,
estos medios recomendados:
- el alimento de la Sagrada
Escritura y de la Eucaristía;
- la recepción frecuente del
sacramento de la Penitencia, preparada con un examen diario de conciencia;
- la lectura espiritual, que
aumentará el espíritu de fe;
- la devoción a la Virgen
María;
- el coloquio diario con
Jesús presente en la Eucaristía;
- el retiro y la dirección espiritual;
- la oración mental y las
oraciones vocales que ellos elijan, a fin de unir sus almas con las de los que
les son confiados en Nuestro Señor. Luego el Concilio recomienda
a los sacerdotes el estudio, particularmente el de la Sagrada Escritura, de la
Patrología, de los documentos del Magisterio de la Iglesia, y las obras de los
teólogos óptimos et probatos scientiæ.
Que el sacerdote tampoco
descuide su cultura, a fin de que pueda cumplir bien su apostolado. Que se
instruya con las reuniones pastorales, donde las experiencias son puestas en
común. Por fin, el capítulo termina
con la manera de proveer a la subsistencia normal de los sacerdotes diocesanos. Pero no podemos omitir la
exhortación final, tan emocionante y reconfortante. En medio de las dificultades
de los tiempos actuales para la vida sacerdotal, Dios continúa queriendo a sus
sacerdotes, como ha querido a su Hijo. La Iglesia encuentra aún en este mundo
pecador, piedras vivas para la edificación del templo de Dios. El Espíritu Santo
continúa inspirando caminos nuevos a la Iglesia.
Que los sacerdotes recuerden
que no están solos, sino que están sostenidos por el poder de Dios. Que vivan
de la fe, necesaria para los que conducen al pueblo de Dios, a ejemplo de
Abraham. Que crean en la virtud divina, que hace levantar la mies. Que crean en
Aquel que ha vencido al mundo. Nos es muy saludable y
reconfortante ponernos a escuchar a la Iglesia que sostiene nuestros abatidos
ánimos, agotados por una labor aplastante, y encontrar en esas directivas, esos
consejos de nuestra Madre, el camino de la paz, de la serenidad, en el alegre
cumplimiento de nuestra sublime vocación.
Mons. Marcel Lefebvre
(“Avisos del mes”, sept.-oct. de 1966)
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